MIS AMIGOS LOS LIBROS: El camino, de Miguel Delibes, por Ancrugon – Abril 2013
(…)
Después del
Evangelio, don José, el cura, que era un gran santo, subió al púlpito y empezó
el sermón. Se oyó un carraspeo prolongado en los bancos de los hombres e
instintivamente Daniel, el Mochuelo, comenzó a contar las veces que don José,
el cura, decía "en realidad". Aunque él no jugaba a pares o nones.
Pero don José decía aquella mañana cosas tan bonitas, que el Mochuelo perdió la
cuenta.
—Hijos, en
realidad, todos tenemos un camino marcado en la vida. Debemos seguir siempre
nuestro camino, sin renegar de él —decía don José—. Algunos pensaréis que eso
es bien fácil, pero, en realidad, no es así. A veces el camino que nos señala
el Señor es áspero y duro. En realidad eso no quiere decir que ése no sea
nuestro camino. Dios dijo: "Tomad la cruz y seguidme.
>Una cosa os
puedo asegurar —continuó—. El camino del Señor no está en esconderse en la
espesura al anochecer los jóvenes y las jóvenes. En realidad, tampoco está en
la taberna, donde otros van a buscarlo los sábados y los domingos; ni siquiera
está en cavar las patatas o afeitar los maizales durante los días festivos.
Dios mismo, en realidad, creó el mundo en seis días y al séptimo descansó. Y
era Dios. Y como Dios que era, en realidad, no estaba cansado. Y, sin embargo,
descansó. Descansó para enseñarnos a los hombres que el domingo había que
descansar".
Don José, el cura,
hablaba aquel día, sin duda, inspirado por la Virgen, y hablaba suavemente, sin
estridencias. Prosiguió diciendo cosas del camino de cada uno, y luego pasó a
considerar la infelicidad que en ocasiones traía el apartarse del camino
marcado por el Señor por ambición o sensualidad. Dijo cosas inextricables y
confusas para Daniel. Algo así como que un mendigo podía ser más feliz sin
saber cada día si tendría algo que llevarse a la boca, que un rico en un
suntuoso palacio lleno de mármoles y criados. "Algunos —dijo— por
ambición, pierden la parte de felicidad que dios les tenía asignada en un
camino más sencillo. La felicidad — concluyó— no está, en realidad, en lo más
alto, en lo más grande, en lo más apetitoso, en lo más excelso; está en
acomodar nuestros pasos al camino que el Señor nos ha señalado en la Tierra.
Aunque sea humilde".
(,,,)
“El camino”. Cap.
XVII (fragmento)
En estas palabras
de “don José, el cura, que era un gran
santo” se encierra la esencia de esta novela, El camino, pequeña por sus dimensiones, aunque enorme por su calidad
y contenido. Dividida en veintiún capítulos, breves y ágiles, los cuales pueden
ser leídos perfectamente como historias independientes, aunque están todos
ellos conectados y entrelazados, tiene una estructura circular puesto que,
partiendo de la situación inicial del capítulo I, donde Daniel, el Mochuelo no
puede conciliar el sueño pensando que al día siguiente debe partir para la
ciudad hacía un nuevo colegio, hacia nuevas compañías y horizontes, hacia sus
primeros pasos por su camino futuro, se vuelve a esa misma situación en el
capítulo XXI, desarrollándose entre ellos la evocación del pasado, saltando los
recuerdos de un momento a otro sin orden alguno establecido y apareciendo una
gran variedad de historias diferentes y un desfile de personajes de lo más
variopinto que le dan a la obra ese carácter ágil, alegre y sencillo, que hace
que su lectura sea fácil y amena.
Es El
camino, editada en 1950, la tercera novela de Miguel Delibes, está
ambientada en la España de posguerra y la acción se localiza en la villa de
Molledo, Cantabria, justo en el Valle de Iguña, donde, según confesión del
autor, iba de pequeño con su familia a pasar el verano ya que sus padres
descendían de allí y este es el marco apropiado para que surja uno de los temas
recurrentes de Delibes, la naturaleza, la cual es utilizada como un personaje
coral que hace conectar a los personajes con la realidad por medio de sus
experiencias, y ello se hace notorio, por ejemplo, en las descripciones del
paisaje:
(…)
El valle... Aquel
valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo
para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de
altas montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo
siquiera.
