PALABRAS DE MALA PRENSA: Amor y pertenencia, por María Elena Picó Cruzans – Febrero 2013




Quiero terminar esta sección de “Palabras de Mala Prensa” con el rescate de la palabra “Amor”, al que voy a dedicar tres artículos. Muchos pensaréis que esta palabra no necesita ser rescatada. Un sentimiento que ha llenado tantas voces y tantas plumas, justificado tantos desatinos, y desatado tantas disputas… quizá ya se ha dicho todo sobre ella… Quizá sería más compasivo dejarla sosegada.
No obstante, es una palabra que insiste en permanecer, como las estaciones o las malas hierbas.
Yo empecé a mirar su otro lado con la Gestalt. Aunque, sin duda, fueron las Constelaciones Familiares las que me embarcaron en no ya el rescate, sino la liberación del Amor. (Quizá suene pretencioso. Quizá así lo sea). Lo cierto es que desde mi primer contacto con ellas tuve la sensación de encontrarme en territorio conocido. Es donde puedo escribir sin titubeos que el vino desata nuestras lenguas y los langostinos nos remontan a sabores de antaño, que siempre nos parecen mejores porque, entre otras cosas, creíamos que los Reyes venían desde Oriente.


“La última cena”, de Leonardo da Vinci

Presidiendo el comedor de mi casa tengo un cuadro de “La Última Cena”, que me pintó hace mucho tiempo mi amigo Ximo Flor Aguilar. El Jueves Santo es el Día del Amor Fraterno. Yo, que estoy convencida de que mi educación y mi implicación religiosa en la infancia y en la juventud despertaron en mí lo que soy, y también lo que no soy, y alimentaron mi espíritu, sigo teniendo en mi comedor ese cuadro, y en mi alma celebro cada Jueves Santo.
Quizá Jung considerase a Jesús de Nazaret como uno de los Arquetipos que forman parte de nosotros. Para mí lo es. Y como he leído en algún lugar, todo arquetipo ha de transformarse en símbolo para que deje de ser una cárcel.
Sin duda, si tomamos la escena de la Última Cena, las miradas pueden ser múltiples. Tantas, casi, como las que se han asignado a los cuadros de Leonardo da Vinci. Por eso no voy a entrar en definiciones e interpretaciones. Sería repetirme hasta la saciedad. Sólo quiero rescatar la mirada que hacen las Constelaciones. Aunque al decir “sólo”, no quiero decir que sea simple o sencillo.

“Lavatorio de pies”, de Tintoretto

Quiero dejar claro que hay mucho escrito sobre Constelaciones, y que algunos de los autores que me sirven de referencia ya han sido citados en artículos anteriores, y a ellos me remito. Aquí quiero acercarme desde mi mirada,  mi propia mirada al cuadro de “La Última Cena”.
Las Constelaciones Familiares se pueden definir como un método terapéutico dentro de la corriente sistémica. Bert Hellinger se considera el promotor de este término, aunque él prefiere considerarse “facilitador” más que “terapeuta” ya que en las Constelaciones hay más una “mediación” que una “intervención” del constelador. La corriente sistémica es la que estudia el individuo en un contexto más amplio, que lo envuelve con reglas homeostáticas. Lo engloba, pues, en un todo, que resulta ser algo más que la suma de las partes.
Recojo a continuación tres ejes básicos de las Constelaciones, a los que María Colodrón suele referirse. Entran en el amplio contexto de la fenomenología y el existencialismo.
El primero, tiene que ver con la mirada fenomenólogica. Se trata de “reconocer lo que es”. Bert Hellinger lo define así en el libro Reconocer lo que es:


“Me expongo a un contexto mayor sin comprenderlo. Me expongo a él sin la intención de ayudar, sin la intención de demostrar nada. Me expongo a él sin miedo de lo que pueda surgir. Tampoco me atemoriza si surge algo espantoso. Me expongo a todo tal como es”.


