LOS CLÁSICOS DIVERTIDOS: La importancia de llamarse Ernesto, por Ancrugon – Febrero 2013





A estas alturas supongo que pocos desconoceréis la identidad de este increíble creador que fue Oscar Wilde, un hombre que hizo arte de la provocación, la transgresión y la ruptura de las normas como fe y catecismo de una forma de vida escandalosa, no sólo para su época, no nos equivoquemos, incluso para la actual pues en el fondo seguimos siendo tan trasnochados como entonces…
Oscar Wilde, quien en realidad se llamaba Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde, nació en la católica Irlanda, concretamente en su capital Dublín, cuando esta nación formaba parte del Reino Unido, un 16 de octubre de 1854, sin embargo está considerado dentro de la literatura británica como un miembro destacado del Londres victoriano tardío.
Hombre de aguzado y punzante ingenio, fue el creador de magníficos poemas, de prosa delirante como El retrato de Dorian Gray, El fantasma de Canterville o De profundis, libro éste último que surgió como defensa de la acusación de sodomía hecha por el Noveno Marqués de Queensberry y que le costó dos años de cárcel y trabajos forzados, justo cuando estaba en la cúspide de su carrera literaria, o de obras de teatro memorables dentro de la historia de la dramática universal como El abanico de Lady Windermere, Una mujer sin importancia, Salomé, Un marido ideal y la que nos ocupa, La importancia de llamarse Ernesto.
Nacido en el seno de una familia de intelectuales con relativo éxito entre la sociedad burguesa de la Inglaterra victoriana, fue educado por sus propios padres hasta los diez años y posteriormente enviado a la Port Royal School de Enniskillen (Irlanda), marchando luego a la universidad de Oxford. Contrajo matrimonio con Constance Lloyd, hija de un consejero de la reina, cuando contaba veinticuatro años de edad, con la que tuvo dos hijos, Cyril y Vyvyan, y de quienes se vio forzado a separarse a causa de la acusación de sodomía, perdiendo la patria potestad de los pequeños. Oscar Wilde murió como un indigente en la ciudad de París, con el nombre falso de Sabastián Melmoth, arropado por la caridad de un sacerdote irlandés de la Iglesia de San José.
La importancia de llamarse Ernesto fue su última comedia y está considerada como uno de sus mejores trabajos. La trama de la misma transcurre en la Inglaterra victoriana y fue escrita en el año 1895, una época difícil para la literatura puesto que la prensa especializada y el público consumista estaban cansados de la comodidad y repetición de los autores del momento. Sin embargo Oscar Wilde rompe los moldes imperantes y crea una obra llena de frescura.
En ella, dos jóvenes de clase supuestamente acomodada coinciden en el mismo seudónimo, Ernesto, lo cual no tenía ninguna importancia ni le acarreaba problema alguno, sin embargo, cuando se enamoran de dos muchachas, ellos utilizan ese apodo como su nombre propio lo cual les conduce a una serie de equívocos y situaciones embarazosas a causa de las identidades erróneas.
El tema principal de la obra es la amistad y la falsedad entre dos jóvenes solteros londinenses y la doble vida que llevan. Para ello se inventan nombres e identidades ficticias con intención de cubrir las apariencias dentro del círculo social al que pertenecen. A partir de este equivoco y con el lenguaje mordaz que le caracterizó, Wilde saca toda su artillería de ironía y sarcasmo para atacar a una sociedad caduca y ridícula que se iba devorando a sí misma y desmoronando por momentos. Para ello utiliza como recurso un despliegue de diálogos insustanciales y banales que caracterizaban la hipocresía imperante, como discutir si está de moda merendar tarta o pan con mantequilla a la hora del té, o si los sándwiches llevan o no pepinillo recién cortado.
El propio título es un juego de palabras, puesto que “Earnest” significa “serio, formal, honesto, sincero…” y “Ernest”, que suena igual, es el nombre propio para Ernesto, pero lo graciosos viene al ser éste el nombre empleado por dos hombres que van a mentir sobre sus identidades y que se hacen llamar Ernesto porque quieren enamorar a dos mujeres quienes desean que sus futuros maridos se llamen así, comenzando a partir de ello una cadena de mentiras, enredos, situaciones cómicas, amor y estupidez.
El primer acto se abre cuando Algernon Moncrieff, un joven caballero ocioso y vividor, recibe a su mejor amigo, John Worthing, a quien conoce como Ernesto y que desea pedirle su consentimiento para cortejar a su prima Gwendolen Fairfax. Sin embargo el otro le niega tal consentimiento hasta que no le explique lo que significa la inscripción de su pitillera: “From little Cecily, with her fondest love to her dear Uncle Jack.” Por lo que  John-Ernest se ve obligado a admitir que vive una doble vida. Algernon, por su lado, confiesa un engaño similar: él pretende tener un amigo inválido llamado Bunbury , al que simula "visitar" cada vez que desea evitar una obligación social indeseable. En esas llegan la prima Gwendoolen y su formidable madre Lady Bracknell:


(Entran LADY BRACKNELL y GUNDELINDA.)
LADY BRACKNELL.- Buenas tardes, querido Algernon. Siempre bueno, ¿verdad?
ALGERNON.- Me siento muy bien, tía Augusta.
LADY BRACKNELL.- Lo cual no es lo mismo; me refería yo a la otra bondad. En realidad esas dos cosas van pocas veces juntas. (Ve a JACK y le hace un saludo glacial.)
ALGERNON.- (A GUNDELINDA.) ¡Dios mío, qué elegante estás!
GUNDELINDA.- ¡Yo siempre estoy elegante! ¿No es verdad, míster Worthing?
JOHN.- Es usted absolutamente perfecta, miss Fairfax.
GUNDELINDA.- ¡Oh! Espero no serlo, No tendría entonces ocasión de mejorar y procuro mejorar en muchas cosas. (GUNDELINDA y JACK se sientan juntos en un rincón.)
LADY BRACKNELL.- Siento haber llegado un poco tarde, Algernon, pero no he tenido más remedio que ir a ver a nuestra querida lady Harbury. No había estado allí desde la muerte de su pobre marido. No he visto nunca una mujer tan cambiada; enteramente parece veinte años más joven. Y ahora voy a tomar una taza de té y uno de esos exquisitos sandwiches de pepino que me prometiste.
ALGERNON.- Muy bien, tía Augusta. (Se dirige hacia la mesa del té.)
LADY BRACKNELL.- ¿Quieres venir a sentarte aquí, Gundelinda?
GUNDELINDA.- Gracias, mamá; estoy aquí muy cómoda.
ALGERNON.- (Levantando aterrado la bandeja vacía.) ¡Dios mío! ¡Lane!, ¿cómo no hay aquí sandwiches de pepino? Los encargué especialmente.
LANE.- (Con gran seriedad.) No había pepinos en el mercado esta mañana, señor. He ido dos veces.
ALGERNON.- ¿Que no había pepinos?
LANE.- No, señor. Ni siquiera pagando al contado.
ALGERNON.- Está bien, Lane; gracias.
LANE.- Gracias, señor. (Se va.)
ALGERNON.- Me desconsuela muchísimo, tía Augusta, que no hubiese allí pepinos, ni siquiera pagando al contado.
LADY BRACKNELL.- No importa, Algernon. He tomado unas pastas con lady Harbury, que me parece vive ahora dedicada en absoluto a darse buena vida.
ALGERNON.- He oído decir que se le había vuelto el pelo completamente rubio de pena.
LADY BRACKNELL.- El color ha cambiado realmente. Lo que no sabría decir, como es natural, es la causa de ese cambio. (Algernon cruza la estancia y sirve el té.) Gracias. Tengo un verdadero agasajo para ti esta noche, Algernon. Pienso que hagas compañía a Mary Farquhar. Es una mujer verdaderamente deliciosa ¡y tan cariñosa con su marido! Resulta encantador verlos.
ALGERNON.- Temo, tía Augusta, tener que renunciar al placer de cenar con usted esta noche.
LADY BRACKNELL.- (Frunciendo el ceño.) Espero que no, Algernon. Me desbaratarías la mesa por completo. Tu tío tendría que cenar arriba. Afortunadamente ya está acostumbrado.
ALGERNON.- Es muy fastidioso, y no necesito decirle lo que me contraría, pero el hecho es que acabo precisamente de recibir un telegrama diciéndome que mi pobre amigo Bunbury está otra vez gravísimo. (Cambiando una mirada con JACK.) Creen que debo estar allí con él.
LADY BRACKNELL.- Es muy extraño. Ese míster Bunbury padece una mala salud singularísima.
ALGERNON.- Sí; el pobre Bunbury es un caso desesperado.
LADY BRACKNELL.- Bueno, pues debo decirte, Algernon, que a mi juicio es hora ya de que míster Bunbury se decida por fin a vivir o a morirse. Su indecisión en esto es absurda. No apruebo en modo alguno- la simpatía moderna hacia los enfermos desahuciados. La considero morbosa. La enfermedad, sea la que fuese, no es cosa que debe alentarse en el prójimo. La salud es el primer deber en la vida. Se lo estoy diciendo siempre a tu pobre tío, pero él no parece hacer mucho caso... a juzgar por la leve mejoría que experimenta en sus dolencias. Te quedaría muy obligada si le suplicases a míster Bunbury de mi parte que hiciese el favor de no tener recaída el sábado, pues cuento contigo para preparar mi concierto. Es mi última recepción y necesito algo que anime las conversaciones, sobre todo a fines de temporada cuando la gente ha dicho, realmente todo lo que tenía que decir, lo cual no era mucho, probablemente, en la mayoría de los casos.
ALGERNON.- Hablaré a Bunbury, tía Augusta, si es que no ha perdido aún la cabeza, y creo poder prometerla a usted que estará muy bien el sábado. Claro es que el concierto ofrece grandes dificultades. Mire usted, si se toca buena música, la gente no escucha, y si se toca música mala, la gente no habla. Pero repasaré el programa que he redactado, si quiere usted tener la amabilidad de entrar en la habitación de al lado un momento.
LADY BRACKNELL.- Gracias, Algernon. Eres muy previsor. (Levantándose y siguiendo a ALGERNON.) Estoy segura de que el programa quedará encantador, después de algunos expurgos. No puedo permitir canciones francesas. La gente parece siempre creer que son indecentes, y o ponen unas caras escandalizadas, lo cual es vulgar, o se ríen a carcajadas, lo cual es peor aún. Pero el alemán suena a idioma perfectamente respetable, y realmente yo creo que lo es. Gundelinda, ¿quieres venir conmigo?
GUNDELINDA.- Voy, mamá. (LADY BRACKNELL y ALGERNON pasan a la sala de música. GUNDELINDA se queda atrás.)
JACK.- ¡Qué hermoso día hace, miss Fairfax!
GUNDELINDA.- No me hable usted del tiempo, míster Worthing, se lo ruego. Siempre que una persona me habla del tiempo, tengo la absoluta seguridad de que quiere dar a entender otra cosa. Y eso me pone nerviosísima.
JACK.- Yo quiero dar a entender otra cosa.
GUNDELINDA.- Ya me lo figuraba. Realmente no me equivoco nunca.
