ÉRASE UNA VEZ: “Sobre el amor”, Un relato de Chejov, por Melquíades Walker – Febrero 2013
No quisiera explotar demasiado pronto la
mina de oro que fue este hombre nacido en una ciudad portuaria del Mar de Azov,
una pequeña prolongación del Mar Negro, en el Sur de un Imperio Ruso
agonizante, dentro de lo que hoy es llamada la Federación Rusa, porque él sólo
representa la el mayor exponente del relato corto mundial.
Nació nuestro hombre un 29 de enero de
1860 siendo su madre, Yevgueniya, una notable cuentacuentos y su padre, Pável
Yegórovich, un excelente director de coro y un ferviente cristiano ortodoxo
quien tuvo que huir de su ciudad por cuestión de deudas. Así que Anton cursó
estudios de medicina en la capital, Moscú.
Muy pronto se descubrieron sus dotes para
el relato, lo cual fue aprovechado por el joven Anton para echar una mano a la
economía familiar escribiendo relatos humorísticos y dibujando caricaturas
sobre las costumbres y la vida de su pueblo con el pseudónimo de “Antosha
Chejonte”.
Una vez acabada la carrera y convertirse
en médico, Anton no dejó de escribir colaborando con varios periódicos, entre
ellos el afamado Tiempo Nuevo de San Petersburgo, ganando el Premio Pushkin de
relatos cortos en 1886 con lo que se convertiría en un escritor famoso.
Al poco tiempo enfermó de tuberculosis por
lo que viajó a Ucrania en busca de un mejor clima. Durante ese tiempo escribió
su primera obra de teatro, La gaviota,
cuya primera representación fue un rotundo fracaso, sin embargo, gracias a la
compañía del Teatro de Arte de Moscú, quienes buscaron un nuevo método de
interpretación basado en la naturalidad del actor, esta obra llegó a obtener un
gran éxito en las posteriores representaciones siendo una de las más conocidas
de este autor.
Chejov destaca, tanto en la dramática como
en el cuento, por la creación de unos personajes atormentados por sus
sentimientos y se muestran tal como son, sin afectaciones de ningún tipo.
Algunos de sus cuentos más destacados son “El
pabellón número seis”, “La dama del perrito”, “Ionitch”, “La novia”, “Casa con
desván”, “Historia ruin”, “La muerte de un funcionario”, “El obispo” o “La esposa” entre otros muchos.
Se le considera el fundador del cuento
moderno, gustando de finales abiertos, es decir, dejándolo a la imaginación del
lector, y suele utilizar elementos simbólicos que caracterizan toda la
narración. No es raro que en un mismo relato narre dos historias distintas, con
una tensión frecuentemente oscilante y con escasa ordenación cronológica.
Murió el 2 de julio de 1904 en un
balneario alemán de Badenweiler cuando tan sólo contaba 44 años de edad. Su
obra ha llegado a ser muy popular en todo el mundo, aunque especialmente en
Inglaterra y Estados Unidos, donde muchos de los más reconocidos escritores lo
han tenido como referencia.
Pero, como ya he dicho al inicio, no
quisiera explotar demasiado pronto el tesoro que representan sus historias
cortas, sin embargo hay una entre todas que viene muy bien al tema de este mes
y no he podido resistirme a no utilizarla, así que disfrutad de Sobre el amor, un relato corto de Anton
Chejov aparecido por primera vez en la revista Russkaya misl en 1898.
SOBRE EL AMOR
En el desayuno del
día siguiente sirvieron unas tortitas deliciosas, cangrejos de río y chuletas
de carnero, y mientras desayunábamos subió Nikanor, el cocinero, a preguntar
qué deseaban los visitantes para la comida. Era un hombre de mediana estatura,
rostro abotargado y ojos pequeños, totalmente rasurado, y parecía que su bigote
no había sido afeitado sino arrancado de cuajo.
Aiyohin dijo que
la bella Pelageya estaba enamorada de este cocinero. Como era un borrachín y de
carácter violento, ella no quería casarse con él, pero estaba dispuesta a vivir
con él así. Él, sin embargo, era muy devoto, y sus sentimientos religiosos no
le permitían vivir "así"; insistía, pues, en el casamiento y no
quería vivir de otro modo; y cuando estaba ebrio le regañaba y hasta le pegaba.
Cuando estaba ebrio ella se escondía en el piso de arriba y rompía a llorar;
entonces Aiyohin y la servidumbre se quedaban en la casa a fin de defender a la
muchacha.