Y el límite que se impone es el del marco familiar:


“Me fijo en la familia, o en todos los fenómenos relacionados con la conciencia o con la culpa. La atención se dirige a esos fenómenos concretos. Es imposible mirarlo todo a la vez; tiene que haber un marco”.
                   Bert Hellinger, Reconocer lo que es


A mí este principio me conecta con las bases de la autoestima y la autonomía. A este respecto cito unas palabras de Mary McClure Goulding en su artículo “Para terminar pronto el trabajo importante: contrato más redecisión” recopilado en el libro “Terapia breve” por Jeffrey K. Zeig y Stephen G. Gilligan:


“Los clientes deben amarse a sí mismos tal como son hoy, antes de iniciar los cambios deseados; de lo contrario, a menudo malograrán sus triunfos en terapia. Si creen que “para estar bien tienen que ser diferentes”, esperarán demasiado del tratamiento y acabarán por decepcionarse, como quien cree que una operación estética de nariz le traerá popularidad, sexo y felicidad por siempre jamás, en vez de proporcionarle simplemente una nariz más bonita. En tanto los clientes no crean en su propia valía intrínseca, cada contrato cumplido sólo les dará un placer momentáneo hasta que se descubran nuevas tachas que requieran corrección”.


El segundo eje se centra, precisamente, en ampliar esta mirada para incluir lo que está excluido. Aquí continuamos “reconociendo lo que es”.
En tercer lugar, la mirada desde el existencialismo nos conecta con una máxima de Constelaciones: “Respeto lo más grande: la Vida, la Muerte y el Destino”.
No se me olvida que estoy embarcada en el rescate del Amor. Y a esa isla quiero acercarme con los Tres Órdenes del Amor de los que habla Hellinger y que fundamentan las Constelaciones Familiares. Aunque las Constelaciones como método sistémico puede aplicarse a diversidad de sistemas (económico, laboral, social…), yo voy a centrarme en el sistema familiar para poder centrarme en el rescate del Amor y la Pertenencia.
El primer orden del Amor, en las Constelaciones es la Pertenencia. Y el desorden es la Exclusión.
Esto significa que todas las partes de un sistema tienen un lugar en el mismo, y asegurado el derecho de pertenencia. En la estructura de las Constelaciones no existe la dimensión temporal, por lo que este principio implica tanto a los vivos como a los muertos. Dice María Colodrón que los sistemas no permiten la exclusión, y que ser un excluido no es más que una forma de incluirse.
Según la Pirámide de Maslow, a nuestra necesidad de amor y pertenencia le anteceden necesidades fisiológicas y de seguridad. No obstante, todas ellas se podrían incluir en la necesidad de dependencia, que fecundan el primer orden del Amor.
La tentación de la pertenencia es la de quedarse en el lugar seguro; quedarse al resguardo de la inocencia y la indolencia, donde deciden por mí, no corro riesgos ni sostengo el peso de las decisiones. Esta tentación se tiende a menudo a nuestros pies como una alfombra de terciopelo en un día de cansancio.



 “Seis días después Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó a un monte alto a solas. Y se transfiguró ante ellos. Su rostro brilló como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. Y se le aparecieron Moisés y Elías hablando con él. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Señor, qué bien se está aquí. Si quieres, hago tres tiendas: una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías”. Aún estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió, y una voz desde la nube dijo: “Este es mi hijo amado, mi predilecto, escuchadlo”. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, aterrados de miedo. Jesús se acercó, los tocó y les dijo: “Levantaos y no tengáis miedo”.

