TEMAS E IDEAS: Sin palabras, por Ancrugon – Febrero 2013
- A ver, a ver…
Quiero que me expliques lo que acaba de ocurrir.
Cuando mi mujer me mira de esa forma y
me habla en ese tono tan tajante, yo sólo tengo ganas de salir corriendo…
-
No sé a lo que te refieres, cariño… - intento escabullirme.
-
¿Cómo?... – Se detiene en medio de la calle y ambas, ella, dura, implacable, intransigente,
y mi pequeña, confundida e intrigada, me clavan sus dos pares de bellos ojos
aguamarina. - ¿Cómo que no sabes a lo que me refiero? – trago saliva… ¡Y es que
no escarmiento! - ¿Qué es lo que ha pasado entre esa mujer que acabamos de ver
y tú?
Algunas personas que pasan a nuestro
lado se vuelven para mirarnos… Comienzo a sentirme bastante incómodo.
-
Simplemente es una vieja amiga, cariño, nada más… - pero por su sonrisa
escéptica me doy cuenta de que mi tonta escusa no es suficiente. – Bueno… -
tartamudeo. – Es una vieja historia…
-
¿Una vieja historia?... Esas miradas no decían lo mismo… – y de nuevo las cuatro
piedras preciosas taladran mi seguridad. – Si es tan vieja, no tendrás
inconveniente en contárnosla…
Y la pequeña, ¡lo que saben los críos a
los ochos años!, aprovecha para sacar tajada…
-
Quiero un helado.
Así que nos sentamos en una de las pocas
mesas libres del Bar de Chimo y pedimos algo para tomar mientras yo espero con
ansiedad que algún amigo, o amiga, o incluso algún borracho plasta, de los que
tanto abundan en las noches de verano, se acerque y decida juntarse con
nosotros… pero nada, ¡y mira que pasa y traspasa gente!, pero nada…
-
Bueno… de eso ya hace muchos años…
-
Sí, eso ya lo has dicho – corta mi linda mujer mientras mi niña da chupadas a
su helado.
-
Pues tendría yo dieciséis y eran fiestas, como ahora… Nada, una aventurilla de
verano…
-
¿Y?...
-
Yo era un chico bastante torpe, ¿sabéis?, me refiero a la relación con las
chicas y tal… nunca sabía lo que decir, ni cómo abordarlas, ni cómo
comportarme… la verdad es que era bastante patético…
-
Pero eras guapo, papá. – Corta mi niña.
-
¡Claro que sí!, cielo, ¡yo era el más guapo de todos! – y las dos ríen, una
encantada y la otra cínica… así que decido preguntarle más tarde sobre ello. –
En aquellos tiempos, lo más importante eran los amigos, las juergas, las motos…
en fin, ya sabes… Alguna aventurilla había tenido, pero realmente habían
resultado bastante frustrantes y poco prometedoras… para qué vamos a
engañarnos, más que nada para tapar la boca a algún amigo gilipollas – mi mujer
me lanza una dura mirada de reproche. - ¡Perdón, perdón!, se me ha escapado un
taco… Eso no se dice, ¿eh, cariño?... –
la niña se ríe de nuestra tontería. – Pues como ya os he dicho, era la semana
de fiestas, concretamente el viernes, y tras las vaquillas de la tarde la panda
fuimos al garito para merendar… bueno, y todos eso… El caso es que en el garito
vecino, el del grupo de mi primo, había llegado la pareja de las hermanas de
Barcelona de todos los veranos, ya sabes, esas que todavía vienen y que tienen
una casa al lado de la de mi abuela… Y se habían traído una amiga invitada… Yo,
al principio, no me di cuenta de ella empeñado como estaba en competir con los
colegas a ver quien cargaba con más litros y todas esas bobadas, hasta que
llegó José Luis, que siempre parecía ir de movida…
-
¡Por favor!... – me recrimina mi mujer señalando con la cabeza a nuestra hija.
-
¡Mamá, que no soy una cría! – reprocha la pequeña y los dos reímos.