A veces, Daniel,
el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura, y el maestro, tenían razón, que
su valle era como una gran olla independiente, absolutamente aislada del
exterior. Y, sin embargo, no era así; el valle tenía su cordón umbilical, un
doble cordón umbilical, mejor dicho, que le vitalizaba al mismo tiempo que le
maleaba: la vía férrea y la carretera. Ambas vías atravesaban el valle de sur a
norte, provenían de la parda y reseca llanura de Castilla y buscaban la llanura
azul del mar. Constituían, pues, el enlace de dos inmensos mundos
contrapuestos. En su trayecto por el valle, la vía, la carretera y el río —que
se unía a ellas después de lanzarse en un frenesí de rápidos y torrentes desde
lo alto del Pico Rando— se entrecruzaban una y mil veces, creando una inquieta
topografía de puentes, túneles, pasos a nivel y viaductos.
En primavera y
verano, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, solían sentarse, al caer la
tarde, en cualquier leve prominencia y desde allí contemplaban, agobiados por
una unción casi religiosa, la lánguida e ininterrumpida vitalidad del valle. La
vía del tren y la carretera dibujaban, en la hondonada, violentos y frecuentes
zigzags; a veces se buscaban, otras se repelían, pero siempre, en la
perspectiva, eran como dos blancas estelas abiertas entre el verdor compacto de
los prados y los maizales. En la distancia, los trenes, los automóviles y los
blancos caseríos tomaban proporciones de diminutas figuras de
"nacimiento" increíblemente lejanas y, al propio tiempo,
incomprensiblemente próximas y manejables. En ocasiones se divisaban dos y tres
trenes simultáneamente, cada cual con su negro penacho de humo colgado de la
atmósfera, quebrando la hiriente uniformidad vegetal de la pradera. ¡Era gozoso
ver surgir las locomotoras de las bocas de los túneles! Surgían como los
grillos cuando el Moñigo o él orinaban, hasta anegarlas, en las huras del
campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al salir de sus agujeros, una misma
expresión de jadeo, amedrentamiento y ahogo.
Le gustaba al
Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el
conglomerado de prados, divididos en parcelas, y salpicados de caseríos
dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de
castaños o la tonalidad clara y mate de las aglomeraciones de eucaliptos. A lo
lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación y el clima,
alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una
solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros.
Al Mochuelo le
agradaba aquello más que nada, quizá, también, porque no conocía otra cosa. Le
agradaba constatar el paralizado estupor de los campos y el verdor frenético
del valle y las rachas de ruido y velocidad que la civilización enviaba de
cuando en cuando, con una exactitud casi cronométrica. Muchas tardes, ante la
inmovilidad y el silencio de la Naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la
noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas
y Roque, el Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral. Era en
estos casos, de noche y lejos del mundo, cuando a Roque, el Moñigo, se le
ocurrían ideas inverosímiles, pensamientos que normalmente no le inquietaban.
(…)
“El camino” Cap. III (fragmento)
Otro ejemplo de la interacción de la
naturaleza se nos muestra con la escusa de la caza, a la que los protagonistas,
al igual que el autor, eran bastante aficionados, como podemos observar en el
capítulo del búho, el Gran Duque, que le regala el tío de Extremadura a Daniel,
el Mochuelo:
(…)
Con el alba
salieron. Los helechos, a los bordes del sendero, brillaban de rocío y en la
punta de las hierbas se formaban gotitas microscópicas que parecían de
mercurio. Al iniciar la pendiente del Pico Rando, el sol asomaba tras la
montaña y una bruma pesada y blanca se adhería ávidamente al fondo del valle.
Visto, éste, desde la altura, semejaba un lago lleno de un líquido ingrávido y
extraño.
Daniel, el
Mochuelo, miraba a todas partes fascinado. En la espalda, encerrado en una
jaula de madera, llevaba al Gran Duque, que bufaba rabioso si algún perro les
ladraba en el camino.
Al salir de casa,
Daniel dijo al quesero:
—¿Y a la Tula no
la llevamos?
—La Tula no pinta
nada hoy —dijo su padre.