Se empezó a hablar
del amor.
-Cómo nace el amor
-dijo Aiyohin-, por qué Pelage no se ha enamorado de alguien más semejante a
ella en cualidades internas y externas, y por qué se ha enamorado precisamente
de ese Nikanor, de esa jeta -aquí todos le llamamos "el Hocico"-, en
qué medida entran en el amor factores importantes de felicidad personal... todo
eso es desconocido y sobre ello se puede discutir todo lo que se quiera. Hasta
ahora se ha dicho del amor sólo una verdad inconclusa, a saber, que es "el
gran misterio"; todo lo demás que se ha dicho y escrito sobre el amor no
es una solución sino sólo una formulación de problemas que quedan sin resolver.
La explicación que podría aplicarse a un caso no es aplicable a una docena de
otros; más valdría, a mi modo de ver, explicar cada caso por separado sin
meterse en generalizaciones. Cada caso específico, como dicen los médicos, debe
ser individualizado.
-Esa es la pura
verdad -asintió Burkin.
-A nosotros, los
rusos bien educados, nos atraen estas cuestiones irresolubles. De ordinario, el
amor es poetizado, adornado de rosas, de ruiseñores; pero nosotros los rusos
engalanamos nuestro amor con esas cuestiones funestas, escogiendo además las
menos interesantes. En Moscú, cuando yo era todavía estudiante, estuve viviendo
con una chica, muchacha encantadora, quien cada vez que la tomaba en mis brazos
pensaba en cuánto le daría mensualmente para gastos de la casa y en cuánto
costaría ahora la carne de vaca. Del mismo modo, cuando nosotros estamos
enamorados no cesamos de preguntarnos si nuestro amor es honesto o deshonesto,
inteligente o estúpido, a dónde nos llevará, etcétera, etcétera. Si tal cosa es
buena o mala no lo sé, pero lo que sí sé es que eso es un obstáculo, un motivo
de insatisfacción e irritación.
Por lo que decía
daba la impresión de querer contar algo. Las personas que viven solas llevan
por lo común en la mente algo de lo que con buena gana quisieran hablar. En la
ciudad los solteros visitan casas de baños y restaurantes sólo para ver si
encuentran a alguien con quien pegar la hebra, y a veces relatan historias
sumamente interesantes a los empleados de las casas de baños o a los camareros.
En el campo, por otra parte, se desahogan con sus visitantes. En ese momento se
veía por la ventana un cielo gris y árboles empapados de lluvia; en tiempo así
no se podía ir a sitio alguno y no quedaba otro remedio que contar y escuchar
historias.
-Vivo en Sofino y
soy agricultor desde hace largo tiempo -empezó diciendo Aiyohin-, o sea, desde
que terminé mis estudios en la universidad. Por educación y poco apego al
trabajo manual, diríase que por inclinación, soy hombre de estudio. Pero cuando
vine aquí pesaba sobre la finca una enorme hipoteca, y como mi padre se había endeudado
en parte por lo mucho que había gastado en mi educación, decidí no irme de aquí
y ponerme a trabajar hasta pagar la deuda. Así lo hice y comencé a trabajar en
la finca, confieso que no sin cierta repugnancia. El terreno este no produce
mucho y para que su cultivo no resulte en pérdidas es menester utilizar el
trabajo de siervos y jornaleros, lo que viene a ser igual, o convertirse uno
mismo en campesino juntamente con su familia. No hay término medio. Pero por
aquel entonces yo no me metía en tales sutilezas. No dejé intacta ni una sola
pulgada de tierra; reuní a todos los campesinos, hombres y mujeres, de las
aldeas circundantes, y el trabajo cundió de lo lindo. Yo mismo araba, sembraba,
segaba, trabajo que me resultaba aburrido, me enfurruñaba del asco que sentía,
como gato de aldea obligado por el hambre a comer pepinos en la huerta. Me
dolía el cuerpo y dormía de pie.