JACK.- Y yo quisiera que me fuese permitido aprovechar la ocasión favorable creada por la ausencia momentánea de lady Bracknell...
GUNDELINDA.- Yo le aconsejaría, sin duda, que lo hiciese. Mamá tiene una manera de volver a entrar de repente en una habitación, que me ha obligado a reñirla muchas veces.
JACK.- (Nerviosamente.) Miss Fairfax, desde que la conocí a usted, la admiré más que a ninguna otra muchacha... Desde que la conocí a usted... la conocí...
GUNDELINDA.- Sí, ya estoy perfectamente enterada de eso. Y con frecuencia he deseado que hubiera usted sido más expresivo, en público, por lo menos. Ha tenido usted siempre para mí un encanto irresistible. Aun antes de conocerle, estaba usted lejos de serme indiferente. (JACK la mira atónito.) Vivimos, como usted sabe, míster Worthing, en una época de ideales. Es un hecho que nos recuerdan constantemente en las revistas mensuales más caras, y que ha llegado, según me han dicho, hasta los púlpitos de provincias; y mi ideal ha sido siempre amar a un hombre que se llamase Ernesto. Hay en ese nombre algo que inspira una absoluta confianza. Desde el momento en que Algernon me indicó que tenía un amigo llamado Ernesto, comprendí que estaba destinada a amarle a usted.
JACK.- ¿Me ama usted de verdad, Gundelinda?
GUNDELINDA.- ¡Apasionadamente!
JACK.- ¡Alma mía! No sabe usted lo feliz que me hace.
GUNDELINDA.- ¡Mi Ernesto!
JACK.- ¿Pero no querrá usted realmente decir que no podría amarme si no me llamase Ernesto?
GUNDELINDA.- Pero usted se llama Ernesto.
JACK.- Sí, ya lo sé. Pero suponiendo que me llamase de otro modo, quiere usted decir que entonces la sería imposible amarme?
GUNDELINDA.- (Con volubilidad.) ¡Ah! Eso es evidentemente una especulación metafísica, y como la mayoría de las especulaciones metafísicas tiene muy poca relación con los hechos efectivos de la vida real, tal como los conocemos.
JACK.- Personalmente, amor mío, se lo digo con toda franqueza, me tiene sin cuidado llamarme Ernesto... No creo que ese nombre me siente del todo bien.
GUNDELINDA.- Le sienta a usted perfectamente. Es un nombre divino. Tiene música propia. Produce vibraciones.
JACK.- Pues yo, la verdad, Gundelinda, debo confesar que hay, a mi juicio, una porción de nombres mucho más bonitos. Creo que Jack, por ejemplo, es un nombre encantador.
GUNDELINDA.- ¿Jack?... No; tiene poquísima música ese nombre, si es que realmente tiene alguna. No conmueve. No produce absolutamente ninguna vibración... He conocido varios Jacks, y todos ellos, sin excepción, eran de una fealdad extraordinaria. Además, Jack es el nombre corriente de los infinitos Juanes, criados. Y yo compadezco a toda mujer que se casa con un hombre llamado Juan. Probablemente no la estará permitido conocer jamás el placer arrebatador de un solo momento de soledad. Realmente, el único nombre que merece confianza es Ernesto.
JACK.- Gundelinda, es preciso que vaya a bautizarme..., digo, es preciso que nos casemos inmediatamente. No hay un momento que perder.
GUNDELINDA.- ¿Casarnos, míster Worthing?
JACK.- (Estupefacto.) Naturalmente... Ya sabe usted que la amo, miss Fairfax, y usted me ha hecho creer que yo no la era completamente indiferente.
GUNDELINDA.- Le adoro. Pero usted no se me ha declarado todavía. No me ha hablado usted para nada de casamiento. No se ha tratado ni siquiera de ese asunto.
JACK.- Bueno... ¿Puedo declararme ahora?
GUNDELINDA.- Me parece que sería una ocasión admirable. Y para evitarle toda posible desilusión, míster Worthing, creo leal manifestarle con toda franqueza y de antemano que estoy completamente decidida a decirle que sí.
JACK.- ¡Gundelinda!
GUNDELINDA.- Sí, míster Worthing, ¿qué tiene usted que decirme?
JACK.- Ya sabe usted lo que tengo que decirle.
GUNDELINDA.- Sí, pero usted no lo dice.
JACK.- Gundelinda, ¿quiere usted casarse conmigo? (Se arrodilla.)
GUNDELINDA.- Claro que quiero, vida mía. ¡Cuánto tiempo ha tardado usted en decirlo! Temo que tenga usted muy poca experiencia en materia de declaraciones.
JACK.- No he amado a nadie en el mundo más que a usted, encanto mío.
GUNDELINDA.- Sí, pero los hombres se declaran muchas veces para ejercitarse. Sé que mi hermano Gerardo lo hace. Todas mis amigas me lo dicen. ¡Qué ojos azules más maravillosos tiene usted, Ernesto! Son completamente, completamente azules. Espero que me mirará usted siempre así, sobre todo cuando haya gente delante. (Entra LADY BRACKNELL.)
LADY BRACKNELL.- ¡Míster Worthing! ¡Levántese usted, caballero, de esa postura semiacostada! Es muy indecorosa.
GUNDELINDA.- ¡Mamá! (Él intenta levantarse; ella se lo impide.) Te ruego encarecidamente que te retires. Éste no es tu sitio. Además, míster Worthing no ha acabado del todo.
LADY BRACKNELL.- ¿Acabado el qué, si puedo preguntarlo?
GUNDELINDA.- Soy la prometida de míster Worthing, mamá. (Se levantan ambos.)
LADY BRACKNELL.- Perdona, tú no eres la prometida de nadie. Cuando seas la prometida de alguien, yo, o tu padre, si su salud se lo permite, te lo comunicaremos. Es cosa que debe presentársele a una muchacha como una sorpresa, agradable o desagradable, según los casos. No es asunto que pueda permitírsele arreglar por su cuenta... Y ahora tengo que hacerle a usted unas cuantas preguntas, míster Worthing. Mientras se las hago, espérame abajo en el coche, Gundelinda.
GUNDELINDA.- (En tono de reproche) ¡Mamá!
LADY BRACKNELL.- ¡En el coche, Gundelinda! (Gundelinda se dirige hacia la puerta. Ella y Jack se tiran besos por detrás de lady Bracknell. Lady Bracknell mira vagamente a su alrededor, como intentando comprender qué ruido es aquél. Por último, se vuelve.) ¡Gundelinda, al coche!
GUNDELINDA.- Sí, mamá. (Sale, volviéndose para mirar a Jack.)
LADY BRACKNELL.- (Sentándose.) Puede usted sentarse, míster Worthing. (Saca de su bolsillo un cuadernito de notas y un lápiz.)
JACK.- Gracias, lady Bracknell; prefiero estar de pie.
LADY BRACKNELL.- (Lápiz y cuadernito de notas en mano.) Me creo en la obligación de decirle que no está usted en mi lista de muchachos elegibles, aunque tengo la misma que mi querida duquesa de Bolton. En realidad, operamos juntas. No obstante lo cual estoy completamente dispuesta a anotar el nombre de usted si sus respuestas son las que requiere una madre verdaderamente cariñosa. ¿Fuma usted?
JACK.- Pues bien, sí; debo confesar que fumo.
LADY BRACKNELL.- Me alegro saberlo. Un hombre debe siempre tener una ocupación cualquiera. Hay demasiados hombres ociosos en Londres. ¿Qué edad tiene usted?
JACK.- Veintinueve años.
LADY BRACKNELL.- Una edad excelente para casarse. He sido siempre de opinión de que un hombre que desea casarse, debería saberlo todo o no saber nada ¿Cuál es su caso?
JACK.- (Después de una ligera vacilación.) Yo no sé nada, lady Bracknell.
LADY BRACKNELL.- Me alegro. No consiento la menor intromisión de la ignorancia natural. La ignorancia es como un delicado fruto exótico; se la toca y desaparece la pelusilla. La teoría de la educación moderna es íntegra y radicalmente falsa. Afortunadamente, en Inglaterra al menos, la educación no produce el menor efecto. Si lo produjese, representaría un serio peligro para las clases altas, y daría lugar probablemente a actos de violencia en Grosvenor Square. ¿Qué renta tiene usted?
JACK.- De siete a ocho mil libras al año.
LADY BRACKNELL.- (Tomando nota en su cuadernito.) ¿En tierras o en inversiones?
JACK.- En inversiones, principalmente.
LADY BRACKNELL.- Eso es satisfactorio. Entre los deberes que la esperan a una en el transcurso de la vida y los deberes que la exigen a una después de muerta, la tierra ha dejado de ser en todo caso un beneficio o un placer. Le da a una posición y le impide mantenerla. Eso es todo lo que puede decirse de la tierra.
JACK.- Tengo una casa de campo con unas tierras, anejas a ella, claro es, unas novecientas cuarenta y tantas fanegas, creo yo; pero no depende de eso mi verdadera renta. En realidad, por lo que he podido comprobar, los cazadores furtivos son los únicos que sacan algo de ella.
LADY BRACKNELL.- ¡Una casa de campo! ¿Cuántas alcobas? Bueno, ese punto puede aclararse después. ¿Tiene usted casa en Londres, me figuro? Una muchacha de un carácter tan sencillo y poco maleado, como Gundelinda, no hay que pensar ni por un momento, en que viva en el campo.
JACK.- Sí, tengo una casa en la plaza de Belgravia, pero está alquilada por años a lady Bloxham. Claro es que puedo disponer de ella siempre que quiera, avisando con seis meses de anticipación.
LADY BRACKNELL.- ¿Lady Bloxham? No la conozco.
JACK.- ¡Oh! Sale poquísimo. Es una señora de edad muy avanzada.
LADY BRACKNELL.- ¡Ah! En los tiempos que corren eso no es una garantía de respetabilidad personal. ¿Qué número de la plaza de Belgravia?
JACK.- Ciento cuarenta y nueve.
LADY BRACKNELL.- (Moviendo la cabeza) El lado que no está de moda. Ya me figuraba yo que había algo. Sin embargo, eso podría modificarse fácilmente
JACK.- ¿La moda o el lado?
LADY BRACKNELL.- (Con seriedad.) Supongo que ambos, si es preciso. ¿Qué es usted en política?
JACK.- Pues bien, temo realmente no ser nada. Soy liberal unionista.
LADY BRACKNELL.- ¡Oh! Eso le coloca entre los tories. Cenan con nosotros. O vienen a hacernos la tertulia por la noche en todo caso. Y ahora, vamos a los asuntos secundarios. ¿Sus padres viven?
JACK.- He perdido a mis padres.
LADY BRACKNELL.- Perder a uno de los dos, míster Worthing, puede considerarse como una desgracia; perder a los dos parece una negligencia. ¿Quién era su padre? Evidentemente, un hombre de alguna fortuna. ¿Había nacido en lo que los periódicos radicales llaman la púrpura del comercio, o se había encumbrado en la esfera de la aristocracia?
