TEMAS E IDEAS: Soledad, por Ancrugon

Soledad no tuvo una infancia cómoda... En realidad, podríamos decir que la niñez de Soledad no fue ni fácil ni feliz,  y no porque Soledad viniese a nacer en el seno de un familia de escasos recursos… bueno, esto es un eufemismo, pues la verdad cruda y cruel es que esos recursos brillaban por su ausencia y Soledad creció con apenas lo más esencial y careció siempre de los caprichos que tenían las otras niñas y a ella le hacían brillar los ojos de envidia, pero no, lo peor no fue  eso porque ella lo habría dado todo por bueno si en su vida, a pesar de lo cruel que esto pueda sonar, hubiera existido un vacío, una ausencia…, alguien hubiera dejado de existir en un momento determinado de su corta vida. El caso es que Soledad tenía una enorme sombra en su historia cotidiana que le impedía ser como el resto de las chiquillas de su edad, una agujero negro que todo lo devoraba, sobre todo la alegría y la luz, un monstruo que destruía cada segundo de su existencia como un río de lava ardiente surgiendo de un volcán fatídico, un hombre cuyo nombre le hacía temblar de terror y le infundía unos enormes deseos de salir corriendo y esconderse: su padre.

Era este ser un individuo bien parecido en lo físico, pero de trato oscuro y seco, de profesión “lo que salga” y con múltiples aficiones en las que destacaba con insuperable destreza, como la de agotar las botellas de líquidos destilados casi con mirarlas, o la de entablar contactos lúbricos con dudosas damas de lúdicas inquietudes, o la de enervar crestas de gallo en las grescas de corral, o la de considerarse a sí mismo el centro de toda existencia… Pero en lo no había duda alguna es que era el ojo del huracán cada vez que aparecía en el quicio de la puerta del hogar, tal vez debido a la excesiva graduación de sus escasas neuronas activas o a su infinito vacío existencial, el caso es que era cruzar el umbral y el infierno ascendía de las profundidades de la oscuridad para enseñorearse de cada rincón.

         Al principio ella sólo fue una solitaria espectadora de tales demostraciones de hombría desde su escondite secreto (la parte inferior del fregadero cubierta con el viejo muro limpio y almidonado de la desgastada cuadrícula de tela rojiblanca), donde podía observar el ingenio y la destreza de su madre en evitar la lluvia de empellones, agravios y toda la amplia gama de vejaciones generosamente donadas por el rey de la casa, pero más tarde, cuando su estatura y pudor ya no le permitían tal actitud y sus incipientes despuntes de mujer le hacían cualquier cosa menos indiferente a las brumosas inclinaciones de su progenitor, necesitado y ávido de algo que buscaba en su ofuscación torpe y babosa, la cosa empeoró en mucho, y en vez de ser dos para defenderse, fueron dos para recibir.

Y llegó el momento fatídico, ese que la pieza teme porque presiente cuando el cazador acosa, arrincona y encara, ese que se huele en el aire y que invade cada átomo de cordura con un miedo tangible y gélido. Y una tarde soleada, calurosa y soñolienta de verano, una tarde festiva y prometedora de sábado, uno de esos días luminosos donde el hombre de la casa abandonaba el hogar para no volver hasta el domingo brumoso o, en las mejores semanas, hasta el lunes confuso, uno de esos periodos más parecidos a la felicidad que podían conocer por entonces, cuando la madre aprovechaba para arreglarse y hasta permitirse sonreír, cuando se le veía bonita y salían juntas a la calle y los hombres las miraban mientras ellas devoraban escaparates, o tomaban un chocolate caliente en invierno, o un helado en verano, e incluso iban al cine y volvían llenas de energía a casa, donde les esperaba la soledad, valiosa y amable compañera. Aunque los domingos, en realidad, estabiesen fabricados de una crueldad infinita, de una lentitud angustiosa en el paso del tiempo, de una agonía perpetua y de una realidad desalmada cuando si la puerta se abría, siempre de golpe, y todo se llenaba de una furia intolerable, de una nostalgia melancólica de la ausencia, y si un minotauro embrutecido por las sustancias que le manaban entre los poros de la piel viscosa y mal oliente, si un leviatán ávido de golpes, de insultos, de prepotencia, invadía la paz con la ansiedad del que se aferra a la nada, y entonces también aparecía el odio y las ganas de devolver los golpes, de rajar carnes y de tener la falta de moral suficiente para hacerse amiga de la muerte.