Al principio creí
que podría conciliar fácilmente esta vida de trabajo físico con mis aficiones
culturales; para ello -me decía- bastaba mantener en la vida un cierto orden
externo. Me instalé en este piso de arriba, en las mejores habitaciones,
dispuse que después del almuerzo y la comida me sirvieran café y licores, y
leía en la cama El Heraldo de Europa todas las noches. Pero un día vino a
visitarme nuestro sacerdote, el padre Iván, y de una sentada se bebió todos mis
licores. El Heraldo de Europa también pasó a manos de las hijas del sacerdote,
porque en el verano, sobre todo durante la siega del heno, yo no podía siquiera
arrastrarme hasta la cama sino que me quedaba dormido en un trineo que había en
el pajar o en cualquier cabaña del bosque. De ese modo ¿cómo iba a pensar en
leer? Poco a poco me fui yendo al piso de abajo, empecé a comer en la cocina de
la servidumbre, y del lujo anterior sólo quedan los criados que servían a mi
padre y a quienes me da pena despedir.
En los primeros
años me eligieron aquí juez de paz honorario. De vez en cuando tenía que ir a
la ciudad y tomar parte en las sesiones del juzgado de paz y del tribunal del
distrito; eso me entretenía. Cuando uno ha estado viviendo dos o tres meses sin
salir de aquí, sobre todo en invierno, acaba por echar de menos la levita
negra. Y en el tribunal del distrito había levitas, y uniformes, y fracs que
llevaban los juristas, todos ellos hombres cultos con quienes se podía hablar.
Después de haber dormido en un trineo y comido en la cocina, el hecho de
sentarse en un sillón, con ropa limpia, con zapatos blandos, con la cadena del
cargo al pecho... ¡vaya lujo!
En la ciudad me
recibían cordialmente e hice amistades con facilidad. Y de todas éstas la más
íntima y, a decir verdad, la más agradable para mí fue la que entablé con
Luganovich, ayudante del presidente del tribunal del distrito. Ustedes dos lo
conocen: persona sumamente encantadora. Esto fue inmediatamente después de
aquel caso famoso de incendio premeditado. La investigación preliminar había
durado dos días y estábamos agotados. Luganovich me miró y dijo:
-¿Sabe lo que le
digo? Que se venga a comer conmigo.
Aquello era
inesperado, ya que yo conocía poco a Luganovich; sólo oficialmente. Nunca había
estado en su casa. Pasé un momento por la habitación del hotel para mudarme de
ropa y fui a la comida. Y allí se me ofreció la ocasión de conocer a Anna
Alekseyevna, esposa de Luganovich. Ella era entonces muy joven todavía, tendría
no más de veintidós años, y hacía seis meses que había dado a luz a su primer
niño. Esto es ya agua pasada; ahora me costaría trabajo puntualizar qué era
exactamente lo que en ella había de extraordinario, lo que tanto me gustó; pero
entonces, en la comida, todo ello me resultaba clarísimo: veía a una mujer
joven, hermosa, bondadosa, inteligente, fascinante, una mujer como no había
visto nunca antes. En ese momento tuve la sensación de que aquél era un ser muy
allegado a mí y ya conocido, como si ya antes, largo tiempo atrás, en mi
infancia, hubiese visto precisamente ese rostro, esos ojos inteligentes y
atractivos en un álbum que tenía mi madre encima de la cómoda.
En el asunto del
incendio intencionado los procesados eran cuatro judíos acusados de conjura, en
mi opinión sin fundamento alguno. Durante la comida estuve muy agitado e
incómodo. No recuerdo lo que dije, sólo que Anna Alekseyevna sacudía de
continuo la cabeza y decía al marido:
-Dmitri, ¿cómo
puede suceder tal cosa?
Luganovich era una
de esas personas sencillas y de buena índole que se aferran a la opinión de que
cuando un individuo es procesado ello significa que es culpable, y de que sólo
cabe expresar dudas sobre la justicia de una sentencia documentalmente y según
los preceptos legales, pero no durante una comida y en conversación privada.
-Ni usted ni yo
somos culpables de un delito de incendio intencionado -apuntó mansamente-, y ya
ve usted que no estamos procesados ni estamos en la cárcel.
Los dos, marido y
mujer, trataron de hacerme comer y beber lo más posible. Por algún detalle, por
la manera, por ejemplo, en que ambos preparaban juntos el café y el modo en que
se entendían con medias palabras, colegí que vivían en paz y buena compañía y
se alegraban de tener a un invitado. Después de la comida tocaron el piano a
cuatro manos; luego llegó el anochecer y yo me volví al hotel. Esto ocurrió a
comienzos de la primavera. Pasé el verano entero en Sofino, sin salir de allí,
y ni siquiera tuve tiempo para pensar en la ciudad, pero el recuerdo de aquella
mujer rubia y juncal permaneció fijo en mi mente durante todo ese tiempo. No
pensaba en ella, pero era como si su leve sombra estuviese alojada en mí alma.