Y el muchacho
lamentó en el alma que la perra, que al ver la escopeta y oler las botas y los
pantalones del quesero se había impacientado mucho, hubiera de quedarse en
casa. Al trepar por la vertiente sur del Pico Rando y sentirse impregnado de la
luminosidad del día y los aromas del campo, Daniel, el Mochuelo, volvió a
acordarse de la perra. Después, se olvidó de la perra y de todo. no veía más
que la cara acechante de su padre, agazapado entre unas peñas grises, y al Gran
Duque agitarse y bufar cinco metros más allá, con la pata derecha encadenada.
Él se hallaba oculto entre la maleza, frente por frente de su padre.
—No te muevas ni
hagas ruido; los milanos saben latín —le advirtió el quesero.
Y él se acurrucó
en su escondrijo, mientras se preguntaba si tendrías alguna relación el que los
milanos supieran latín, como decía su padre, con que vistiesen de marrón, un
marrón duro y escueto, igual que las sotanas de los frailes. O a lo mejor su
padre lo había dicho en broma; por decir algo.
Daniel, el
Mochuelo, creyó entrever que su padre le señalaba el cielo con el dedo. Sin
moverse miró a lo alto y divisó tres milanos describiendo pausados círculos
concéntricos por encima de su cabeza. El Mochuelo experimentó una ansiedad
desconocida. Observó, de nuevo, a su padre y le vio empalidecer y aprestar la
escopeta con cuidado. El Gran Duque se había excitado más y bufaba. Daniel, el
Mochuelo, se aplastó contra la tierra y contuvo el aliento al ver que los
milanos descendían sobre ellos. Casi era capaz ya de distinguirles con todos
sus pormenores. Uno de ellos era de un tamaño excepcional. Sintió el Mochuelo
un picor intempestivo en una pierna, pero se abstuvo de rascarse para evitar
todo ruido y movimiento.
De pronto, uno de
los milanos se descolgó verticalmente del cielo y cruzó raudo, rasando la
cabeza del Gran Duque. Inmediatamente se desplomaron los otros dos. El corazón
de Daniel, el Mochuelo, latía desalado. Esperó el estampido del disparo,
arrugando la cara, pero el estampido no se produjo. Miró a su padre, estupefacto.
Éste seguía al
milano grande, que de nuevo se remontaba, por los puntos de la escopeta, pero
no disparó tampoco ahora. Pensó Daniel, el Mochuelo, que a su padre le ocurría
algo grave. Jamás vio él un milano tan próximo a un hombre y, sin embargo, su
padre no hacía fuego.
Los milanos
volvieron a la carga al poco rato. La excitación de Daniel aumentó. Pasó el
primer milano, tan cerca, que el Mochuelo divisó su ojo brillante y redondo
clavado fijamente en el Gran Duque, sus uñas rapaces y encorvadas. Cruzó el
segundo. Semejaban una escuadrilla de aviones picando en cadena. Ahora
descendía el grande, con las alas distendidas, destacándose en el cielo azul.
Sin duda era éste el momento que aguardaba el quesero. Daniel observó a su
padre. Seguía al ave por los puntos de la escopeta. El milano sobrevoló al Gran
Duque sin aletear. En este instante sonó el disparo, cuyas resonancias se
multiplicaron en el valle. El pájaro dejó flotando en el aire una estela de
plumas y sus enormes alas bracearon frenéticas, impotentes, en un desesperado
esfuerzo por alejarse de la zona de peligro. Mas, entonces, el quesero disparó
de nuevo y el milano se desplomó, graznando lúgubremente, en un revoloteo de
plumas.
(…)
“El camino” Cap. XII (fragmento)
Y es gracias a la naturaleza como los
chiquillos llegan a comprender los misterios de la vida, como el de la
procreación, pues gracias a las conejas Roque, el Moñigo, puede explicar a sus
amigos, Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, que los niños no vienen de
las cigüeñas sino que nacen de las madres:
(…)
Aquella tarde, en
el prado de la Encina, junto al río, mientras el Moñigo hablaba, él se acordó
de la estampa de la vaca holandesa. Acababan de chapuzarse y un vientecillo
ahilado les secaba el cuerpo a fríos lengüetazos. Con todo, flotaba un calor
excesivo y pegajoso en el ambiente. Tumbados boca arriba en la pradera, vieron
pasar por encima un enorme pájaro.
—¡Mirad!—chilló el
Mochuelo—. Seguramente será la cigüeña que espera la maestra de La Cullera. Va
en esa dirección.