JACK.- Temo realmente no saberlo. El hecho es, lady Bracknell, que la he dicho que había perdido a mis padres. Estaría más cerca de la verdad diciendo que mis padres parecen haberme perdido... Actualmente no sé quién soy por mi nacimiento. Fui... bueno, fui encontrado.
LADY BRACKNELL.- ¡Encontrado!
JACK.- El difunto míster Thomas Cardew, anciano caballeroso, de carácter muy caritativo y de benévolo, me encontró y me dio el nombre de Worthing, porque la casualidad hizo que tuviera en aquel momento en su bolsillo un billete de primera clase para Worthing. Worthing es un pueblo del condado de Sussex. Es una playa concurrida.
LADY BRACKNELL.- ¿Dónde le encontró a usted ese caballero caritativo que tenía un billete de primera clase para esa playa concurrida?
JACK.- (Gravemente.) En un saco de mano.
LADY BRACKNELL.- ¿En un saco de mano?
JACK.- (Con mucha seriedad.) Sí, lady Bracknell. Estaba yo en un saco de mano -un saco de mano un tanto grande, de cuero negro, con asas-; en fin, un saco de mano corriente.
LADY BRACKNELL.- ¿En qué punto tropezó ese míster James, o Thomas Cardew, con ese saco de mano corriente?
JACK.- En el guardarropa de la estación Victoria. Se lo dieron equivocadamente por el suyo.
LADY BRACKNELL.- ¿En el guardarropa de la estación Victoria?
JACK.- Sí. Línea de Brighton.
LADY BRACKNELL.- La línea no tiene importancia. Míster Worthing, confieso que me siento un poco turbada por lo que acaba usted de decirme. Nacer, o por lo menos haber sido criado en un saco de mano, ya sea con asas o sin ellas, me parece una manifestación de desprecio hacia el decoro de la vida de familia, que recuerda los peores excesos de la Revolución Francesa. ¿Y supongo que sabrá usted adónde condujo aquel desdichado movimiento? En cuanto al sitio exacto en el cual fue encontrado el saco de mano, el guardarropa de una estación de ferrocarril podría servir para ocultar una indiscreción social -y realmente es muy probable que haya sido utilizado para ese fin antes de ahora-, pero no podría, en modo alguno, considerarse como una base segura para cimentar una posición reconocida en la buena sociedad.
JACK.- ¿Puedo preguntarle qué me aconsejaría usted hacer? No necesito decirle que lo haría todo por asegurar la felicidad de Gundelinda.
LADY BRACKNELL.- Le aconsejaría vivamente, míster Worthing, que procurase adquirir algunos parientes lo antes posible, y que hiciera un esfuerzo decisivo para presentar por lo menos a uno de los dos autores de sus días, de cualquier sexo, antes de que haya terminado del todo la temporada.
JACK.- Pues no veo cómo voy a arreglármelas para eso. Puedo presentar el saco de mano en cualquier momento. Lo tengo en mi casa, en mi cuarto de aseo. Creo que podría usted realmente darse por satisfecha con eso, lady Bracknell.
LADY BRACKNELL.- ¡Yo, caballero! ¿Qué tengo yo que ver con eso? ¡No se imaginará usted que yo y lord Bracknell vamos a cometer la locura de casar a nuestra hija única -una muchacha educada con el mayor cuidado-, en un guardarropa ni a contraer parentesco con un bulto de viaje! ¡Buenos días, míster Worthing! (LADY BRACKNELL sale rápidamente con una majestuosa indignación.)
JACK.- ¡Buenos días! (ALGERNON, desde el aposento contiguo, toca una marcha nupcial. JACK, con aire muy furioso, se dirige hacia la puerta.) ¡Por amor de Dios, no toques esa pieza fúnebre, Algy! ¡Qué idiota eres! (Cesa la música y entra ALGERNON, con cara risueña.)
ALGERNON.- ¿Salió todo bien, chico? ¿No irás a decirme que te dio calabazas Gundelinda? Sé que es una costumbre suya. Está siempre rechazando pretendientes. Lo encuentro muy mal en ella.
JACK.- ¡Oh! Con Gundelinda la cosa marcha como sobre ruedas. Por lo que a ella se refiere, somos novios. Su madre es completamente inaguantable. No he tropezado nunca con una Gorgona semejante... En realidad, no sé a qué se parece una Gorgona, pero estoy segurísimo de que lady Bracknell lo es. De todas maneras, es un monstruo, sin ser un mito, lo cual resulta más bien injusto... Perdóname, Algy. Me parece que no debía hablar así de tu tía, delante de ti.
ALGERNON.- ¡Pero, hombre, si a mí me gusta oír maltratar a mis parientes! Es lo único que me los hace soportables. Los parientes son sencillamente un hatajo de gente fastidiosa, que no tiene la más remota noción de cómo hay que vivir, ni el más ligero instinto de cuándo debe morirse.
JACK.- ¡Oh, eso es un disparate!
ALGERNON.- ¡No lo es!
JACK.- Bueno, no quiero discutirlo. Tú siempre necesitas discutirlo todo.
ALGERNON.- Precisamente, para eso están hechas las cosas desde sus orígenes.
JACK.- Te doy mi palabra de que si yo pensase eso me mataría... (Una pausa.) ¿Tú crees, Algy, que hay alguna probabilidad de que Gundelinda llegue a parecerse a su madre dentro de ciento cincuenta años?
ALGERNON.- Todas las mujeres llegan a parecerse a sus madres. Esa es su tragedia. En los hombres, ninguno se parece. Y es la suya.
JACK.- ¡Eso es muy ingenioso!
ALGERNON.- ¡Está perfectamente expresado! Y es tan cierto como puede serlo cualquier observación en la vida civilizada.
JACK.- Estoy harto por completo de inteligencia. Hoy día todo el mundo es inteligente. No puedes ir a ninguna parte sin encontrarte con personas inteligentes. La cosa ha llegado a ser una verdadera calamidad pública. Le pido al cielo que deje unos cuantos tontos.
ALGERNON.- Los hay.
JACK.- Me gustaría muchísimo encontrármelos. ¿De qué hablan?
ALGERNON.- ¿Los tontos? ¡Oh! De los listos, como es natural.
JACK.- ¡Qué tontos!
ALGERNON.- A propósito. ¿Le has dicho a Gundelinda la verdad, que eras Ernesto en Londres y Jack en el campo?
JACK.- (Con marcado aire de protección.) Amigo mío, la verdad no es en absoluto lo que se dice a una muchacha bonita, agradable e inteligente. ¡Qué ideas más extraordinarias tienes sobre la manera de tratar a una mujer!
ALGERNON.- La única manera de tratar a una mujer es hacerla el amor, si es bonita o hacérselo a otra, si es fea.
JACK.- ¡Oh! ¡Esa es una tontería!
ALGERNON.- ¿Y qué le has dicho de tu hermano, del perdido de Ernesto?
JACK.- ¡Oh! Antes de fin de semana me habré desembarazado de él. Diré que ha muerto en París, de apoplejía. Muchísima gente muere de apoplejía de un modo repentino, ¿verdad?
ALGERNON.- Sí, pero es hereditario, chico. Es una de las cosas que vienen de familia. Harías mucho mejor en hablar de un fuerte enfriamiento.
JACK.- ¿Estás seguro de que un fuerte enfriamiento no es hereditario, de que no es nada familiar?
ALGERNON.- Claro que no lo es.
JACK.- Entonces, muy bien. A mi pobre hermano Ernesto se le ha llevado pateta repentinamente, en París, un fuerte enfriamiento. Ya me he desembarazado de él.
ALGERNON.- ¿Pero me parece que dijiste que... miss Cardew demostraba demasiado interés por tu pobre hermano Ernesto? ¿No sufrirá ella mucho con su muerte?
JACK.- ¡Oh! La cosa irá bien. Cecilia, me complace decirlo, no es una muchacha tonta, romántica. Tiene un apetito excelente, da largos paseos y no presta ninguna atención a sus lecciones.
ALGERNON.- Me gustaría realmente conocer a Cecilia.
JACK.- Ya tendré yo buen cuidado de impedírtelo. Es excesivamente bonita y tiene dieciocho años recién cumplidos.
ALGERNON.- ¿Y le has dicho a Gundelinda que tienes una pupila, excesivamente bonita, de dieciocho años recién cumplidos?
JACK.- ¡Oh! Hay que hablar a la gente con consideración. Cecilia y Gundelinda acabarán seguramente por ser íntimas amigas. Te apuesto lo que quieras a que a la media hora de conocerse se llaman mutuamente hermanas.
ALGERNON.- Las mujeres sólo hacen eso después de llamarse otra porción de cosas. Ahora, mi querido amigo, si queremos tener una buena mesa en Willis, necesitamos ir a vestirnos en seguida. ¿Sabes que son cerca de las siete?
JACK.- (En tono irritado.) ¡Oh! Siempre son cerca de las siete.
ALGERNON.- Bueno, pero yo tengo hambre.
JACK.- Sería la primera vez que supiese que no la tenías.
ALGERNON.- ¿Qué vamos a hacer después de cenar? ¿Ir al teatro?
JACK.- ¡Oh, no! Me molesta escuchar.
ALGERNON.- Bueno, iremos al Club.
JACK.- ¡Oh, no! Me es odioso hablar.
ALGERNON.- Bueno, podríamos dar una vuelta por el Empire a las diez.
JACK.- ¡Oh, no! Me resulta insoportable ver cosas. ¡Es tan tonto!
ALGERNON.- Entonces, ¿qué hacemos?
JACK.- ¡Nada!
ALGERNON.- Es penosísimo no hacer nada. Sin embargo, yo no estoy dispuesto a ese penoso trabajo, cuando no tiene algún objeto... (Entra LANE.)
LANE.- Miss Fairfax.
(Entra GUNDELINDA. Sale LANE.)
ALGERNON.- ¡Gundelinda, a fe mía!
GUNDELINDA.- Algy, ten la bondad de volverte de espaldas. Tengo que decir algo muy particular a míster Worthing.
ALGERNON.- Realmente, Gundelinda, no sé si puedo permitir eso de ninguna manera.
GUNDELINDA.- Algy, tú siempre adoptas una actitud rigurosamente inmoral frente a la vida. No eres aún lo suficientemente viejo para eso. (ALGERNON se retira hacia la chimenea.)
JACK.- ¡Vida mía!
GUNDELINDA.- Ernesto, puede que nunca nos casemos. Por la expresión de la cara de mamá, temo que no lo estemos jamás, Hoy día son poquísimos los padres que hacen caso de lo que dicen sus hijos. El antiguo respeto hacia los jóvenes desaparece rápidamente. Si alguna vez tuve cierta influencia sobre mamá, la perdí a los tres años de edad. Pero aunque pueda ella impedirnos llegar a ser marido y mujer, aunque pueda yo casarme con otro y casarme muchas veces, nada de lo que haga podrá alterar mi eterno amor hacia usted.
JACK.- ¡Gundelinda mía!
GUNDELINDA.- La historia de su romántico origen, tal como me la ha relatado mamá, con comentarios desagradables, ha conmovido, como es natural, las fibras más profundas de mi ser. Su nombre de pila tiene un encanto irresistible. La sencillez de su carácter le hace a usted exquisitamente incomprensible para mí. Tengo sus señas de Londres, en Albany. ¿Cuáles son sus señas en el campo?