En las
postrimerías del otoño se dio en la ciudad una función teatral con fines
benéficos. Entré en el palco del gobernador (en el entreacto me habían invitado
a hacerlo); allí vi a Anna Alekseyevna sentada junto a la esposa del
gobernador; y de nuevo tuve la misma impresión, irresistible y sorprendente, de
belleza, de ojos hermosos y acariciantes, y la misma sensación de proximidad.
Me senté junto a ella y luego salimos al vestíbulo.
-Ha adelgazado
usted -me dijo-. ¿Ha estado enfermo?
-Sí, he tenido
reuma en el hombro, y en tiempo lluvioso duermo mal.
-Tiene cara de
fatiga. En la primavera, cuando vino a comer con nosotros, parecía usted más
joven, más brioso. Estaba entonces animado y hablaba mucho; era usted persona
muy interesante, y confieso que me fascinó un poco. Por alguna razón he pensado
en usted a menudo durante el verano, y hoy cuando me preparaba a venir al
teatro se me ocurrió que quizá lo vería.
Y rompió a reír.
-Pero hoy tiene
cara de fatiga -dijo de nuevo-. Eso le hace parecer más viejo.
Al día siguiente
almorcé en casa de los Luganovich. Después del almuerzo salieron para su casa
de verano a fin de cerrarla para el invierno. Fui con ellos. Con ellos también
volví a la ciudad, y a medianoche estuvimos bebiendo té en un ambiente de
hogareña tranquilidad, ante el fuego de la chimenea y mientras la joven madre
iba con frecuencia a ver si dormía su hija. Después de esto, cada vez que iba a
la ciudad nunca dejaba de ir a ver a los Luganovich. Se acostumbraron a mí y yo
me acostumbré a ellos. Por lo común iba a verlos sin anunciárselo, como si
fuera miembro de la familia.
-¿Quién está ahí?
-preguntaba desde una habitación lejana una voz pausada que se me antojaba tan
hermosa.
-Es Pavel
Konstantinych -respondía la doncella o la niñera.
Anna Alekseyevna
salía a verme con cara de alarma y me preguntaba siempre:
-¿Por qué no lo
hemos visto en tanto tiempo? ¿Le ha sucedido algo?
Su mirada, la mano
fina y elegante que me alargaba, su vestido casero, su peinado, su voz, sus
pasos, todo producía siempre en mí la misma impresión de algo nuevo y
extraordinario, de algo muy significativo en mi vida. Hablábamos largo rato y
largo rato callábamos, cada uno pensando sus propios pensamientos; o bien ella
se sentaba a tocar el piano para mí. Si no había nadie en casa me quedaba allí
esperando, hablando con la niñera, jugando con la niña, o me recostaba en el
diván turco del despacho para leer el periódico. Y cuando volvía Anna
Alekseyevna, salía al vestíbulo a recibirla, recogía todas las compras que
había hecho y por alguna razón cargaba con esas compras con tanto amor, con
tanta solemnidad como si fuera un muchacho.
Hay un refrán que
dice: "A la vieja todo le era fácil, por lo que se compró un cerdo".
A los Luganovich todo les era fácil, por lo que entablaron amistad conmigo. Si
pasaba mucho tiempo sin que yo fuera a la ciudad, ello quería decir que estaba
enfermo o que me había ocurrido algo, por lo que ambos quedaban sumamente
preocupados. Les preocupaba que yo, hombre culto, conocedor de lenguas, en vez
de dedicarme a la erudición o la literatura, viviera en el campo, anduviera de
la ceca a la meca, trabajara mucho y nunca tuviera un céntimo. Creían que no
era feliz, que hablaba, reía y comía sólo para ocultar mis penas; y hasta
cuando estaba alegre, cuando me sentía bien, notaba que clavaban en mí miradas
inquisitivas. Mostraban especial ternura cuando me hallaban en verdaderas
dificultades, cuando me apremiaba algún acreedor o no podía pagar a tiempo una
deuda. Ambos, marido y mujer, susurraban algo junto a la ventana, luego se
acercaban a mí y me decían con voz grave:
-Si necesita usted
dinero en este momento, Pavel Konstantinych, mi mujer y yo le rogamos que no se
avergüence de pedírnoslo prestado.