Sin embargo aquel sábado fue distinto… Todo comenzó con una llamada telefónica de la abuela materna quien dijo encontrarse enferma y reclamaba el socorro de su retoño más solícito y ésta, hija al fin y al cabo, sentía que debía cumplir con la obligación debida.

Un estremecimiento parece recorrerle el cuerpo. Baja la mirada y la fija en el portarrollos de cinta adhesiva que hay sobre la mesa: “El reloj marcaba las once de la mañana… ‘Voy a casa de la abuela...’- dijo mi madre. – ‘La comida ya está hecha, comed los dos y, si no estoy a la hora de cenar, en la nevera tienes algunas cosas, no me esperes, te preparas tú lo que quieras”- lo recuerdo palabra por palabra… Es como si lo hubiese dicho hace unos segundos.”

Comieron padre e hija sin hablar, como siempre, con el televisor como único contertulio concurrente, y luego él se fue como de costumbre, sin dar explicaciones ni despedirsem con su ropa de macarra sin estilo a la que cuidaba más que a su propia vida. “¿Qué pudo ver mi madre en él?”, se preguntaba desde la confusión de sus dieciséis años. Ella fregó los platos, se arregló como todos los sábados y también salió con las amigas… o en busca ya de aquel chaval que ahora no le soltaba ni un segundo su mano derecha…

Sobre las ocho volvió a casa y al abrir la puerta vio luz y pensó que su madre ya estaba de vuelta, pero le extrañó el sonido de un partido de fútbol en la televisión. Y antes de verlo aparecer en el marco de la puerta de la salita, en camiseta, sudoroso, ebrio, dibujando una sonrisa húmeda en sus labios desencajados y sus ojos hambrientos que deseaban, más que veían, desde la oscuridad de su razón, supo lo que iba a ocurrir. Un frío mortal e indefinido le recorrió la espalda y le impidió huir del zarpazo certero y sañudo. En este punto se detiene y un brillo húmedo le aparece en los ojos. Le cuesta seguir. Traga y traga, pero todavía no lo digiere bien. Nunca acabará de digerirlo. Sentía sus manos, calientes y húmedas, fuertes manos que le clavaban los dedos hasta hacerle gemir de dolor recorriéndole el cuerpo y sentía que el asco y el miedo iban a ser insoportables. Ella golpeaba con toda su energía, pero era inútil, sus fuerzas le habían abandonado y su resistencia era prácticamente nula. Cayeron sobre la mesa: sus libros, sus cuadernos, la plancha sobre la ropa plegada y todavía por guardar... Él, entre sus piernas, pujaba y pujaba, hasta que notó en su carne el desgarro de un grito imposible de contener. Sus ojos buscaban con afán algo en lo que agarrarse: un cuadro de la pared, la lámpara sobre ellos, los libros, sus cuadernos, la plancha sobre la ropa plegada...

 Retuerce sus manos y brotan unas pequeñas y limpias lágrimas que van rodando lentas por sus mejillas.

Soledad sabía que gritaba aunque sus sentidos no lo captaban y, de pronto, todo comenzó a dar vueltas sobre sí misma, y ella movía sus miembros con movimientos desesperados y violentos como queriendo volar, y cayeron de la mesa y ya en suelo seguía gritando y volando, gritando y volando, gritando y volando... Luego la tensión cesó, nada le oprimía, nada le aferraba. Miró sus manos, estaban húmedas y todo a su alrededor se teñía de púrpura. Cuando pudo incorporarse vio a su madre con su vieja plancha en la mano chorreante de un rojo viscoso, quieta y silenciosa, perdida en algún punto del infinito del que tardaría mucho tiempo en volver. La ropa ya no estaba cuidadosamente plegada y apilada, y los libros y cuadernos aparecían esparcidos por el suelo... Antes de mirar lo intuyó, pero no por eso evitó la pérdida total del sentido de la realidad con la visión de aquella masa deforme y sangrante.