-
Pues llegó José Luis todo emocionado y nos dijo: “¿Habéis visto la tía nueva
que hay en garito de ahí?” Entonces la busqué con la mirada y la vi… me pareció
la criatura más preciosa que había visto nunca: con su melena negra, sus ojos
verdes, su sonrisa encantadora, sus… Bueno… el caso es que me quede totalmente colgado
por ella, como un idiota… como un verdadero idiota… En la verbena de aquella
noche la buscaba como si hubiera perdido mi más preciado tesoro y, cuando daba
con ella, ella me estaba mirando y me sonreía y yo desviaba los ojos y me
sonrojaba como un tomate… y me maldecía y me reprochaba ser tan cobarde y me
odiaba a mí mismo por no tener la cara tan dura como mis amigos, sobre todo
José y Vicente, que se tiraban al ruedo y se lidiaban los toros como si tal
cosa…
-
Papá quiere decir que el tío José y el tío Vicente ligaban mucho – le explica
mi mujer a la niña ante su cara de confusión.
-
¿Sí?... – exclama la pequeña asombrada. – Pues nadie lo diría – y de nuevo
volvemos a soltar una sonora carcajada.
-
El caso es que toda la noche estuvimos en ese juego: yo la miraba, ella me
miraba y me sonreía, yo me aturdía y me sentía un ser miserable… pero no
llegamos a acercarnos el uno al otro. La volví a ver al día siguiente en el
encierro y mi corazón parecía querer salirse del pecho y mi estómago se
revolvía como una olla de caracoles… Nos colocamos el uno frente al otro, pero
en lugares opuestos de la calle, así que todo era un ir y venir de miraditas y
sonrisitas porque, ¡milagro!, me atreví a sonreír… De pronto, entre nosotros se
cruzan la manada de toros y una masa ingente de personas corriendo y gritando…
y la perdí… A la hora de la merienda, fui al garito con la única intención de
verla y, a ser posible, que me dijera algo, porque yo no tenía ni idea de cómo
abordarla. Y allí estaba, más hermosa de cómo la recordaba, y mirándome nada
más llegar, como si estuviera esperándome, y me sonrió y me volví a sentir un
vulgar gusano… “¿Qué te pasa?” – recuerdo que me preguntó Verónica que ya iba
como una cuba. “¿A mí?... nada” – mentí, pero ella no estaba en condiciones de
notarlo, y se me agarró como una garrapata y comenzó a mordisquearme por el
cuello y a… La otra me miraba y yo la miraba y comencé a ponerme como una moto
y… Me levanté y me largué y Verónica comenzó a gritar: “¡Vuelve, marica! ¿Qué
me tienes miedo?...” Y todos se burlaron de mí, pero yo me fui a casa dispuesto
a no salir hasta el lunes…
-
Verónica es muy rara – corta mi niña.
-
Sí, hija sí – afirma mi mujer. - ¡La Verónica es rarísima!...
- La cuestión es
que me encerré en mi habitación decidido a no salir aunque se quemase la casa,
pero… apareció mi madre: “¿Qué estás malo?... ¿Qué has bebido mucho?... ¿No te
habrás fumado algo?... ¡Es que los jóvenes no sabéis divertiros!... ¡Es que si
no fumáis y bebéis…!... ¿Quieres un poleo?... ¿Tienes fiebre?...” Así que
desistí de mi inicial propósito, allí no podía pasar ni cinco minutos más… “No
mamá – respondí, - no estoy enfermo. He venido para descansar un poco y
ducharme.” Eso pareció convencerle un poco, pero al rato contraatacó por otro
lado: “¿Qué ropa te vas a poner para esta noche?”… ¡Me estaba agotando la
paciencia!: “La mejor, mamá, la mejor. ¿Por qué no me sacas el traje de
chaqueta que llevaba papá el día que os casasteis?...” Y la cosa acabó como
siempre: “¡Es que la culpa es mía, porque yo no sé por qué me preocupo de
vosotros!... ¡Desagradecidos!...” Y comencé a sentirme peor, ante lo cual, tuve
la intuición de que lo mejor era irse a la ducha. Cuando salí a la calle, ésta
bullía de gente y, como supuse que mis amigos estarían en el garito y no me
apetecía volver allí, me apoltroné en la barra del bar de la plaza y me tomé un
cubata esperando el comienzo del “toro embolao”. Y apareció… y el mundo comenzó
a desmoronarse… y me pedí el segundo cubata… Llegó con otro chaval que yo no
conocía, pero que daba la sensación de haber intimidado lo suficiente con ella,
por lo que comencé a odiarlo con todas mis fuerzas… allí mismo le habría
partido la cara… En cambio me limité a echarle tragos al vaso y suplicar al
destino que llegase alguien conocido con quien charlar, sin embargo, los
plastas, cuando los necesitas, no aparecen nunca… No podía evitar mirarla y,
siempre que lo hacía, cada tres o cuatro segundos, ella me miraba también y ¡me
subía un calor!...