JACK.- Manor House, Woolton, condado de Hertford. (ALGERNON, que ha estado escuchando atentamente, se sonríe para sí mismo y escribe las señas en un puño de la camisa. Luego coge la Guía de Ferrocarriles.)
GUNDELINDA.- ¿Supongo que habrá un buen servicio de Correos? Puede ser necesario hacer alguna cosa desesperada. Claro es que eso requeriría seria reflexión. Me cartearé con usted a diario.
JACK.- ¡Alma mía!
GUNDELINDA.- ¿Cuánto tiempo permanecerá usted en Londres?
JACK.- Hasta el lunes.
GUNDELINDA.- ¡Bien! Algy, ya puedes volverte.
ALGERNON.- Gracias; ya me he vuelto.
GUNDELINDA.- Puedes también llamar al timbre.
JACK.- ¿Me permitirá usted acompañarla hasta su coche, encanto mío?
GUNDELINDA.- Claro que sí.
JACK.- (A LANE, que acaba de entrar.) Yo acompañaré a miss Fairfax.
LANE.- Bien, señor. (Salen JACK y GUNDELINDA. LANE presenta a ALGERNON varias cartas en una bandeja. Puede suponerse que son facturas, pues ALGERNON, después de mirar los sobres, las rompe.)
ALGERNON.- Una copa de Jerez, Lane.
LANE.- Sí, señor.
ALGERNON.- Mañana, Lane, voy a Bunburyzar.
LANE.- Bien, señor.
ALGERNON.- Probablemente no volveré hasta el lunes. Puede usted prepararme el frac, el smoking y el vestuario completo de Bunbury...
LANE.- Bien, señor, (Deja el Jerez sobre la mesa.)
ALGERNON.- Espero que hará buen día mañana, Lane.
LANE.- Nunca hace buen día, señor.
ALGERNON.- Lane, es usted muy pesimista.
LANE.- Hago lo que puedo para agradar, señor.
(Entra JACK. Sale LANE.)
JACK.- ¡Qué muchacha tan sensata, tan inteligente! La única muchacha que me ha gustado en mi vida. (ALGERNON se ríe a carcajadas.) ¿Qué es lo que te divierte tanto?
ALGERNON.- ¡Oh! Estoy un poco inquieto por ese pobre Bunbury, eso es todo.
JACK.- Si no tienes cuidado, tu amigo Bunbury te meterá en un lío serio algún día.
ALGERNON.- Me gustan los líos. Son las únicas cosas que no han sido nunca serias.
JACK.- ¡Oh! Esas son tonterías, Algy. No dices nunca más que tonterías.
ALGERNON.- Nadie hace otra cosa. (JACK le mira con indignación y sale del cuarto. Algernon enciende un cigarrillo, lee lo que ha escrito en el puño de su camisa y sonríe.)




El acto segundo se traslada a casa de campo de Jack, la casa solariega en Woolton, Hertfordshire, donde Cecilia se encuentra estudiando con su institutriz, miss Prism. Algernon llega, haciéndose pasar por Ernest Worthing, y pronto enamora a Cecily. La muchacha, hasta ahora fascinada por el hermano ausente, el garbanzo negro del tío Jack, está predispuesta a creer en el papel de Algernon como Ernesto con cuyo nombre está particularmente encariñada. Por lo que, Algernon quiere hablar con el rector, Dr. Chasuble , para que le rebautice con el nombre de "Ernest".
Jack, por su parte, ha decidido abandonar su doble vida. Llega de riguroso luto y anuncia la muerte de su hermano en París de un frío intenso:


(Entra JACK muy despacio por el fondo del jardín. Viene vestido de luto riguroso, con una gasa negra sobre la cinta del sombrero y guantes negros.)
MISS PRISM.- ¡Míster Worthing!
CASULLA.- ¿Míster Worthing?
MISS PRISM.- Esto es realmente una sorpresa. No le esperábamos a usted hasta el lunes por la tarde.
JACK.- (Estrechando la mano de MISS PRISM con ademán trágico.) He regresado antes de lo que esperaba. ¿Supongo que estará usted bien, doctor Casulla?
CASULLA.- Mi querido míster Worthing, ¿espero que ese traje de luto no significará ninguna terrible calamidad?
JACK.- Mi hermano.
MISS PRISM.- ¿Más deudas vergonzosas, más locuras?
CASULLA.- ¿Sigue haciendo siempre su vida de placer?
JACK.- (Inclinando la cabeza.) ¡Muerto!
CASULLA.- ¿Ha muerto su hermano Ernesto?
JACK.- Del todo.
MISS PRISM.- ¡Qué lección para él! Espero que le servirá.
CASULLA.- Míster Worthing, le doy a usted mi sincero pésame. Tiene usted al menos el consuelo de saber que fue usted siempre el más generoso y el más indulgente de los hermanos.
JACK.- ¡Pobre Ernesto! Tenía muchos defectos, pero es un golpe doloroso, muy doloroso.
CASULLA.- Muy doloroso, en efecto. ¿Estaba usted con él en sus últimos momentos?
JACK.- No. Ha muerto en el extranjero; en París, sí. Recibí anoche un telegrama del gerente del Gran Hotel.
CASULLA.- ¿Indicaba la causa de la muerte?
JACK.- Un fuerte enfriamiento, según parece.
MISS PRISM.- Cada hombre recoge lo que siembra.
CASULLA.- (Levantando la mano.) ¡Caridad, mi querida miss Prism; caridad! Ninguno de nosotros es perfecto. Yo mismo tengo una debilidad especial por el juego de las damas. ¿Y el entierro, tendrá lugar aquí?
JACK.- No. Parece ser que expresó el deseo de que le enterrasen en París.
CASULLA.- ¡En París! (Moviendo la cabeza.) Temo que ese detalle indique la poca sensatez de su estado de ánimo en los últimos momentos. Deseará usted, sin duda, que haga yo el domingo próximo alguna ligera alusión a esta desgracia doméstica. (JACK le aprieta la mano convulsivamente.) Mi sermón sobre el significado del maná en el desierto puede adaptarse a casi todas las situaciones alegres o, como en el presente caso, luctuosas. (Todos suspiran.) Lo he predicado en fiestas de segadores, en bautizos, confirmaciones, días de penitencia y días solemnes. La última vez que lo pronuncié fue en la Catedral, como sermón de caridad a beneficio de la preventiva contra el descontento entre las clases altas. Al obispo, que estaba presente, le causaron mucha impresión algunas de las comparaciones que hice.
JACK.- ¡Ah! ¿No ha hablado usted de bautizos, doctor Casulla? Porque eso me recuerda una cosa. ¿Supongo que sabrá usted bautizar muy bien? (El doctor CASULLA se queda estupefacto.) Quiero decir como es natural, que estará usted bautizando continuamente, ¿no es eso?
MISS PRISM.- Siento decir que ese es uno de los deberes más constantes del rector en esta parroquia. Yo he hablado más de una vez a las clases menesterosas sobre ese asunto. Pero parecen ignorar lo que es economía.
CASULLA.- Pero, ¿hay algún niño determinado por quien se interesa usted, míster Worthing? Su hermano creo que era soltero, ¿verdad?
'JACK.- ¡Oh, sí!
MISS PRISM.- (Con amargura.) La gente que vive únicamente para el deleite lo suele ser.
JACK.- Pero no es para ningún niño, mi querido doctor. Me gustan mucho los niños. ¡No! El caso es que quisiera yo ser bautizado esta tarde, sí no tiene usted nada mejor que hacer.
CASULLA.- ¿Pero seguramente, míster Worthing, estará usted ya bautizado?
JACK.- No recuerdo absolutamente nada.
CASULLA.- ¿Pero tiene usted alguna duda importante sobre eso?
JACK.- Creo tenerla. Claro es que no sé si la cosa le molestará a usted si le parezco ya un poco viejo.
CASULLA.- No, por cierto. La aspersión y hasta la inmersión de los adultos son prácticas, perfectamente canónicas.
JACK.- ¡La inmersión!
CASULLA.- No tenga usted cuidado. Basta con la aspersión, y es inclusive lo que le aconsejo. ¡Está el tiempo tan variable! ¿A qué hora desea usted que se efectúe la ceremonia?
JACK.- ¡Oh! Podríamos quedar en las cinco, si a usted le conviene.
CASULLA.- ¡Perfectamente, perfectamente! Tengo además otras dos ceremonias similares a esa hora. Han nacido recientemente dos gemelos en una de las quintas alejadas de la finca de usted. El pobre Jenkins, el carretero, es un hombre que trabaja de firme.
JACK.- ¡Oh! No me parece muy chistoso ser bautizado en compañía de otros rorros. Sería infantil. ¿Le parecería a usted bien a las cinco y media?
CASULLA.- ¡Admirablemente! ¡Admirablemente! (Saca el reloj.) Y ahora, mi querido míster Worthing, no quiero molestar más tiempo en su casa, sumida en la pesadumbre. Le aconsejaría tan solo que no se dejase abatir demasiado por el dolor. Las que nos parecen pruebas amargas, son muchas veces beneficios disfrazados.
MISS PRISM.- Esto me parece un beneficio evidente. (Entra CECILIA, que viene de la casa.)
CECILIA.- ¡Tío Jack! ¡Oh! Me alegro muchísimo de verle a usted ya de vuelta. ¡Pero qué traje tan horrible se ha puesto usted! Vaya usted a cambiar de ropa.
MISS PRISM.- ¡Cecilia!
CASULLA.- ¡Hija mía! ¡Hija mía! (CECILIA se dirige hacia JACK; éste la besa en la frente con aire melancólico.)
CECILIA.- ¿Qué ocurre, tío Jack? ¡Póngase usted alegre! Parece que tiene usted dolor de muelas. ¡Qué sorpresa le preparo! ¿Quién cree usted que está en el comedor? ¡Su hermano!
JACK.- ¿Quién?
CECILIA.- Su hermano Ernesto. Ha llegado hace una media hora.
JACK.- ¡Qué disparate! Yo no tengo hermano.
CECILIA.- ¡Oh, no diga usted eso! Por mal que se haya portado con usted anteriormente, no por eso deja de ser su hermano. No es posible que tenga usted tan poco corazón como para renegar de él. Voy a decirle que salga. Y le dará usted la mano, ¿verdad, tío Jack? (Corriendo, vuelve a entrar en la casa.)
CASULLA.- Estas sí que son noticias alegres.
MISS PRISM.- Después de estar todos nosotros resignados a su pérdida, ese retorno inesperado me parece singularmente calamitoso.
JACK.- ¿Que mi hermano está en el comedor? No sé qué querrá decir todo esto. Lo encuentro completamente absurdo.
(Entran ALGERNON y CECILIA, cogidos de la mano. Se dirigen muy despacio hacia JACK.)
JACK.- ¡Santo Dios! (Con un gesto ordena a ALGERNON que se marche.)