Y se le ponían las
orejas coloradas de la agitación que sentía. O bien, después de hablar en voz
baja junto a la ventana, se me acercaba con las orejas coloradas y decía:
-Mi mujer y yo le
rogamos que acepte este regalo. Y me daban botones de camisa, una pitillera o
una lámpara; y yo por mí parte les mandaba de mi finca pollos, mantequilla y
flores. A propósito, ambos eran personas adineradas. En los primeros días, y a
menudo, pedía dinero prestado donde podía, sin cuidarme mucho de a quién se lo
pedía, pero por nada del mundo se lo hubiera pedido a los Luganovich. En fin, ¿para
qué hablar de ello?
No me sentía
feliz. En casa, en el campo, en el pajar, pensaba en ella, tratando de
comprender el misterio de una mujer joven, hermosa e inteligente que se había
casado con un hombre tan poco interesante, casi un viejo (el marido pasaba de
los cuarenta), y había tenido hijos de él; trataba de comprender el misterio de
ese hombre insulso, bonachón, ingenuo, que juzgaba las cosas con tan fastidioso
buen sentido, que en bailes y veladas se apegaba a las gentes de pro,
distraído, superfluo, con semblante respetuoso, apático, como si le hubieran
traído allí para ponerle en venta, hombre que no obstante se creía con derecho
a ser feliz y tener hijos de ella; y yo seguía empeñado en comprender por qué
ella lo había conocido precisamente a él antes que a mí, y por qué había
ocurrido en nuestras vidas tan horrible equivocación.
Y cada vez que
llegaba a la ciudad veía en los ojos de ella que me había estado esperando; y
ella me confesaba que desde esa mañana había tenido un presentimiento raro,
había adivinado que yo vendría. Hablábamos largo y tendido, callábamos y no nos
confesábamos nuestro amor, sino que lo disimulábamos tímida y celosamente.
Temíamos todo cuanto pudiese revelar nuestro secreto aun a nosotros mismos. Yo
la amaba tierna y hondamente, pero reflexionaba y me preguntaba a qué podría
conducir nuestro amor si no teníamos fuerza bastante para luchar contra él. Me
parecía increíble que este amor mío callado y triste pudiera, de pronto y
brutalmente, romper el curso feliz de la vida de su marido, de sus hijos, de
todo aquel hogar en que tanto me querían y tanto confiaban en mí. ¿Sería ése un
proceder honrado? Ella me seguiría, pero ¿a dónde? ¿A dónde podría llevarla?
Otra cosa sería si mi vida hubiera sido bella e interesante, si yo, por
ejemplo, hubiera estado luchando por la liberación de mi patria, o fuera un
erudito famoso, un actor, un artista. Pero tal como estaban las cosas sería
trasladarla de una vida monótona a otra tan monótona o más que la otra. ¿Y
cuánto tiempo duraría nuestra felicidad? ¿Qué sería de ella si yo cayera
enfermo, o muriera, o simplemente dejáramos de amarnos?
Y ella, por lo
visto, reflexionaba de igual modo. Pensaba en el marido, en los hijos, y en su
madre, quien quería al yerno como a un hijo. Si se rendía a sus sentimientos
tendría que mentir o decir la verdad, y en su situación lo uno y lo otro serían
casos igualmente embarazosos y terribles. Le atormentaba la pregunta de si su
amor me procuraría la felicidad, de si no me complicaría la vida, ya de suyo bastante
dura y llena de toda suerte de apuros. Le parecía que no era bastante joven
para mí, lo bastante laboriosa y enérgica para empezar una nueva vida. Y a
menudo decía al marido que debería casarme con una muchacha honrada e
inteligente que fuera una buena ama de casa y una compañera que me sirviera de
ayuda -y al momento agregaba que una muchacha así a duras penas podría
encontrarse en toda la ciudad.
Mientras tanto
iban pasando los años. Anna Alekseyevna tenía ya dos niños. Cuando yo iba a
casa de los Luganovich los criados me sonreían cordialmente, los niños gritaban
que había llegado el tío Pavel Konstantinych y se me colgaban al cuello. Todo
el mundo se alegraba. No comprendían lo que yo llevaba dentro de mí y creían
que yo también estaba alegre. Todos veían en mí a un sujeto caballeroso, y
todos ellos, personas mayores y niños, tenían la impresión de que el que iba y
venía por la habitación era, en efecto, un sujeto caballeroso. Ello daba a sus
relaciones conmigo un encanto singular, como si mi presencia en sus vidas fuese
también más pura y hermosa.