-
Sería de los cubatas – dice mi mujer con ironía.
-
Seguramente… - respondo con sarcasmo. - Así que me fui, justo cuando llegaba el
toro a la plaza y me encontré con todo el mogollón de corredores que piensan
que las paredes deben abrirse a su paso… yo lo intenté, pero ellos tenían más
prisa y me dieron un soberano empujón lanzándome sobre un charco, espero que de
cerveza, por lo que mi encantadora ropa de fiesta quedó toda pringada…
-
Ja, ja, ja… - se burla la niña. - ¿Tuviste que cambiarte otra vez?
-
¡No veas!, ¡no iba a ir a la verbena todo manchado!...
-
¿Y la abuela?... ¿qué te dijo la abuela?...
-
Pues te lo puedes imaginar: “¿Te has pegado con alguien?”… “¡Que no, mamá, ha
sido un accidente!”… “¡Tú no me engañas!... ¡Has bebido y te has peleado con
alguien!”… “¡Pero, mamá, si hace una hora que he salido de casa, ¿qué crees que
se puede beber en ese tiempo?”… Total, otra duchita rápida y otra ropa, pero
esta vez lo hice más a conciencia, pues, no sé bien por qué, me había surgido una
especie de valor que antes no tenía y estaba decidido a enfrentarme a ella y a
decirle lo que sentía y pedirle… Bueno, el caso es que me vestí con la mejor
camisa que tenía y los pantalones que mejor me quedaban, me repeiné con todo el
esmero que supe, me perfumé con profusión, incluso creo que exageradamente
porque, al pasar por la salita para despedirme, mi padre soltó: “Directo a la
verbena y a aprovéchalo, ¿eh?, que mi sueldo no da para malgastarlo en
perfumes.” Así que, siguiendo el consejo paterno, dirigí mis pasos hacia allí
llegando cuando la orquesta todavía estaba ensayando… “¡Qué noche me espera!” –
pensé viendo que no acertaba ni una… Pues otra vez apoyado en otra barra
contándole las penas al culo de un vaso… Poco a poco la cosa se fue animando,
sin embargo yo estaba más aburrido que mi abuela en una clase de física
cuántica y ni mis amigos ni mis amigas aparecían por ninguna parte y en eso… un
cachete en la espalda me hace regresar a la realidad y, al volverme, me
encuentro con la sonrisa abierta y franca de Monse, una de las hermanas
catalanas del garito vecino: “¿Qué tal?... ¿Cómo estás?” Me da dos besos que yo
devuelvo sin convicción y balbuceo algo que ella no escuchó, como siempre.
“¡Qué solo estás!, ¿no?”… “Es que estoy…”… ¿para qué seguir?... “Nosotras
estamos ahí delante, si te apetece…” Y se largó sin esperar respuesta alguna. Y
entonces la vi a ella y comencé a ponerme enfermo… Era como un imán: no podía
apartar mis ojos de su persona y ella me miraba y sonreía… entonces llegaba alguna
de sus amigas y se la llevaba hacia algún lugar rodeado de gente y yo la
perdía, pero pronto volvía a encontrarme con el verde de sus ojos y su
agradable sonrisa. Respiré profundamente y decidí enfrentarme con lo que fuera.
Di dos pasos y, un jolgorio ensordecedor procedente de mi espalda precedió a
los zarandeos, empujones y puñetazos cariñosos de mis, hasta entonces,
desaparecidos amigos: “¡Mirad qué guapo se ha puesto!”… Risas… “¿Vas a tomar la
comunión?”… Risas… “¡Si está para comérselo!”… Más risas… “¡Toma, bebe,
marica!” Y me encasquetan un cubalitro del que tuve que tragar más para evitar
que me cayera encima que por ganas de hacerlo. Total, que me arrastraron hasta
la pista de baile para hacer un rato el payaso y la volví a perder.
-
Papá, ¿puedo pedir una cola? – corta mi hija.
-
Claro, cariño.
-
Pero espera, no sigas que yo me quiero enterar – y parte corriendo hacia el
interior del bar.
Entonces vuelvo la mirada hacia el azul de
los ojos de mi mujer y me pierdo en su cielo. ¡Qué afortunado soy en tenerla!