                            La Biblia, Mateo 17, 1-7


En esta escena bíblica, Jesús ha iniciado el periplo de su ministerio, esta vez fuera de Galilea. Y sale guiando a los discípulos que han decidido acompañarle. “Seis días antes” de este episodio de la “Transfiguración” donde el mismo Dios declara la naturaleza mesiánica de Jesucristo, el propio Jesús ya había anunciado a sus discípulos el sentido y el “precio” de la misión en la que se embarcaban: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí la encontrará” (Mt.16, 24-25) Esta idea no debió de gustarle mucho a Pedro, que intenta convencer a Jesús para hacer una acampada en el Monte Tabor, aunque sea con los fantasmas de Moisés y Elías.
Y no culpo a Pedro. El Diablo siempre acecha nuestros pasos. Y Jesucristo a menudo utilizaba un lenguaje críptico que quizá no era el registro más adecuado para sus seguidores. ¿Quién le había explicado a Pedro la paradoja del crecimiento? ¿Quién le había explicado la teoría del ego y del sí-mismo? ¿Acaso sabía que para encontrar el sí-mismo debemos transcender en una peligrosa maniobra de renuncia e integración nuestra identidad a la que llamamos ego?... Las cosas no han cambiado tanto…
El desorden en este primer nivel del Amor es la exclusión. Y por eso El Diablo está siempre presente: el gran excluido.


“Había una vez un rey y una reina que estaban tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos que no hay palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas termales del mundo; votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo se ensayó sin resultado.
Al fin, sin embargo, la reina quedó encinta y dio a luz una hija. Se hizo un hermoso bautizo; fueron madrinas de la princesita todas las hadas que pudieron encontrarse en la región (eran siete) para que cada una de ellas, al concederle un don, como era la costumbre de las hadas en aquel tiempo, colmara a la princesa de todas las perfecciones imaginables.
Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del rey, donde había un gran festín para las hadas. Delante de cada una de ellas habían colocado un magnífico juego de cubiertos en un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, adornado con diamantes y rubíes. Cuando cada cual se estaba sentando a la mesa, vieron entrar a un hada muy vieja que no había sido invitada porque hacía más de cincuenta años que no salía de una torre y la creían muerta o hechizada.
El rey le hizo poner un cubierto, pero no había forma de darle un estuche de oro macizo como a las otras, pues sólo se habían mandado a hacer siete, para las siete hadas. La vieja creyó que la despreciaban y murmuró entre dientes algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes que se hallaba cerca la escuchó y pensando que pudiera hacerle algún don enojoso a la princesita, fue, apenas se levantaron de la mesa, a esconderse tras la cortina, a fin de hablar la última y poder así reparar en lo posible el mal que la vieja hubiese hecho.
Entretanto, las hadas comenzaron a conceder sus dones a la princesita. La primera le otorgó el don de ser la persona más bella del mundo, la siguiente el de tener el alma de un ángel, la tercera el de poseer una gracia admirable en todo lo que hiciera, la cuarta el de bailar a las mil maravillas, la quinta el de cantar como un ruiseñor, y la sexta el de tocar toda clase de instrumentos musicales a la perfección. Llegado el turno de la vieja hada, ésta dijo, meneando la cabeza, más por despecho que por vejez, que la princesa se pincharía la mano con un huso, lo que le causaría la muerte.
Este don terrible hizo temblar a todos los asistentes y no hubo nadie que no llorara. En ese momento, el hada joven salió de su escondite y en voz alta pronunció estas palabras:
—Tranquilizaos, rey y reina, vuestra hija no morirá; es verdad que no tengo poder suficiente para deshacer por completo lo que mi antecesora ha hecho. La princesa se clavará la mano con un huso; pero en vez de morir, sólo caerá en un sueño profundo que durará cien años, al cabo de los cuales el hijo de un rey llegará a despertarla.
Para tratar de evitar la desgracia anunciada por la anciana, el rey hizo publicar de inmediato un edicto, mediante el cual bajo pena de muerte, prohibía a toda persona hilar con huso y conservar husos en casa”.
                   La Bella Durmiente, Cuento Popular recopilado por Perrault