Cortó el Tiñoso:
—No es una
cigüeña; es una grulla.
El Moñigo se sentó
en la hierba frunciendo los labios en un gesto hosco y enfurruñado. Daniel, el Mochuelo,
contempló con envidia cómo se inflaba y desinflaba su enorme tórax.
—¿Qué demonio de
cigüeña espera la maestra? ¿Así andáis todavía? —dijo el Moñigo.
El Mochuelo y el
Tiñoso se incorporaron también, sentándose en la hierba. Ambos miraban
anhelantes al Moñigo; intuían que algo iba a decir de "eso". El Tiñoso
le dio pie.
—¿Quién trae los
niños, entonces? —dijo.
Roque, el Moñigo,
se mantenía serio, consciente de su superioridad en aquel instante.
—El parir —dijo,
seco, rotundo.
—¿El parir?
—inquirieron, a dúo, el Mochuelo y el Tiñoso.
El otro remachó:
—Sí, el parir.
¿Visteis alguna vez parir a una coneja? —dijo.
—Sí.
—Pues es igual.
En la cara del
Mochuelo se dibujó un cómico gesto de estupor.
—¿Quieres decir
que todos somos conejos? —aventuró.
Al Moñigo le
enojaba la torpeza de sus interlocutores.
—No es eso —dijo—.
En vez de una coneja es una mujer; la madre de cada uno.
Brilló en las
pupilas del Tiñoso un extraño resplandor de inteligencia.
—La cigüeña no
trae los niños entonces, ¿verdad? Ya me parecía raro a mí —explicó—. Yo me
decía, ¿por qué mi padre va a tener diez visitas de la cigüeña y la Chata, la
vecina, ninguna y está deseando tener un hijo y mi padre no quería tantos?
El Moñigo bajó la
voz. En torno había un silencio que sólo quebraban el cristalino chapaleo de
los rápidos del río y el suave roce del viento contra el follaje. El Mochuelo y
el Tiñoso tenían la boca abierta. Dijo el Moñigo:
—Les duele la mar,
¿sabéis?
Estalló el
reticente escepticismo del Mochuelo:
—¿Por qué sabes tú
esas cosas?
—Eso lo sabe todo
cristiano menos vosotros dos, que vivís embobados —dijo el Moñigo—. Mi madre se
murió de lo mucho que le dolía cuando nací yo. No se puso enferma ni nada; se
murió de dolor. Hay veces que, por lo visto, el dolor no se puede resistir y se
muere uno. Aunque no estés enfermo, ni nada; sólo es el dolor. —Emborrachado
por la ávida atención del auditorio, añadió—: Otras mujeres se parten por la
mitad. Se lo he oído decir a la Sara.
Germán, el Tiñoso,
inquirió:
—Más tarde sí se
ponen enfermas, ¿no es cierto?
El Moñigo acentuó
el misterio de la conversación bajando aún más la voz:
—Se ponen enfermas
al ver al niño —confesó—. Los niños nacen con el cuerpo lleno de vello y sin
ojos ni orejas, ni narices. Sólo tienen una boca muy grande para mamar. Luego
les van naciendo los ojos, y las orejas, y las narices y todo.
(…)
“El camino” Cap.
VII (fragmento)
De otra parte, la muerte es otro tema
bastante frecuente en esta historia y ya no sólo por las veces que aparece en
ella, como en el suicidio de Josefina despechada al no conseguir el amor de
Quino el Manco, a quien primero se le murió la mujer, la madre de Mariuca-Uca,
de tuberculosis, o cuando muere de enfermedad Elena, la Guindilla mediana, o la
muerte al final de Germán, el Tiñoso, al caerse desde una roca al río, sino que
también está presente en las conversaciones e, incluso, en las letanías que Sara
le leía a su hermano Roque, el Moñigo, mientras lo mantenía encerrado como
castigo:
(…)
—Cuando mis pies,
perdiendo su movimiento, me adviertan que mi carrera en este mundo está próxima
a su fin...
Y, detrás, sonaba
la voz del Moñigo, opaca y sorda, como si partiera de lo hondo de un pozo:
—Jesús
misericordioso, tened compasión de mí.
De nuevo las inflexiones
de Sara, cada vez más huecas y extremosas:
—Cuando mis ojos
vidriados y desencajados por el horror de la inminente muerte, fijen en vos sus
miradas lánguidas y moribundas...