ALGERNON.- Hermano John, he venido desde Londres para decirte que siento muchísimo todos los disgustos que te he dado y que estoy decidido a enmendarme por completo en lo sucesivo. (JACK le mira con ojos furibundos y no le tiende la mano.)
CECILIA.- Tío Jack, ¿no irá usted a negarle la mano a su propio hermano?
JACK.- Nada me moverá a estrechar su mano. Su venida aquí me parece ignominiosa. Él sabe muy bien por qué.
CECILIA.- Tío Jack, sea usted bueno. Siempre hay algo bueno en todo el mundo. Ernesto me hablaba precisamente de su pobre amigo paralítico, míster Bunbury, al que visita con mucha frecuencia. Y seguramente tiene que haber mucha bondad en quien la tiene con un enfermo, y renuncia a los placeres de Londres para sentarse junto a un lecho de dolor.
JACK.- ¡Oh! Ha estado hablando de Bunbury, ¿verdad?
CECILIA.- Sí, me ha contado todo cuanto se refiere a ese pobre míster Bunbury, y a su terrible estado de salud.
JACK.- ¡Bunbury! Bueno, pues no quiero que vuelva a hablarte de Bunbury ni de nada. ¡Es para volverse completamente loco!
ALGERNON.- Reconozco, naturalmente, que es mía toda la culpa. Pero debo decir, y así lo creo, que la frialdad de mi hermano John me es particularmente dolorosa. Yo esperaba una acogida más calurosa, sobre todo teniendo en cuenta que es la primera vez que vengo aquí.
CECILIA.- Tío Jack, si no le da usted la mano a Ernesto, no se lo perdonaré nunca.
JACK.- ¿No me perdonarás nunca?
CECILIA.- ¡Nunca, nunca, nunca!
JACK.- Bueno, es la última vez que lo hago. (Le da la mano a ALGERNON, mirándole con ojos llameantes.)
CASULLA.- ¿Es muy agradable, verdad, presenciar una reconciliación tan perfecta? Yo creo, que podíamos dejar solos a los dos hermanos.
MISS PRISM.- Cecilia, ¿tendrá usted la bondad de venirle con nosotros?
CECILIA.- Claro que sí, miss Prism. Mi pequeño trabajo de reconciliación ha terminado.
CASULLA.- Ha realizado usted una acción muy hermosa, hija mía.
MISS PRISM.- No debemos ser prematuros en nuestros juicios.
CECILIA.- Me siento muy dichosa.
(Salen todos; menos JACK y ALGERNON.)
JACK.- Y tú, Algy, joven sinvergüenza, tienes que marcharte de aquí lo antes posible. ¡No permito ningún Bunburysmo aquí!
(Entra MERRIMAN.)
MERRIMAN.- He puesto las cosas de míster Ernesto en la habitación contigua a la del señor. ¿Supongo que estará bien?
JACK.- ¿El qué?
MERRIMAN.- El equipaje de míster Ernesto. Lo he desempaquetado y lo he puesto en la habitación contigua a la del señor.
JACK.- ¿Su equipaje?
MERRIMAN.-' Sí, señor. Tres maletas, un neceser de viaje, dos sombrereras y una fiambrera grande.
ALGERNON.- Temo no poder quedarme más de una semana.
JACK.- Merriman, mande usted enganchar el coche en seguida. Míster Ernesto tiene que regresar repentinamente a Londres.
MERRIMAN.- Bien, señor. (Vuelve a la casa.)
ALGERNON.- ¡Qué mentiroso más tremendo eres, Jack! Yo no tengo que regresar a Londres en absoluto.
JACK.- Ya lo creo que tienes que regresar.
ALGERNON.- No sabía yo que me llamaba nadie.
JACK.- Tu deber de caballero te llama allí.
ALGERNON.- Mi deber de caballero no se ha metido nunca para nada en mis diversiones.
JACK.- Lo comprendo perfectamente.
ALGERNON.- Además, Cecilia es encantadora.
JACK.- No tienes que hablar así de miss Cardew. Me desagrada muchísimo.
ALGERNON.- Bueno, y a mí no me gusta nada tu traje. Te da un aspecto muy ridículo. ¿Por qué demonios no vas a cambiarte de ropa? Resulta una completa niñería ponerse de luto riguroso por un hombre que va a pasarse de hecho una semana entera contigo, en tu casa, en calidad de huésped. Yo lo califico de grotesco. JACK. -Ten la seguridad de que no te pasas conmigo una semana entera ni como huésped ni como nada. Tienes que marcharte... en el tren de las cuatro y cinco.
ALGERNON.- Ten la seguridad de que yo no me marcho de tu casa mientras estés de luto. Sería la mayor falta de amistad. Supongo que si estuviera yo de luto te quedarías acompañándome, y si no lo hacías me parecería una gran falta de cariño.
JACK.- Bueno; ¿te marcharás si me cambio de traje?
ALGERNON.- Sí, con tal de que no tardes demasiado. No he visto nunca a nadie que tarde tanto en vestirse y con tan pobre resultado.
JACK.- Pues, después de todo, mejor es eso que no ir siempre tan excesivamente elegante como tú.
ALGERNON.- Si algunas veces voy excesivamente elegante, lo compenso siendo siempre excesivamente educado.
JACK.- Tu vanidad es ridícula, tu conducta un ultraje y tu presencia en mi jardín completamente absurda. Sea como fuere, tendrás que tomar el tren de las cuatro y cinco y te desearé buen viaje hasta Londres. Este Bunburysmo, como tú lo llamas, no ha sido un gran éxito para ti. (Se interna en la casa.)
ALGERNON.- Pues yo creo que ha sido un gran éxito. ¡Estoy enamorado de Cecilia, y esto es todo! (Entra CECILIA por el fondo del jardín. Coge la regadera y se pone a regar las flores.) Pero es preciso que la vea antes de irme, y que lo prepare todo para otro Bunbury. ¡Ah, hela aquí!
ALGERNON.- ¡Oh! No he vuelto más que a regar las rosas. Creí que estaba usted con el tío Jack.
ALGERNON.- Ha ido a decir que enganchen el coche para mí.
CECILIA.- ¡Ah! ¿Va a llevarle a usted a dar un buen paseo?
ALGERNON.- Va a echarme.
CECILIA.- Entonces, ¿tenemos que separarnos?
ALGERNON.- Eso temo. Es una separación muy dolorosa.
CECILIA.- Siempre es doloroso separarse de las personas que ha conocido uno recientemente. La ausencia de los antiguos amigos puede sobrellevarse con serenidad. Pero una separación, aun siendo momentánea, de una persona que acaban de presentarnos, es casi intolerable.
ALGERNON.- Gracias.
(Entra MERRIMAN.)
MERRIMAN.- El coche está en la puerta, señor. (ALGERNON mira suplicante a CECILIA.)
CECILIA.- Diga usted que espere... cinco minutos, Merriman.
MERRIMAN.- Bien, miss.
(Sale MERRIMAN.)
ALGERNON.- Espero, Cecilia, que no la ofenderé si la declaro con toda franqueza, abiertamente, que me parece usted por todos estilos la personificación visible de la perfección absoluta.
CECILIA.- Creo que su franqueza le honra mucho, Ernesto. Si usted me lo permite, copiaré sus observaciones en mi diario. (Va hacia la mesa y se pone a escribir en el diario.)
ALGERNON.- ¿Lleva usted de verdad un diario? Daría cualquier cosa por echarle un vistazo. ¿Me deja usted?
CECILIA.- ¡Oh, no! (Coloca su mano sobre el diario.) Comprenderá usted que esto es, sencillamente, la relación de los pensamientos e impresiones de una muchacha muy joven, y que está hecho, por consiguiente, con la intención de publicarlo. Cuando aparezca en volumen, espero que pedirá usted un ejemplar. Pero continúe usted, Ernesto; se lo ruego. Me encanta escribir al dictado. Me he quedado en «perfección absoluta». Puede usted continuar. Estoy dispuesta a seguir escribiendo.
ALGERNON.- (Algo cortado.) ¡Ejem! ¡Ejem!
CECILIA.- ¡Oh, no tosa usted, Ernesto! Cuando se dicta hay que hablar con soltura y sin toser. Además, no sé cómo se escribe tos. (Va escribiendo a medida que habla ALGERNON.)
ALGERNON.- (Hablando muy de prisa.) Cecilia, desde que contemplé por primera vez su maravillosa e incomparable belleza, me he atrevido a amarla a usted locamente, apasionadamente, fervorosamente, desesperadamente.
CECILIA.- Yo creo que no debía usted decirme que me ama locamente, apasionadamente, fervorosamente, desesperadamente. Desesperadamente parece no tener mucho sentido, ¿verdad?
ALGERNON.- ¡Cecilia! (Entra MERRIMAN.)
MERRIMAN.- Señor, el coche está esperando.
ALGERNON.- Dígale usted que vuelva la semana próxima, a la misma hora.
MERRIMAN.- (Mirando a CECILIA, que no le hace ningún caso.) Bien, señor. (Vase MERRIMAN.)
CECILIA.- El tío Jack se disgustaría mucho si supiese que iba usted a quedarse hasta la semana próxima, a la misma hora.
ALGERNON.- ¡Oh! Me tiene sin cuidado Jack. No me preocupa nadie en el mundo entero más que usted. La amo, Cecilia. ¿Quiere usted casarse conmigo?
CECILIA.- ¡Tontín! Claro que sí. ¡Como que somos novios hace ya tres meses!
ALGERNON.- ¿Hace ya tres meses?
CECILIA.- Sí, el jueves hará tres meses justos.
ALGERNON.- Pero, ¿y cómo nos hemos hecho novios?
CECILIA.- Pues desde que el querido tío Jack nos confesó que tenía un hermano menor que era muy malo y muy perdido, se convirtió usted, naturalmente, en el tema principal de las conversaciones entre miss Prism y yo. Y claro es que un hombre de quien se habla mucho resulta siempre muy atrayente. Siente una que debe haber algo en él, después de todo. Confieso que fue una necedad mía, pero me enamoré de usted, Ernesto.
ALGERNON.- ¡Vida mía! ¿Y cuándo empezó, realmente, el noviazgo?
CECILIA.- El jueves 14 de febrero último. Cansada de que ignorase usted por completo mi existencia, decidí acabar de un modo o de otro, y después de una larga lucha conmigo misma, le dije a usted que sí, debajo de ese añoso y amado árbol. Al día siguiente compré este pequeño anillo en nombre de usted y esta es la pulsera con el verdadero lazo del amor que le he prometido a usted llevar siempre.
ALGERNON.- ¿Y se la di yo a usted? Es muy bonita, ¿verdad?
CECILIA.- Sí, tiene usted un gusto admirable, Ernesto. Esa es la disculpa que yo he dado siempre a la mala vida que llevaba usted. Y esta es la cajita en donde guardo todas sus amadas cartas. (Se arrodilla ante la mesa, abre la caja y enseña unas cartas atadas con una cinta azul.)
ALGERNON.- ¡Mis cartas! ¡Pero mi encantadora Cecilia, si yo no la he escrito a usted jamás ninguna carta!
CECILIA.- No necesita usted recordármelo, Ernesto. Demasiado bien sé que he tenido que escribirlas por usted. Escribía siempre tres veces por semana y algunas veces más.