-
¡Qué guapa estás, cariño! ¿Nos hacemos unos bailes y luego…?
-
¡Y tú qué tonto…! – bromea. – Primero acaba la historia que me está gustando…
-
Sigue, sigue… - pide mi niña que acaba de llegar.
-
Bueno, pues al cabo de un rato, ya desesperado, me encuentro otra vez con su
mirada y yo le sonrío y ella me sonríe y yo me decido a acercarme y ella veo
que también quiere hacer lo mismo y… llega Verónica y se me cuelga del cuello y
comienza a besuquearme sin orden ni concierto y me arrastra hacia no sé dónde y
decía cosas como: “Veeen, veeen con-con-mogo… vamos a pasar-lo muyyyyy bien…” Y
de pronto… ¡me vomita encima de mi mejor camisa entre las risotadas de toda la
panda!... Mi primera reacción fue darle una buena bofetada, pero miré hacia el
fondo y la vi a ella y su mirada de desilusión y luego, cuando me encogí de
hombros, su linda sonrisa, así que decidí no hacer nada. Mientras tanto,
Verónica pedía disculpas ininteligibles e intentaba limpiar mi camisa con sus
manos: “¡Estáte quieta – le grité. – Lo estás empeorando.” Y me volví para casa
entre las risas y las burlas de mis amigos. Mis padres ya estaban en la cama y,
si hubiera sido un ladrón, seguramente habría entrado, robado y se habría ido
sin que nadie se enterase, pero cuando es un hijo, las madres parecen tener un
sexto sentido y, por mucho que intentes no hacer ruido, a la mínima ya te oyen:
“¿Eres tú, Andrés?... ¿Qué te pasa?... ¿Estás mal?...” Y cuando te detienes
para decirle: “Tranquila, mamá, no pasa nada, es que quería…” Te giras y ya la
tienes allí, en camisón y zapatillas, con esa mirada de desolación que sólo las
madres saben poner observándote como si fueras un caso perdido: “¡Pero cómo te
has puesto!... ¡Ya has vomitado!...” … “No, mamá, no he sido yo, ha…” …
“¡Claro, tanto beber, tanto beber!... ¡Es que no tienes conocimiento!...” …
“¡Pero, mamá, que lo que ocurrido ha…!” … “¡Mira tu hijo, Vicente, mira el
perdido de tu hijo cómo viene!” … “Que se ponga más colonia y nos deje dormir…”
– se oyó la voz acobardada de mi padre desde la habitación. Pero nada: “¡Todos
los hombres sois iguales”… Y yo para la ducha por tercera vez, y mi madre
detrás dándome el sermón, y yo que me visto con la camiseta más cutre que tenía
y unos pantalones vaqueros, y ella detrás gritando: “¡Pero dónde vas!... ¡Aún
querrás salir otra vez en las condiciones en las que estás!...” Y yo
acordándome de todos los santos y ella de todas las vírgenes, y yo que bajo las
escaleras de dos en dos y que no me mato de puro milagro porque al pisar el gato
sin darme cuenta tengo que agarrarme de la barandilla, y salgo a la calle dando
un portazo con toda la rabia del mundo y mi madre que me lanza una cazadora por
el balcón: “Toma, anda, llévate esto que refresca.” Y la gente que me ve y se
ríe y yo que me acuerdo de mis santos abuelos…
Las carcajadas de mis chicas me hacen
parar.
-
Perdona, perdona… es que me lo estaba imaginando…
- Total, que de camino
de nuevo a la verbena voy tomando la decisión de que ya nada me podía detener,
que iba a ir a por aquella chica por encima de lo que fuera. Pero cuando llego
allí me encuentro que se había dado cita medio planeta. ¿Cómo iba a
encontrarla?... Mirase donde mirase, sólo veía una masa ingente dando saltos…
¿Solución?, la de siempre, me acerqué a la barra y me pedí mi enésimo cubata
resignado a no volverla a ver, sin embargo, todavía no había dado tres tragos
cuando de nuevo se me presenta la chica de Barcelona: “¿Pero, qué te pasa a
ti?”… “¿A mí?”… “Tienes a María a punto de caramelo y no le haces ni puto caso.”