—Jesús
misericordioso, tened compasión de mí.
Se iba adueñando
de Daniel, el Mochuelo, un pavor helado e impalpable. Aquella tétrica letanía
le hacía cosquillas en la médula de los huesos. Sin embargo, no se movió del
sitio. Le acuciaba una difusa e impersonal curiosidad.
—Cuando perdido el
uso de los sentidos —continuaba, monótona, la Sara— el mundo todo desaparezca
de mi vista y gima yo entre las angustias de la última agonía y los afanes de
la muerte...
Otra vez la voz
amodorrada y sorda y tranquila del Moñigo, desde el pajar:
—Jesús
misericordioso, tened compasión de mí.
Al concluir Sara
su correctivo verbal, se hizo impaciente la voz de Roque:
—¿Has terminado?
—Sí —dijo Sara.
—Ale, abre.
La interrogación
siguiente de la Sara envolvía un despecho mal reprimido:
—¿Escarmentaste?
—¡No!
—Entonces no abro.
—Abre o echo la
puerta abajo. El castigo ya se terminó.
Y Sara le abrió a
su pesar. El Moñigo le dijo al pasar a su lado:
—Me metiste menos
miedo que otros días, Sara.
La hermana perdía
los estribos, furiosa:
—¡Calla, cerdo! Un
día... un día te voy a partir los hocicos o yo no sé lo que te voy a hacer.
—Eso no; no me
toques, Sara. Aún no ha nacido quien me ponga la mano encima, ya lo sabes —dijo
el Moñigo.
(…)
“El camino” Cap.
II (fragmento)
Otro tema bastante importante y común,
pues de relaciones humanas va la obra, son el amor y la amistad. Ésta queda
bastante patente en la relación de los tres protagonistas: Daniel el Mochuelo,
Roque el Moñigo y Germán el Tiñoso, quienes a pesar de sus constantes e
interminables competencias, son inseparable y leales. Por su parte la relación
amorosa aparece constantemente flotando sobre el aire del pueblo en toda la
amplia gama en la que puede aparecer y no solamente en las correrías de las
parejas por los bosques en las tardes de los domingos, algo que lleva de cabeza
al bueno de don José, el cura, sino en el que va desde el amor platónico de
Daniel el Mochuelo por la Mica, una muchacha diez años mayor que él, hija del
Indiano; o el amor sin condiciones de la pequeña Mariuca-Uca por Daniel el
Mochuelo la cual le dice, con su inocencia de niña, que le gusta mirarlo; o el
amor desesperado de Josefina por Quino el Manco que le lleva al suicidio porque
él, a su vez, está enamorado, sin futuro, de otra mujer que está enferma de
tuberculosis; o al amor ciego de Irene, la Guindilla Menor por el empleado del
Banco, Dimas, quien le saca todo su dinero; o el amor por necesidad que surge
entre el maestro y Sara a causa de una jugarreta preparada por los tres amigos:
(…)
El día que Roque,
el Moñigo, expuso a Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, sus proyectos fue
un día soleado de vacación, en tanto Pascual, el del molino, y Antonio, el
Buche, disputaban una partida en el corro de bolos.
—Oye, Mochuelo
—dijo de pronto—; ¿por qué no se casa la Sara con el Peón?
Por un momento,
Daniel, el Mochuelo, vio los cielos abiertos. ¿Cómo siendo aquello tan sencillo
y pertinente no se le ocurrió antes a él?
—¡Claro!—replicó—.
¿Por qué no se casan?
—Digo —agregó a
media voz el Moñigo—, que para casarse dos basta con que se entiendan en alguna
cosa. La Sara y el Peón se parecen en que ninguno de los dos me puede ver a mí
ni en pintura.
A Daniel, el
Mochuelo, iba pareciéndole el Moñigo un ser inteligente. No veía manera de
cambiar de exclamación, tan perfecto y sugestivo le parecía todo aquello.
—¡Claro!—dijo.
Prosiguió el
Moñigo:
—Figúrate lo que
sería vivir yo en mi casa con mi padre, los dos solos, sin la Sara. Y en la
escuela, don Moisés siempre me tendría alguna consideración por el hecho de ser
hermano de su mujer e incluso a vosotros por ser los mejores amigos del hermano
de su mujer. Creo que me explico,¿no?