ALGERNON.- ¡Oh! ¿Me deja usted que las lea?
CECILIA.- ¡Imposible! Se pondría usted demasiado engreído. (Vuelve a colocarlas en la caja.) Las tres que me escribió usted después que reñimos son tan hermosas y con tan mala ortografía, que aun ahora mismo no puedo leerlas sin llorar un poco.
ALGERNON.- ¿Pero es que hemos reñido alguna vez?
CECILIA.- Claro. El día 22 del pasado marzo. Puede usted verlo aquí anotado, si quiere. (Enseñándole el diario.) «Hoy he roto con Ernesto. Comprendo que es preferible esto. El tiempo, hasta ahora, continúa encantador.»
ALGERNON.- Pero, ¿por qué demonios rompió usted conmigo? ¿Qué había yo hecho? Absolutamente nada. Cecilia, me duele muchísimo oírla a usted decir que hemos reñido. Sobre todo, estando el tiempo tan encantador.
CECILIA.- Hubiera sido un noviazgo muy poco serio si no hubiéramos reñido una vez por lo menos. Pero le perdoné a usted antes de acabar la semana.
ALGERNON.- (Yendo hacia ella y arrodillándose a sus pies.) ¡Qué ángel de perfección es usted, Cecilia!
CECILIA.- ¡Ah, qué muchacho más romántico! (Él la besa y ella le acaricia los cabellos.) Supongo que el ondulado de su pelo es natural, ¿verdad?
ALGERNON.- Sí, alma mía; con una pequeña ayuda ajena.
CECILIA.- Me alegro muchísimo.
ALGERNON.- ¿No volverá usted nunca a reñir conmigo, Cecilia?
CECILIA.- No creo que podría reñir con usted ahora que le he conocido auténticamente. Además, hay la cuestión del nombre, como es natural.
ALGERNON.- (Nerviosamente.) Sí, sí, naturalmente.
CECILIA.- No se ría usted de mí, amor mío, pero siempre fue uno de mis sueños de niña amar a un hombre que se llamase Ernesto. (ALGERNON se levanta y Cecilia también.) Hay algo en ese nombre que parece inspirar absoluta confianza. Compadezco a las pobres mujeres casadas cuyos maridos no se llamen Ernesto.
ALGERNON.- Pero, niñita adorada, ¿no querrá usted decir que no podría amarme si me llamase de otra manera?
CECILIA.- ¿Pero qué nombre?
ALGERNON.- ¡Oh! El que usted quiera... Algernon... por ejemplo...
CECILIA.- Pues no me gusta el nombre de Algernon.
ALGERNON.- No veo realmente, adorada mía, encanto, chiquilla de mi alma, qué tiene usted que objetar al nombre de Algernon. Es un nombre nada feo. En realidad, es por el contrario un nombre aristocrático. La mitad de los muchachos que comparecen ante el Tribunal de Quiebras se llamen Algernon. Pero en serio, Cecilia... (Acercándose a ella.) Si me llamase Algy, ¿no podría usted amarme?
CECILIA.- (Levantándose.) Podría respetarle a usted, Ernesto; podría admirar su carácter, pero me temo que no sería capaz de concederle mi atención íntegra.
ALGERNON.- ¡Ejem! ¡Cecilia! (Cogiendo su sombrero.) ¿Supongo que el párroco de aquí estará muy ducho en la práctica y en todos los ritos y ceremonias de la Iglesia?
CECILIA.- ¡Oh, sí! El doctor Casulla es un hombre doctísimo. No ha escrito jamás un solo libro, así es que puede usted figurarse lo mucho que sabe.
ALGERNON.- Necesito verle en seguida para un bautizo importantísimo..., digo para un asunto importantísimo.
CECILIA.- ¡Oh!
ALGERNON.- Estaré ausente media hora nada más.
CECILIA.- Teniendo en cuenta que somos novios desde el jueves 14 de febrero, y que le he conocido a usted por primera vez, creo que sería más bien molesto que me dejase usted sola por un tiempo tan largo como media hora. ¿No podría usted dejarlo en veinte minutos?
ALGERNON.- Vuelvo dentro de nada. (La besa y sale corriendo por el jardín.)
CECILIA.- ¡Qué muchacho más impetuoso es! ¡Me gusta tanto su pelo! Tengo que apuntar su declaración en mi diario. (Entra MERRIMAN.)
MERRIMAN.- Miss Fairfax acaba de llegar y quiere ver a míster Worthing. Es para un asunto importantísimo, según dice.
CECILIA.- ¿No está míster Worthing en su biblioteca?
MERRIMAN.- Míster Worthing salió en dirección a la parroquia, hace ya un rato.
CECILIA.- Dígale usted a esa señora que tenga la bondad de venir aquí. Míster Worthing volverá seguramente en seguida. Y puede usted traer el té.
MERRIMAN.- Bien, señorita. (Sale.)
CECILIA.- ¡Miss Fairfax! Supongo que será una de esas infinitas buenas señoras de edad madura que colaboran con el tío Jack en alguna de sus obras filantrópicas de Londres. No me gustan mucho las mujeres que toman parte en obras filantrópicas. Las encuentro muy atrevidas. (Entra MERRIMAN.)
MERRIMAN.- Miss Fairfax. (Entra GUNDELINDA. Sale MERRIMAN.)
CECILIA.- (Yendo a su encuentro.) Permítame que me presente a usted yo misma. Me llamo Cecilia Cardew.
GUNDELINDA.- ¿Cecilia Cardew? (Dirigiéndose hacia ella y estrechándola la mano.) ¡Qué nombre más encantador! Algo me dice que vamos a ser grandes amigas. Siento por usted un afecto indecible. Mi primera impresión ante la gente no me engaña nunca.
CECILIA.- ¡Qué amable es semejante afecto por su parte, dado el poco tiempo, relativamente, que nos conocemos! Siéntese usted, se lo ruego.
GUNDELINDA.- (Sigue de pie.) ¿Puedo llamarla a usted Cecilia, verdad?
CECILIA.- ¡Con mucho gusto!
GUNDELINDA.- ¿Y usted me llamará siempre Gundelinda, verdad?
CECILIA.- Si usted quiere.
GUNDELINDA.- Entonces está convenido, ¿no es eso?
CECILIA.- Tal creo. (Una pausa. Siéntanse las dos juntas.)
GUNDELINDA.- Quizá sea ésta la ocasión de decirle quién soy. Mi padre es lord Bracknell. ¿Supongo que no habrá usted oído nunca hablar de papá?
CECILIA.- No creo.
GUNDELINDA.- Fuera del círculo de su familia, papá, me complace decirlo, es completamente desconocido. Yo encuentro que así debe ser. El hogar me parece la esfera natural del hombre. Y realmente, en cuanto el hombre empieza a descuidar sus deberes domésticos se vuelve dolorosamente afeminado, ¿no es cierto? Y eso a mí no me gusta. ¡Hace a los hombres tan atractivos! Cecilia, mamá, que tiene unas ideas muy rígidas sobre la educación, me ha enseñado a ser de una miopía extraordinaria, ¡es una de las partes de su sistema! ¿No la molestará a usted, por lo tanto, que la mire con mis impertinentes?
CECILIA.- ¡Oh! Nada absolutamente, Gundelinda. Me gusta muchísimo que me miren.
GUNDELINDA.- (Después de examinar minuciosamente a CECILIA con sus impertinentes.) ¿Supongo que estará usted aquí de visita?
CECILIA.- ¡Oh, no! Vivo aquí.
GUNDELINDA.- (Con severidad.) ¿De verdad? ¿Sin duda su madre o alguna parienta de edad avanzada reside también aquí?
CECILIA.- ¡Oh, no! No tengo madre, ni, en realidad, ningún pariente.
GUNDELINDA.- ¿Es posible?
CECILIA.- Mi querido tutor, con ayuda de miss Prism, asume la ardua tarea de velar por mí.
GUNDELINDA.- ¿Su tutor?
CECILIA.- Sí, soy la pupila de míster Worthing.
GUNDELINDA.- ¡Oh! Es raro que no me haya dicho nunca que tenía una pupila. ¡Qué reservado es! Cada hora que pasa resulta más interesante. Sin embargo, no creo que la noticia me inspire un sentimiento de alegría sin mezcla. (Levantándose y yendo hacia ella.) La estimo a usted mucho, Cecilia; ¡la estimé desde el primer momento en que la vi! Pero me veo en la obligación de decirla que ahora que sé que es usted la pupila de míster Worthing, no puedo dejar de expresar el deseo de que fuese usted... vamos, un poco más vieja de lo que parece... y no tan seductora de aspecto. En resumen, y si puedo hablar con entera franqueza...
CECILIA.- ¡Hable usted, se lo ruego! Yo creo que cuando tiene uno algo desagradable que decir, hay que ser siempre franco.
GUNDELINDA.- Bueno, pues hablando con entera franqueza, Cecilia, hubiera yo querido que tuviese usted cuarenta y dos años cumplidos y que fuera más fea de lo que se suele ser a esa edad. Ernesto tiene un carácter enérgico y recto. Es la esencia misma de la verdad y del honor. La deslealtad le sería tan imposible como el engaño. Pero hasta los hombres que tienen el espíritu más noble que pueda existir, son sumamente sensibles a la influencia de los encantos físicos de los demás. La Historia moderna, lo mismo que la antigua, nos proporciona un gran número de lamentables ejemplos del caso a que me refiero. Si no fuera así, realmente, la Historia sería completamente ilegible.
CECILIA.- Usted perdone, Gundelinda. ¿Ha dicho usted Ernesto?
GUNDELINDA.- Sí.
CECILIA.- Pero mi tutor no es míster Ernesto Worthing. Es su hermano..., su hermano mayor.
GUNDELINDA.- (Sentándose de nuevo.) Ernesto no me ha dicho nunca que tuviese un hermano.
CECILIA.- Siento decir que durante mucho tiempo no han estado en buenas relaciones.
GUNDELINDA.- ¡Ah! Eso lo explica todo. Y ahora que pienso, no he oído nunca a nadie hablar de su hermano. El tema parecía desagradable por lo visto a la mayoría de la gente. Cecilia, me ha quitado usted un gran peso de encima. Empezaba a sentirme casi inquieta. Hubiera sido terrible que una nube cualquiera empañase una amistad como la nuestra, ¿no le parece? Dígame: ¿está usted segura, completamente segura, de que míster Ernesto Worthing no es su tutor?
CECILIA.- Completamente segura. (Una pausa.) En realidad voy yo a ser su tutora.
GUNDELINDA.- (Con tono interrogador.) ¿Me hace usted el favor de repetirlo?
CECILIA.- (Con cierta timidez y confidencialmente.) Mi querida Gundelinda, no hay razón alguna para que le guarde a usted un secreto. Nuestro periodiquito local recogerá seguramente la noticia la semana próxima. Míster Ernesto Worthing y yo somos novios y nos casaremos.
GUNDELINDA.- (Levantándose, muy cortésmente.) Mi querida Cecilia, creo que debe haber en eso algún pequeño error. Míster Ernesto Worthing es mi prometido. La noticia aparecerá en el Morning Post del sábado, lo más tarde.