         No sabe cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero supone que poco rato, pues recuerda que la casa comenzó a llenarse de gente sorprendida, asustada ante lo que veía, gente que se extrañaba llevándose las manos a la cabeza, o lanzaba expresiones que parecían lamentos o súplicas, y ante todos ellos, mirando todavía con rostro incomprensiblemente impasible al bulto del suelo, estaba su madre, con la plancha hecha un rubí de liberación todavía en la mano y muda, muda durante muchas horas, muda durante muchos días, muda hasta que el peso le pudo...

Soledad tiene una sombra de tristeza cuando recuerda como, acompañada de dos policías, su madre salió por la puerta de la finca.

La gente esperaba en la calle y en las ventanas; nadie dijo nada, sólo la miraban en silencio, y ella no miraba a nadie; cruzó la calle y montó en el coche, todo el mundo en silencio, un silencio espeso, confidente, solidario, pero triste, infinitamente triste. Soledad y su abuela, más enferma que hacía horas, todo el rato hipando por los rincones, salieron bastante más tarde, cuando nadie podía verles, como clandestinas y huyendo de la morbosidad lacerante y la humillación de la lástima. La noche era tibia y estrellada en su tranquila calle de barrio dormitorio, pero alborozada y luminosa en las travesías festivas de los sábados nocturnos por donde el taxi les conducía. Y cuando llegaron al portal de su abuela, se dio cuenta que una metamorfosis misteriosa había ocurrido dentro de ella y que nada, nada, ya sería igual.

         Soledad vuelve a detenerse. Todos guardamos silencio. Su compañero sigue apretándole con calidez la mano. Ella lo mira durante un instante y él le sonríe con ternura y afirma con un gesto de la cabeza.

Soledad tiene unos ojos grandes, oscuros y profundos, de los que surge a borbotones la sinceridad mezclada con un licor cristalino que a todos nos parece emborrachar. “Fui yo, tío, no fue mi madre… Yo maté a mi padre… yo, y eso no es lo que me atormenta, no… Lo que ya no cabe dentro de mí es haberme callado durante cinco años y dejado que mi madre lo pagara por mí.” Y un llanto limpio nos estremece como la fina lluvia del verano y purifica un poco el ambiente. “Pero tenía miedo, tío… Yo quería vivir, ¿sabes?... vivir, y tenía mucho miedo, mucho miedo…  Pero ya no puedo más… ya no puedo...”  De su bolsillo saca la última carta, plegada con cuidado, que su madre, mi hermana, le envió unos días antes. Era escueta, pero todos comprendimos: “Ya casi he cumplido, mi niña, por el pecado de no haberme atrevido a hacer lo que tenía que haber hecho mucho tiempo antes, pero pronto saldré, y me compraré un vestido nuevo e iremos las dos juntas a ver los escaparates, y nos tomaremos un chocolate caliente, como hacíamos en aquellas pocas tardes en que fuimos felices...”

No suelo llevarme por los sentimientos. Mi vida no ha sido fácil, aunque no me quejo, pero no pude evitarlo, porque siempre, desde niño, lo que más me ha emocionado han sido las demostraciones de afecto… nunca me he sabido manejar muy bien por ese terreno, lo dice mi mujer… y es cierto, sin embargo fui incapaz en ese momento de detener las lágrimas que brotaron de mis ojos. Aunque una pregunta me vino a la mente, ¿realmente hacía falta la existencia de un imbécil para que tamaño sacrificio nos hiciera comprender lo hermoso que puede ser el amor?...


“Una madre es capaz de cualquier sacrificio, cariño…” - dije con torpeza. – “No te sientas culpable… el error está en otra parte…”


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