De la contumacia
del Mochuelo se infería su desbordado entusiasmo.
—¡Claro!—volvió a
decir.
—¡Claro!—adujo el
Tiñoso, contagiado.
El Moñigo movió la
cabeza dubitativamente:
—El caso es que
ellos se quieran casar —dijo.
—¿Por qué no van a
querer? —afirmó el Mochuelo—. El Peón hace diez años que necesita una mujer y a
la Sara no la disgustaría que un hombre le dijese cuatro cosas. Tu hermana no
es guapa.
—Es fea como un
diablo, ya lo sé; pero también es fea la Lepórida.
—¿Es escrupulosa
la Sara? —dijo el Tiñoso.
—Qué va; si le cae
una mosca en la leche se ríe y le dice: "Prepárate, que vas de
viaje", y se la bebe con la leche como si nada. Luego se ríe otra vez —
dijo Roque, el Moñigo.
—¿Entonces? —dijo
el Tiñoso.
—La mosca ya no
vuelve a darle guerra; es cosa de un momento. Casarse es diferente —dijo el
Moñigo.
Los tres
permanecieron un rato silenciosos. Al cabo,Daniel, el Mochuelo, dijo:
—¿Por qué no
hacemos que se vean?
—¿Cómo? —inquirió
el Moñigo.
El Mochuelo se
levantó de un salto y se palmeó el polvo de las posaderas:
—Ven, ya verás.
Salieron de la
bolera a la carretera. La actitud del Mochuelo revelaba una febril excitación.
—Escribiremos una
nota al Peón como si fuera la propia Sara, ¿me entiendes? Tu hermana sale todas
las tardes a la puerta de casa para ver pasar la gente. Le diremos que le
espera a él y cuando él vaya y la vea creerá que le está esperando de verdad.
Roque, el Moñigo,
adoptaba un gesto hosco, enfurruñado, habitual en él cuando algo no le
convencía plenamente.
—¿Y si el Peón
conoce la letra? —arguyó.
—La desfiguraremos
—intervino, entusiasmado, el Tiñoso.
Añadió el Moñigo:
—¿Y si le enseña
la carta a la Sara?
Daniel caviló un
momento.
—Le diremos que
queme la carta antes de ir a verla y que jamás le hable de esa carta si no
quiere que se muera de vergüenza y que no le vuelva a mirar a la cara.
—¿Y si no la
quema? —argumentó, obstinado, el Moñigo.
—La quemará. El
asqueroso Peón tiene miedo de quedarse sin mujer. Ya es un poco viejo y él sabe
que tuerce la boca. Y que eso hace feo. Y que a las mujeres no les gusta besar
la boca de un hombre en la oreja. Ya se lo dijo la Lepórida bien claro —dijo el
Mochuelo.
(…)
“El camino” Cap.
XV (fragmento)
Otra cuestión bastante recurrente es la de
la religión, apareciendo en esa forma trágica y grandilocuente, más cercana al
fanatismo supersticioso que a la fe sincera, que invadió las mentes de los
españoles de posguerra:
(…)
La Guindilla
mayor, no obstante el tono rojizo de su piel, era alta y seca como una cucaña,
aunque ni siquiera tenía, como ésta, un premio en la punta. Total, que la
Guindilla no tenía nada, aparte unas narices muy desarrolladas, un afán
inmoderado de meterse en vidas ajenas y un vario y siempre renovado repertorio
de escrúpulos de conciencia.
A don José, el
cura, que era un gran santo, le traía de cabeza.
—Mire usted, don
José —le decía, cualquier día, un minuto antes de empezar la misa—, anoche no
pude dormir pensando que si Cristo en el Monte de los Olivos se quedó solo y
los apóstoles se durmieron, ¿quién pudo ver que el Redentor sudase sangre?
Don José entornaba
los ojillos, penetrantes como puntas de alfileres:
—Tranquiliza tu
conciencia, hija; esas cosas las conocemos por revelación.
La Guindilla mayor
lloriqueaba desazonada y hacía cuatro pucheros. Decía:
—¿Cree usted, don
José, que podré comulgar tranquila habiendo pensado esas cosas?
Don José, el cura,
debía usar de la paciencia de Job para soportarla:
—Si no tienes
otras faltas puedes hacerlo.
