El burro: Capítulo IV, poe Antonio García Hernández y Fátima Julia Doña Molinero
Mi
salud oscila durante los días que pasan como una ola que lame la orilla de la
playa, yendo y viniendo con la fuerza que el viento le impulsa. Hay días en que
me encuentro mejor y otros en los que pareciese que una tormenta me estuviese
zarandeando, como a la mar. Sin embargo, tengo la sensación de que lo que agita
mi ánimo es aquel burro.
Hoy
hace una noche espléndida, fresca, en la que una gran luna vierte su luz
plateada sobre los campos secos de esta región. Eso permite ver a larga
distancia, aunque más allá del brillo amarillo de las farolas se perciban sólo
siluetas recortadas en el horizonte.
Me
encuentro un poco mejor, parece que el asno ha estado tranquilo todo el día y
decido asomarme a la ventana y observar en lontananza, intentando evitar la
visión de aquel ser. Al mirar hacia fuera, me siento un poco menos encerrado en
estas cuatro paredes y puedo respirar el aire fresco.
Nada
se mueve alrededor: las calles vacías, los campos sin vida apreciable y el
cielo cubierto por las alegres y sempiternas estrellas. Tan sólo llego a ver lo
que me parece una lechuza posada en un rincón oscuro de una casa contigua.
Pero, aparte del ave, nada. Sólo ese cuadrúpedo que me atormenta y que se ha
convertido ya en parte de un paisaje inanimado.
De la
calma surge un chaval joven bajando por el camino que va desde la urbanización
hasta la ciudad. Luce una sonrisa pícara en su rostro. Probablemente venga de
pasar un rato junto a su novia y ahora retorna a casa. Bajo esta romántica
estampa de la noche veraniega, él es el único elemento que faltaba para
completarla. Se respira el verano.
Pero
cuando el chaval lleva la mitad del camino recorrido, pasada ya mi ventana y
llegado al linde con los terrenos donde habita el burro, éste rompe el silencio
y quiebra el hermoso cuadro que estaba contemplando.
Empieza
a rebuznar. El chaval se asusta por un momento, se para y mira hacia el lugar
de donde provienen los gritos. Cuando comprueba que el voceador es sólo un
burro y que está lejos de él, continúa de nuevo, ensimismado en sus
pensamientos. Y la sonrisa vuelve a sus labios.
Pero
algo ocurre que no había visto nunca. De la casa de los gitanos un hombre sale
en silencio. Sigilosamente se acerca al muchacho que, para cuando repara en la
presencia del gitano, ya se ve abordado por éste.
Quisiera
gritar, advertirle, dar el aviso de que algo ocurre, pero siento que, de
hacerlo, consumiría las únicas fuerzas de vida que me quedan. Y no hago nada.
El
hombre le propina en la cabeza un golpe con un objeto que no llego a
distinguir y el chico cae al suelo.
Enseguida más gitanos aparecen y se llevan entre todos al muchacho. Uno de
ellos, en vez de dirigirse con los demás a por el muchacho, va a recoger al
burro y lo introduce en el recinto de la casa.
Nadie
queda fuera ahora. Ni un sonido, ni un movimiento enturbian la solitaria
escena. Únicamente la lechuza parece haber reaccionado al ajetreo que se ha
producido y levanta el vuelo. Tan sólo oigo el sonido de sus alas.
Dibujo
de Fátima Julia Doña Molinero
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