CECILIA.- (Muy cortésmente, levantándose.) Temo que esté usted ligeramente equivocada. Ernesto se me ha declarado hace diez minutos justos. (Enseña su diario.)
GUNDELINDA.- (Examinando atentamente el diario con los impertinentes puestos) Es realmente curiosísimo, pues me rogó que fuese su esposa ayer tarde, a las cinco y media. Si quiere usted comprobar el hecho, hágalo, se lo ruego. (Sacando su propio diario.) No viajo jamás sin mi diario. Debe una llevar siempre algo sensacional para leer en el tren. Sentiría mucho, querida Cecilia, que esto pudiese causarla alguna decepción, pero creo que mi derecho es preeminente.
CECILIA.- Lamentaría de un modo indecible, mi querida Gundelinda, tener que causarla algún dolor moral o físico, pero me creo en la obligación de hacerla notar que desde que Ernesto se declaró a usted ha cambiado de opinión evidentemente.
GUNDELINDA.- (Con aire meditabundo.) Si ese pobre muchacho se ha dejado coger en la trampa de alguna promesa disparatada, consideraré un deber mío librarle de ella sin tardanza y con mano firme.
CECILIA.- (Con aire pensativo y melancólico.) Sea el que fuera el desdichado enredo en que pueda haberse metido mi novio, no se lo reprocharé nunca después de casados.
GUNDELINDA.- ¿Me alude usted a mí, miss Cardew, al hablar de enredo? Es usted muy atrevida. En una ocasión como ésta es más que un deber moral decir lo que se piensa. Se convierte en un placer.
CECILIA.- ¿Quiere usted insinuar, miss Fairfax, que yo he cogido en una trampa a Ernesto para que se declarase? ¿Cómo se atreve usted a eso? No es éste el momento de andarse con fingidos miramientos. Cuando veo un azadón, lo llamo azadón.
GUNDELINDA.- (Con ironía.) Me encanta poder decir que yo no he visto nunca un azadón. Claro es que nuestras esferas sociales son muy diferentes.
(Entra MERRIMAN, seguido de un lacayo. Trae una bandeja, un mantel y una mesita con el servicio. CECILIA está a punto de replicar. La presencia de los criados ejerce una influencia moderadora, bajo la cual ambas muchachas se revuelven rabiosas.)
MERRIMAN.- ¿Hay que servir el té como de costumbre, miss?
CECILIA.- (En tono severo, pero tranquilo.) Sí, como de costumbre.
(MERRIMAN empieza a desocupar la mesa y a colocar el mantel. Pausa larga. CECILIA y GUNDELINDA se miran furiosas.)
GUNDELINDA.- ¿Hay muchas excursiones interesantes por las cercanías, miss Cardew?
CECILIA.- ¡Oh, sí! Muchísimas. Desde lo alto de una de las colinas cercanas se pueden ver cinco provincias.
GUNDELINDA.- ¡Cinco provincias! No creo que eso me gustase nada; detesto las aglomeraciones.
CECILIA.- (Con dulzura.) Supongo que por eso vive usted en Londres. (GUNDELINDA se muerde los labios y se golpea nerviosamente el pie con su sombrilla.)
GUNDELINDA.- (Mirando en torno suyo.) ¡Qué jardín tan bien cuidado, miss Cardew!
CECILIA.- Encantada de que le guste, miss Fairfax.
GUNDELINDA.- No tenía yo idea de que hubiese flores en el campo.
CECILIA.- ¡Oh! Las flores son aquí tan vulgares como la gente en Londres, miss Fairfax.
GUNDELINDA.- Por lo que a mí se refiere, no puedo comprender cómo se las arregla nadie para vivir en el campo, si es que hay alguien que haga semejante cosa. El campo me aburre siempre mortalmente.
CECILIA.- ¡Ah! Eso es lo que los periódicos llaman depresión agrícola, ¿verdad? Creo que la aristocracia la padece mucho ahora, precisamente. Es casi una epidemia entre ella, según me han dicho. ¿Quiere usted una taza de té, miss Fairfax?
GUNDELINDA.- (Con refinada cortesía.) Gracias. (Aparte.) ¡Odiosa muchacha! ¡Pero tengo hambre!
CECILIA.- (Con dulzura.) ¿Azúcar?
GUNDELINDA.- (Con altivez.) No, gracias. El azúcar no está ya de moda. (Cecilia la mira con indignación, coge las pinzas y echa cuatro terrones de azúcar en la taza.)
CECILIA.- (Secamente.) ¿Tarta o pan con manteca?
GUNDELINDA.- (Con aire displicente.) Pan con manteca, si hace el favor. La tarta no se ve hoy día casi en las casas buenas.
CECILIA.- (Cortando una gran rebanada de tarta y poniéndola en el plato.) Pase usted esto a miss Fairfax. (MERRIMAN obedece y sale con el lacayo. GUNDELINDA bebe el té y hace una mueca. Deja enseguida la taza, alarga la mano hacia el pan con manteca, lo mira y se encuentra con que es tarta. Se levanta indignada.)
GUNDELINDA.- Me ha llenado usted el té de terrones de azúcar, y aunque he pedido con toda claridad pan con manteca, me ha dado usted tarta. Todo el mundo conoce la dulzura de mi carácter y la extraordinaria bondad de mi genio, pero le advierto, miss Cardew, que va usted demasiado lejos.
CECILIA.- (Levantándose.) Por salvar a mi pobre, inocente y fiel prometido de las maquinaciones de cualquier otra muchacha, iría yo todo lo lejos que fuese necesario.
GUNDELINDA.- Desde el momento en que la vi, desconfié de usted y sentí que era usted falsa y solapada. No me equivoco nunca en estas cosas. Mi primera impresión ante la gente es invariablemente cierta.
CECILIA.- Paréceme, miss Fairfax, que estoy abusando de su precioso tiempo. Tendría usted, sin duda, otras muchas visitas del mismo género que hacer en la vecindad.
(Entra JACK.)
GUNDELINDA.- (Al verle.) ¡Ernesto! ¡Mi Ernesto!
JACK.- ¡Gundelinda! ¡Encanto mío! (Va a besarla.)
GUNDELINDA.- (Retrocediendo.) ¡Un momento! ¿Puedo preguntarle si es usted el prometido de esta señorita? (Señalando a Cecilia.)
JACK.- (Riendo.) ¡De mi querida Cecilita! ¡Claro que no lo soy! ¿Quién puede haberla metido a usted semejante idea en su linda cabecita?
GUNDELINDA.- Gracias. ¡Ahora ya puede usted!... (Ofreciéndole su mejilla.)
CECILIA.- (Con mucha dulzura.) Ya sabía yo que debía haber alguna mala inteligencia. El caballero cuyo brazo rodea en este momento su talle es mi querido tutor, míster John Worthing.
GUNDELINDA.- ¿Me hace usted el favor de repetirlo?
CECILIA.- Que es el tío Jack.
GUNDELINDA.- (Retrocediendo.) ¡Jack! ¡Oh!
(Entra ALGERNON.)
CECILIA.- Aquí está Ernesto.
ALGERNON.- (Yendo directamente hacia CECILIA, sin reparar en los demás.) ¡Amor mío! (Queriendo besarla.)
CECILIA.- (Retrocediendo.) ¡Un momento, Ernesto! ¿Puedo preguntarle si es usted el prometido de esta señorita?
ALGERNON.- (Mirando a su alrededor.) ¿Qué señorita? ¡Dios mío! ¡Gundelinda!
CECILIA.- ¡Sí! ¡Gundelinda! ¡Dios mío! De Gundelinda hablo.
ALGERNON.- (Riendo.) ¡Claro que no lo soy! ¿Quién puede haberla metido a usted semejante idea en su linda cabecita?
CECILIA.- Gracias. (Ofreciéndole su mejilla para que la bese.) Ya puede usted. (ALGERNON la besa.)
GUNDELINDA.- Ya sabía yo que debía haber algún error, miss Cardew. El caballero que la acaba de besar a usted es mi primo, míster Algernon Moncrieff.
CECILIA.- (Separándose de ALGERNON.) ¡Algernon Moncrieff! ¡Oh! (Las dos muchachas se dirigen la una hacia la otra y se cogen mutuamente del talle, como para protegerse.)
CECILIA.- ¿Se llama usted Algernon?
ALGERNON.- No puedo negarlo.
CECILIA.- ¡Oh!
GUNDELINDA.- ¿Se llama usted realmente John?
JACK.- (Irguiéndose; con cierto orgullo.) Podría negarlo si se me antojase. Podría negarlo todo si quisiera. Pero me llamo realmente John. Y John he sido durante muchos años.
CECILIA.- (A GUNDELINDA.) ¡Las dos hemos sido engañadas groseramente!
GUNDELINDA.- ¡Mi pobre Cecilia, ofendida!
CECILIA.- ¡Mi querida Gundelinda, ultrajada!
GUNDELINDA.- (Pausadamente y con gravedad.) Me llamará usted hermana, ¿verdad? (Se abrazan. JACK y ALGERNON murmuran por lo bajo, paseándose de arriba abajo.)
CECILIA.- (Con cierta viveza) Hay precisamente una pregunta que desearía me permitiesen hacer a mi tutor.
GUNDELINDA.- ¡Admirable idea! Míster Worthing, hay precisamente una pregunta que desearía me permitiesen hacerle. ¿Dónde está su hermano Ernesto? Ambas estamos prometidas a su hermano Ernesto; así es que tiene cierta importancia para nosotras saber dónde está en la actualidad su hermano Ernesto.
JACK.- (Lentamente y con vacilación) Gundelinda... Cecilia... Es muy penoso para mí verme obligado a decir la verdad. Es la primera vez en mi vida que me veo en una situación tan penosa, y realmente carezco por completo de experiencia en la materia. Sin embargo, les diré a ustedes con toda franqueza que yo no tengo ningún hermano Ernesto. No tengo ningún hermano en absoluto. No he tenido en mi vida ningún hermano ni entra realmente en mis intenciones tenerlo en lo futuro.
CECILIA.- (Sorprendida.) ¿Que no tiene usted ningún hermano en absoluto?
JACK.- (Alegremente) ¡Ninguno!
GUNDELINDA.- (Con severidad.) ¿No ha tenido usted nunca hermano de ninguna clase?
JACK.- (Con jovialidad.) Nunca, de ninguna clase.
GUNDELINDA.- Me parece, Cecilia, que ninguna de las dos estamos prometidas a nadie.
CECILIA.- No es una situación muy agradable para una muchacha encontrarse de repente así, ¿verdad?
GUNDELINDA.- Vamos a casa. No creo que tengan el atrevimiento de seguirnos allí.
CECILIA.- No; ¡Son tan cobardes los hombres! (Los miran despreciativamente y entran en la casa.)
JACK.- ¿Y a este horroroso lío es a lo que tú llamas Bunburysmo, no es eso?
ALGERNON.- Sí, y Bunburysmo del mejor. El Bunburysmo más admirable que he visto en mi vida.