… “¿Quién es María?” – pregunté confundido. “¡Cómo que quién es María!... ¡mi
amiga!” – y señaló hacia un punto concreto de la marabunta y allí la vi de
nuevo, bailando con otras chavalas y oteando el horizonte, de vez en cuando,
como buscando a alguien. “Que sepas que mañana nos vamos”… “¡Cada día estoy más
convencida de que los hombres sois idiotas!” Y me dejó con la palabra en la
boca… ¿Así que ella también estaba interesada en mí?... ¡Bien!... ¡Al final
esto iba a ser más fácil de lo esperado!... Acabé el cubata de un trago,
respiré profundamente y me dispuse a ir hacia ella… sin embargo una mano me
cogió en el último instante del hombro y me detuvo. “Andrés, ¿puedo hablar un momento
contigo?” Me volví y me encontré con mi amigo Javier, desencajado, con los ojos
hinchados y enrojecidos, la cara sucia de regueros de lágrimas… “¡Pero, ¿qué te
pasa?” Y estalló como una bomba en un llanto desconsolado que me rompió el
corazón y llegó a asustarme. “Anda, vamos afuera, no montes este espectáculo
aquí.” Y le cogí del brazo y me lo llevé hacia un lugar menos concurrido no sin
antes volver la vista y descubrir la cara de desengaño de la que ahora ya
conocía como María.
-
¿Y qué le ocurría a Javier? – pregunta mi mujer.
-
Nada, lo de siempre, que había reñido con Rosa y que lo habían dejado y estaba
destrozado… total, media hora consolándole y cagándome ya en los dioses del
Olimpo, cuando se nos presenta, como salida de la nada, la Rosita de los huevos
y se ponen a llorar los dos, a pedirse mutuamente perdón, a besarse, a
abrazarse… ¿qué te diré que no sepas?...
-
Siguen igual – apuntilla mi mujer.
-
Allí los dejé tiraos por el suelo y yo me fui pensando que no se podía tener
más mala suerte. Pero ya no tenía ganas de volver a la verbena, además, para lo
que quedaba, así que me largue hacia la montaña y me senté sobre una roca en la
oscuridad. El cielo estaba precioso, lo recuerdo como si fuera hoy, y por el
Este ya comenzaba a clarear y ya se oían las llamadas de los pájaros más madrugadores,
sobre todo las golondrinas. La música de la verbena se escuchaba de fondo, pero
no molestaba, y poco a poco me fui calmando y resignando, porque, al fin y al
cabo, nadie tenía la culpa de que yo fuera tan cortito y cobarde… Comencé a
sentir un poco de frío y me puse la cazadora. “¿Ves? – pensé. – Al final las
madres siempre tienen razón.” Y entonces note otro calor a mi derecha y me di
cuenta que alguien se había sentado a mi lado, muy pegadita a mí y en total
silencio. Era ella, María. El corazón me dio un vuelco tan grande que a punto
estuvo de salirse por la boca. Nos miramos y me sonrió, yo le sonreí… El sol
comenzó a aparecer sobre las montañas y todo se iba dorando como si un pincel
mágico fuera poniendo color a las cosas. Le cogí la mano y ella recostó su
melena morena sobre mi hombro, luego… ¡Bueno, si quieres saber más te lees ese
libro que te compraste de las sombras de ese Grey…!
-
¡A tanto llegasteis! – Se burla ella, pero se lo agradezco porque veo que la
historia le ha gustado.
-
¿Y sabes lo más curioso?... No llegamos a decirnos ni una palabra, ni tan
siquiera cuando nos despedimos… ¡ni una!… Así que cuando esta tarde me la he
visto de golpe…
-
Es muy guapa – dice mi mujer.
-
Sí, lo es… - mi niña me mira con curiosidad y un poco expectante… - pero yo ya
no puedo enamorarme de nadie más porque en mi corazón ya no queda sitio…
-
¿No?... – pregunta mi pequeña.
-
No, porque todo lo ocupan una mujer maravillosa y mandona – y cojo las manos de
mi amada… - y una niña revoltosa y juguetona que no dejan que entre nadie más.
-
Sí, sí, eso lo dices ahora, pero… - bromea mi mujer.
-
¿Sabes? Ha ocurrido algo curioso… Yo siempre la recordaba como un hecho
maravilloso, como un hecho mágico, pero algo ha ocurrido esta tarde que ha roto
la magia…
-
¡Pero si sólo os habéis dicho “Hola” y “Adiós”!
-
Exacto… ¡hemos hablado!… y lo nuestro fue un pequeño amor sin palabras…
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