Es el hada vieja, que ha sido “excluida” de la fiesta la que lanza la maldición sobre la niña. La proyección de El Diablo aparece aquí al igual que en Blancanieves en forma también de vieja, como lo hará en tantos de los cuentos populares donde una “malvada madrastra” o una “bruja” normalmente antropófagas envenenan a la protagonista sumiéndola en un profundo sueño, que más que muerte se acerca a aletargamiento.
Es claro el símil con la serpiente que tienta a Eva en el Jardín del Edén. No obstante, hay una diferencia que quiero remarcar. El castigo que el hada vieja infringe a La Bella Durmiente, en este caso, no es la muerte, sino la negación del crecimiento. En el mito de Adán y Eva, Eva es tentada por la serpiente para iniciar un camino de vida hacia la conciencia. En el cuento, El Diablo castiga a la niña con lo contrario: le niega el crecimiento hacia la conciencia. Aquí nos encontramos con el eterno dilema sobre la ambigüedad que envuelve la figura de El diablo, y esa doble atracción que ejerce en el ser humano. ¿Es realmente un ser malvado? ¿Es la mano de Dios? De hecho, El Diablo es el gran protagonista arquetípico del primer desorden del Amor: la exclusión. Algunas historias cuentan que fue expulsado del paraíso; otras, que dimitió, que no soportaba que sus encantos no fueran reconocidos y valorados y creía merecer un mejor trato. De cualquier modo, fue excluido.
El primer orden del Amor no admite exclusiones: cada parte forma el todo. En cada parte está contenido el todo. María Colodrón utiliza esta frase en alguna ocasión:


“El mundo no sería peor sin mí; pero tampoco sería mejor sin mí”.


Cuando un elemento es excluido, tiende a compensar esa exclusión en otro miembro de la familia, que no necesariamente ha conocido en vida. Y así comienzan las implicaciones familiares, y así podemos empezar a vivir una vida que no es la nuestra. No necesariamente se excluyen personas; de hecho, más bien se excluyen aspectos o estados emocionales de esas personas, que, por diversas razones, entre las que predomina la vergüenza y el dolor, se esconden como secretos (a veces, a voces).
Es aquí donde quiero recordar la figura ambigua de El Diablo ya que no sé qué castigo sería el más “recomendable”: el que infringe a Eva echándola al mundo consciente y haciéndola “madre”, es decir,  arrojándola a la dicha/desdicha de parir, y no de “parir con dolor”, sino de “parir dolor”; arrastrándola a sentimientos de transgresión, culpa y castigo, que son inherentes a la búsqueda de la consciencia. O si, por el contrario, se muestra más “benévolo”  castigando a La Bella Durmiente a permanecer en el jardín seguro e idílico de la inocencia negándole la posibilidad de enfrentarse a sus demonios internos, manteniendo una vida sin conflictos, y sin crecimiento.
Nuestra duda aumenta si El Diablo pretende jugar. Uno de sus juegos consiste en hacernos creer que nosotros somos los excluidos, y más aún, en creer que eso es un problema, y que no somos más que víctimas de una situación. Pretende hacernos olvidar que cada parte está en el todo y que “nada de lo humano me es ajeno”. Si no aceptamos su juego descubriremos que la sensación de exclusión es, precisamente, la que nos hace pertenecer, la que nos otorga la pertenencia al sistema. Si aceptamos su juego… nos vestiremos el traje de víctimas hasta que decidamos cambiarlo por el de perpetradores.
No sé. No lo termino de ver claro. De cualquier modo acabamos presos, ya que como dice Sallie Nichols en su libro Jung y el Tarot:


“En nuestras vidas privadas, pensamos a menudo en una “diablura” como en una acción clara, olvidando la no menos obvia verdad de que la aquiescencia pasiva y la ceguera ingenua pueden ser igualmente demoníacas”.


Como hemos dicho al principio estamos en un sistema y éste está regido por un principio básico de autorregulación homeostática, que tenderá a equilibrar aquello que haya presentado una “perturbación” o un “desorden”. En el Primer Orden del Amor este principio actúa a menudo a través del síntoma, que es la manera de incluir lo que ha sido excluido. Es por ello que, a veces, los síntomas se nos deslizan como pescadillas en nuestras vidas adaptándose camaleónicamente. Y lo que es peor: tenemos la sensación de que esa pescadilla se muerde la cola sin dejarnos espacio donde colocar ningún anzuelo.
Si observamos esto en nuestro viaje es que tenemos de copiloto o de conductor, en el peor de los casos, a nuestro querido “Amor Ciego”. Él es el que nos mantiene en la pertenencia, en la inocencia y en la inconsciencia. Es él el que mantiene las lealtades, y nos reparte los papeles de “niños buenos”. Él, el que nos impulsa al sacrificio. ¿Cómo lo hace? Al igual que los enanitos hacen con Blancanieves, coloca nuestra inocencia en una urna de cristal para que no seamos más felices que aquellos que nos precedieron y para que no disfrutemos de lo que los nuestros no disfrutaron. Estos son nuestros sacrificios por “Amor”… “Ciego”. Somos tratados como La Bella Durmiente:


“Pasaron quince o dieciséis años. Un día en que el rey y la reina habían ido a una de sus mansiones de recreo, sucedió que la joven princesa, correteando por el castillo, subiendo de cuarto en cuarto, llegó a lo alto de un torreón, a una pequeña buhardilla donde una anciana estaba sola hilando su copo. Esta buena mujer no había oído hablar de las prohibiciones del rey para hilar en huso.
—¿Qué hacéis aquí, buena mujer? —dijo la princesa. Estoy hilando, mi bella niña, le respondió la anciana, que no la conocía.
—¡Ah! qué lindo es, replicó la princesa, ¿cómo lo hacéis? Dadme, a ver si yo también puedo.
No hizo más que coger el huso, y siendo muy viva y un poco atolondrada, aparte de que la decisión de las hadas así lo habían dispuesto, cuando se clavó la mano con él y cayó desmayada”.
                   La Bella Durmiente, Cuento Popular recopilado por Perrault


La vieja hada nos dejará vivir sólo hasta nuestra adolescencia; sólo hasta el momento en el que tenga que continuar mi viaje con autonomía y responsabilidad, pagando el precio de la culpa por la separación y obteniendo el regalo del crecimiento.
Durante nuestra infancia traicionamos lo que somos para ser leales a nuestros padres y desde ahí formamos nuestro carácter (“esa bonita cárcel”), y así aseguramos nuestra supervivencia. La adolescencia nos inicia en un nuevo reto: traicionamos a nuestros padres para sernos leales a nosotros mismos, y así formamos nuestra autoestima, y aseguramos nuestro crecimiento.


Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.

Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.

Antonio Machado



En el proceso nos damos cuenta de que nuestra identidad no es un monolito sagrado al que hay que adorar siempre, sino más bien una serpiente que se desliza entre la hierba, a veces cauta, a veces siniestra.
Pero… ¡cuidado! No caigamos en la tentación de excluir la exclusión. No olvidemos que queremos rescatar al “Amor Ciego”. Ya hemos visto que si expulsamos a El diablo de nuestro Paraíso o no le otorgamos los cuidados requeridos y decide marcharse, puede que tengamos que “incluirlo”, bien identificándonos con él y convirtiéndonos en perpretadores (“El mundo está en mis manos y yo controlo mi vida.”); bien proyectándolo y transformándonos en víctimas (“El mundo se confabula contra mí, y las circunstancias me son adversas”).
Por eso es preciso este rescate. El Amor Ciego es el que me conecta con la pertenencia. No es El diablo, y aunque así lo fuera, excluirlo no sería más que un grito de auxilio en su búsqueda. La pertenencia me asegura la supervivencia, y sin vida no hay crecimiento. Sin agua, el río no se mueve hacia ninguna parte.
Nuestras necesidades de dependencia en la infancia, aquellas que van a generar en nosotros los sentimientos básicos de confianza, seguridad, autonomía, iniciativa… son el eje estructural. La pertenencia, el Amor Ciego, nos abre a la vida y nos mantiene sanos y salvos, nos protege y nos alimenta. Y no sólo lo hace en la infancia, donde es básico, sino también en todos los momentos de nuestra vida donde necesitamos retomar la confianza para rendirnos.



Menos tu vientre,
todo es confuso.
Menos tu vientre,
todo es futuro
fugaz, pasado
baldío, turbio.
Menos tu vientre,
todo es oculto.
Menos tu vientre,
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.
Menos tu vientre,
todo es oscuro.
Menos tu vientre
claro y profundo.
Miguel Hernández

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