Anna Alekseyevna y
yo íbamos juntos al teatro, siempre a pie. Nos sentábamos juntos, nuestros
hombros se tocaban. Yo, sin decir nada, tomaba de sus manos los gemelos y en
ese momento sentía que ella estaba muy cerca de mí, que era mía, que no
podíamos vivir uno sin el otro. Pero no sé por qué incomprensión, cuando
salíamos del teatro siempre nos despedíamos y separábamos como si fuéramos
extraños. Sabe Dios lo que la gente de la ciudad estaría ya diciendo de
nosotros, pero en ello no había ni pizca de verdad.
Últimamente Anna
Alekseyevna iba a menudo a estar con su madre o con su hermana. Empezó a
mostrarse desalentada, consciente de que su vida era insatisfactoria, de que la
había malgastado; y entonces no quería ver ni al marido ni a los hijos. Estaba
en tratamiento por trastornos nerviosos.
Seguíamos sin
decirnos nada, y en presencia de extraños ella me mostraba una inexplicable
irritación. Bastaba que yo dijese cualquier cosa para que ella expresara su desacuerdo,
y si yo discutía con alguien ella se ponía de parte de mi rival. Si dejaba caer
algo, ella comentaba fríamente:
-Enhorabuena.
Si olvidaba los
gemelos cuando íbamos al teatro me decía después:
-Ya sabía yo que
los olvidaría.
Por fortuna o
desdicha no hay nada en nuestra vida que no acabe tarde o temprano. Llegó el
momento en que hubimos de separarnos, ya que Luganovich recibió un nombramiento
en una de nuestras provincias occidentales. Tuvieron que vender los muebles,
los caballos, la casa de verano. Cuando fuimos a ésta y luego cuando, al
alejarnos de ella, nos volvimos para echar un último vistazo al jardín y al
techo verde, la tristeza se apoderó de todos nosotros y yo comprendí que había
llegado la hora de despedirse y no sólo de la casa de campo. Quedó acordado que
a fines de agosto iría Anna Alekseyevna a Crimea por mandato de los médicos, y
que poco después Luganovich y los niños saldrían para la provincia occidental.
Había venido mucha
gente a despedir a Anna Alekseyevna. Cuando dijo adiós a su marido y a sus
hijos y sólo quedaba un instante para el tercer toque de campana, corrí a su
compartimento para poner en la red de equipajes una cesta de la que estaba a
punto de olvidarse; y fue necesario despedirme de ella. Cuando allí, en el
compartimento, nuestros ojos se encontraron, nuestra resistencia espiritual se
vino abajo. La abracé, ella apretó su cabeza contra mi pecho y rompió a llorar.
Besando su rostro, sus hombros, sus manos húmedas de llanto -¡ay, qué
desventurados éramos los dos!-, le confesé mí amor, y con ardiente dolor de
corazón comprendí cuan inútil, mezquino y engañoso había sido todo lo que había
impedido que nos amásemos. Comprendí que cuando se ama y se reflexiona sobre
ese amor se debe comenzar por lo que es más alto, por lo que es más importante
que la felicidad o la desdicha, que el pecado o la virtud en su sentido
habitual, o bien no reflexionar en absoluto. La abracé por última vez, le
apreté la mano y nos separamos para siempre. El tren había arrancado ya. Pasé
al compartimiento contiguo -estaba vacío- y me senté en él llorando hasta la
estación siguiente. Desde allí volví a pie a Sofino.
Mientras Aiyohin
contaba esta historia había cesado de llover y salido el sol. Burkin e Ivan
Ivanych salieron al balcón, desde donde se disfrutaba de una hermosa vista del
jardín y el río, que ahora, iluminado por el sol, brillaba como un espejo. La
estuvieron admirando, a la vez que lamentaban que este hombre de ojos
bondadosos e inteligentes, que les había contado su historia con tanta
sencillez, tuviera que dar vueltas como una veleta en esta finca enorme, en vez
de dedicarse a algún trabajo de erudición u ocuparse en cualquier otra cosa que
hubiera hecho su vida más agradable. Y pensaban en el rostro afligido de Anna
Alekseyevna cuando él se despedía de ella en el compartimento y le besaba la
cara y los hombros. Los dos habían tropezado con ella en la ciudad, y Burkin la
había conocido personalmente y la juzgaba hermosa.
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