JACK.- Bueno, pues no tienes el menor derecho a Bunburyzar aquí.
ALGERNON.- Eso es absurdo. Tiene uno derecho a Bunburyzar donde se le antoje. Todo Bunburysta serio lo sabe.
JACK.- ¡Bunburysta serio! ¡Dios mío!
ALGERNON.- ¡Sí! Hay que ser serio para unas cosas u otras, cuando desea uno divertirse algo en la vida. A mí se me ocurre ser serio en lo tocante al Bunburysmo. No tengo ni la más remota idea de lo que haces tú en serio. Me figuro que acaso todo. ¡Tienes un carácter tan absolutamente trivial!
JACK.- Bueno, la única pequeña satisfacción que tengo en todo este desdichado asunto, es que tu amigo Bunbury se ha ido a paseo. ¡Ya no podrás escaparte al campo tan a menudo como solías hacerlo, mi querido Algy! Lo cual está muy bien.
ALGERNON.- Tu hermano está también un poco apagado, ¿verdad, querido Jack? No podrás fugarte a Londres con tanta frecuencia como acostumbrabas. Y eso no está mal tampoco.
JACK.- En cuanto a tu conducta con miss Cardew, debo decirte que portarse así con una muchacha encantadora, sencilla e inocente, me parece completamente indisculpable. Eso sin tener en cuenta para nada que es mi pupila.
ALGERNON.- No veo justificación posible para ti después de haber engañado a una muchacha tan excepcional, tan inteligente, de tanto mundo, como miss Fairfax. Y eso sin tener en cuenta para nada que es mi prima.
JACK.- Yo quería. casarme con Gundelinda, y eso es todo. La amo.
ALGERNON.- Pero yo deseaba únicamente casarme con Cecilia. La adoro.
JACK.- Tienes pocas probabilidades de casarte con miss Cardew.
ALGERNON.- No creo que sea muy verosímil tu enlace con Miss Fairfax, Jack.
JACK.- Bueno, eso a ti no te importa.
ALGERNON.- Si me importara, no hablaría de ello. (Se pone a comer pastas.) Es muy ordinario hablar de los asuntos propios. No lo hacen más que los agentes de Bolsa, y para eso únicamente en sus banquetes oficiales.
JACK.- No me explico cómo puedes estar ahí sentado, comiendo tranquilamente pastas cuando nos encontramos en un apuro tan terrible como éste. Me pareces completamente inhumano.
ALGERNON.- Si es que no puedo comer pastas con el ánimo agitado. Me mancharía los puños de manteca con toda seguridad. Hay que estar siempre muy tranquilo para comer pastas. Es la única manera de comerlas.
JACK.- Te digo que es inhumano comer pastas de cualquier manera en las circunstancias actuales.
ALGERNON.- Cuando tengo algún apuro, lo único que me consuela es comer. En efecto, cuando tengo un verdadero apuro gordo, todos los que me conocen íntimamente podrán decirte que me niego a todo, menos a comer y a beber. En este momento estoy comiendo pastas porque soy desgraciado. Y además que me gustan especialmente estas pastas. (Se levanta.)
JACK.- (Levantándose también.) Bueno, pero esta no es razón para que te las comas todas de esa manera voraz. (Le quita las pastas a ALGERNON.)
ALGERNON.- (Ofreciéndole la tarta para el té.) Quisiera que te comieses la tarta en lugar de las pastas. La tarta no me gusta.
JACK.- ¡Pero Dios mío! ¿Supongo que podrá uno comerse sus pastas en su jardín?
ALGERNON.- ¿Pues no acabas de decir que era inhumano comer pastas?
JACK.- He dicho que era completamente inhumano en ti comerlas en las actuales circunstancias. Lo cual es muy distinto.
ALGERNON.- Puede ser. Pero las pastas son siempre lo mismo. (Le arrebata a JACK el plato de las pastas.)
JACK.- Algy, ¿cuándo vas a tener la bondad de largarte?
ALGERNON.- No es posible que quieras que me vaya sin hacer alguna comida. Sería absurdo. Nunca me marcho sin comer. Nadie lo hace, excepto los vegetarianos y sus congéneres. Además acabo de ponerme de acuerdo con el doctor Casulla para que me bautice a las seis y cuarto con el nombre de Ernesto.
JACK.- Mi querido amigo, cuanto antes desistas de ese disparate, mejor. Me he puesto de acuerdo esta mañana con el doctor Casulla para que me bautice a las cinco y media, y como es natural, me impondrá el nombre de Ernesto. Gundelinda lo quería así. No podemos ser bautizados los dos con el nombre de Ernesto. Sería absurdo. Además tengo perfecto derecho a que me bauticen si se me antoja. No hay la menor prueba de que me haya bautizado nadie. Creo muy posible que no me hayan bautizado nunca, y lo mismo opina el doctor Casulla. Tu caso es completamente distinto. A ti ya te han bautizado.
ALGERNON.- Sí; pero hace años que no lo he sido.
JACK.- Sí; pero te han bautizado. Eso es lo importante.
ALGERNON.- Así es. Por eso sé que mi constitución puede resistirlo. Si tú no estás completamente seguro de haber sido bautizado alguna vez, debo decirte que me parece algo peligroso para ti arriesgarte a hacerlo ahora. Podría hacerte daño. No debes olvidar que una persona íntimamente relacionada contigo ha estado a punto de liárselas esta semana, a causa de un fuerte enfriamiento.
JACK.- Sí; pero tú mismo dijiste que un fuerte enfriamiento no era hereditario.
ALGERNON.- Generalmente, no, ya lo sé... Pero ahora me atrevo a asegurar que sí lo es. La ciencia está siempre haciendo maravillosos adelantos.
JACK.- (Cogiendo el plato dé las pastas.) ¡Oh, eso es un disparate! Estás siempre diciendo disparates.
ALGERNON.- ¡Jack, otra vez con las pastas! Ten la bondad de dejarlas en paz. No quedan más que dos. (Las coge.) Ya te he dicho que me gustaban especialmente las pastas.
JACK.- Y yo no puedo ver la tarta.
ALGERNON.- Entonces, ¿por qué diablos permites que sirvan tarta a tus invitados? ¡Vaya una idea que tienes de la hospitalidad!
JACK.- ¡Algernon! Ya te he dicho que te vayas. No quiero que estés aquí. ¿Por qué no te vas?
ALGERNON.- ¡No he acabado aún de tomar el té! ¡Y queda todavía una pasta! (JACK lanza un gemido y se desploma sobre un sillón. ALGERNON continúa comiendo.)


Y llegamos al tercer acto, donde todo se resuelve, pero, ¿cómo?...  Simplemente os adelantaremos un poquito del inicio para abrir boca y el resto dependerá de vosotros… ¿Os vais a quedar así, sin leer el final?...


Decoración: Saloncito íntimo en la residencia solariega de Woolton. GUNDELINDA y CECILIA están asomadas a la ventana, mirando hacia el jardín.

GUNDELINDA.- El hecho de no habernos seguido inmediatamente aquí, como hubiese hecho cualquiera, demuestra, a mi juicio, que todavía les queda algún sentimiento de vergüenza.
CECILIA.- Han estado comiendo pastas. Eso parece indicar arrepentimiento.
GUNDELINDA.- (Después de una pausa.) Lo que parece es que no se preocupan de nosotras. ¿No podría usted toser?
CECILIA.- ¡Pero si no estoy acatarrada!
GUNDELINDA.- Nos miran. ¡Qué descaro!
CECILIA.- Se acercan. ¡Eso sí que es atrevimiento!
GUNDELINDA.- Guardemos un silencio digno.
CECILIA.- Muy bien. Es lo único que podemos hacer por ahora.
(Entra JACK seguido de ALGERNON. Vienen silbando un aire terriblemente popular de opereta inglesa.)
GUNDELINDA.- Este silencio digno parece producir un resultado deplorable.
CECILIA.- De lo más deplorable.
GUNDELINDA.- Pero no seremos las primeras en hablar.
CECILIA.- Eso no.
GUNDELINDA.- Míster Worthing, tengo que preguntarle algo muy particular. De su contestación dependen muchas cosas.
CECILIA.- Gundelinda, es usted de una sensatez inapreciable. Míster Moncrieff, tenga usted la bondad de contestarme a la siguiente pregunta: ¿Por qué quiso usted hacerse pasar por el hermano de mi tutor?
ALGERNON.- Para poder tener ocasión de verla a usted.
CECILIA.- (A Gundelinda.) La explicación parece realmente satisfactoria, ¿verdad?
GUNDELINDA.- Sí, querida, si se aviene usted a creerle.
CECILIA.- No le creo. Pero eso no influye lo más mínimo en la admirable belleza de su respuesta.
GUNDELINDA.- Es cierto. En cuestiones de gran importancia lo esencial es el estilo y no la sinceridad. Míster Worthing, ¿cómo va usted a explicarme su falsa afirmación de que tenía un hermano? ¿Lo hizo usted para tener ocasión de ir a Londres a verme lo más a menudo posible?
JACK.- ¿Puede usted dudarlo, miss Fairfax?
GUNDELINDA.- Tengo serios motivos para dudarlo. Pero pienso hacerlos desaparecer. No es este momento de escepticismos a la alemana. (Dirigiéndose hacia CECILIA.) Sus explicaciones parecen completamente satisfactorias, sobre todo la de míster Worthing. Posee, a mi juicio, el sello de la verdad.
CECILIA.- Yo estoy más que satisfecha con lo que ha dicho míster Moncrieff. Sólo su voz inspira una absoluta confianza.
GUNDELINDA.- Entonces, ¿cree usted que deberíamos perdonarles?
CECILIA.- Sí, eso creo.
GUNDELINDA.- ¿Verdad que sí? Yo ya he perdonado. Están en juego principios, que no se pueden abandonar. ¿Cuál de nosotras deberá hablarles? No es una faena agradable.
CECILIA.- ¿No podíamos hablar las dos al mismo tiempo?
GUNDELINDA.- ¡Excelente idea! Yo casi siempre hablo al mismo tiempo que los demás. ¿Quiere usted que yo le marque el compás?
CECILIA.- Naturalmente. (GUNDELINDA lleva el compás levantando el dedo.)
GUNDELINDA y CECILIA.- (Hablando a la vez.) Sus nombres de pila siguen siendo una barrera infranqueable. ¡Esto es todo!

CONTINUA…



A diferencia de gran parte del teatro de la época, La importancia de llamarse Ernesto, a pesar de su aparente desenfado y sencillez,  nos enfrenta con los graves problemas sociales, morales y políticos de su época, algo en lo que sus contemporáneos  siempre se mostraban bastante más cautelosos.  Pero Wilde no era como ellos y rompió con todas las normas, tanto las artísticas como las sociales, creando, adornada con su fino humor, una crítica absolutamente intencionada e ingeniosa. Lástima que casi nunca las grandes personas, hombres o mujeres, que han sido unos visionarios y adelantados a su momento, hayan sido reconocidos por sus contemporáneos como se merecían y se les ha intentado silenciar y destruir con el argumento tan caduco de ir contra el sistema… ¿Aprenderemos alguna vez?...



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