Y así un día y
otro día.
—Don José, anoche
no pegué un ojo dando vueltas al asunto del Pancho. ¿Cómo puede recibir este
hombre el sacramento del matrimonio si no cree en Dios?
Y unas horas
después:
—Don José, no sé
si me podrá absolver usted. Ayer domingo leí un libro pecaminoso que hablaba de
las religiones en Inglaterra. Los protestantes están allí en franca mayoría.
¿Cree usted, don José, que si yo hubiera nacido en Inglaterra, hubiera sido
protestante?
Don José, el cura,
tragaba saliva:
—No sería difícil,
hija.
—Entonces me
acuso, padre, de que podría ser protestante de haber nacido en Inglaterra.
(…)
“El camino” Cap. V
(fragmento)
En lo relativo a los personajes, a lo
largo de la novela aparece todo un despliegue de diversos caracteres que van
desfilando ante nosotros con sus virtudes y sus miserias, gente normalmente
sencilla de campo que busca sobrevivir y aspira a dar un futuro mejor para sus
hijos, pero sin hacer ascos a los pequeños placeres de la vida.
Daniel el Mochuelo, cuyo apodo le viene de
su forma de mirar fijamente y con cara de asustado, es el protagonista y con él
comienza la historia y con él concluye. Con once años, su padre, el quesero, ha
decidido enviarlo a la ciudad para estudiar pues quiere que tenga una vida
mejor que la suya, sin embargo todo lo que Daniel pretende de la vida es estar
con sus amigos, el Moñigo y el Tiñoso, y poder ver a la Mica.
Roque el Moñigo tiene fama de golfo y
zascandil en el pueblo porque sabe mucho sobre mujeres a pesar de tener doce
años. Es un chico fuerte y grande, no tiene miedo a nada, excepción hecha a que
se caigan las estrellas, y puede vencer a muchos hombres. Es hijo de Paco, el
herrero, y al faltar su madre cuando él nació, su hermana Sara se preocupa de
él, pero lo único que hace es castigarle pos sus continuas travesuras. Y aunque
le gusta pelearse para demostrar su fortaleza física, es un buen amigo de sus
amigos.
Germán el Tiñoso es un chico algo rarito,
esmirriado, débil y pálido, con la cabeza llena de calvas que, según su padre,
son a causa de la tiña que le pegaron los pájaros a los cuales es muy
aficionado. Es el más pequeños de todos los hijos de Andrés, el zapatero, al
que en el pueblo le llaman “el hombre que de perfil no se ve” por su extremada
delgadez, y de Rita la Tonta.
Salvador, el quesero, es el padre de
Daniel el Mochuelo, es un hombre muy ahorrador y de carácter un tanto agrio.
Está empeñado en enviar a su hijo a la ciudad para que estudie y se labre un
camino lejos de la miseria del pueblo. Cuando Daniel era pequeño, jugaba mucho
con él, pero a medida que se fue haciendo mayor se alejó para que el chico
madurara por sí solo. Su mujer no comparte su forma de pensar y no quiere
separarse de Daniel, su único hijo, a pesar de que ella querría tener una niña,
pero su vientre está seco.
Paco, el herrero, padre de Roque el
Moñigo, es un hombre fuerte, de tórax inabarcable, espaldas macizas, pelo
híspido y rojo y aspecto salvaje. En el pueblo tiene fama de borracho porque
siempre bebe mientras trabaja, aunque Daniel le admira por su fuerza y tamaño.
Quino el Manco, quien perdió su mano
cortando leña con su hermano, tiene una taberna un tanto alejada del pueblo que
no le va demasiado bien. Su mujer, que estaba enferma de tuberculosis, se
llamaba Mariuca y de ella le queda una niña que responde al nombre de
Mariuca-Uca. Cuando se estaba casando, Josefa, otra muchacha del pueblo que
estaba enamorada de él, se suicida tirándose al río por despecho. Más tarde
salva a Lola, la Guindilla Mayor, de que los jóvenes del pueblo, hartos de
ella, la tirasen también al río, y poco después se casará con ella, pero se
arrepentirá pronto.
Las Guindillas son tres hermanas: Lola, la
Guindilla Mayor, que es muy religiosa y tiene una tienda. Su aspecto no es muy
atractivo, alta, delgada y con la cara redonda y roja, esto, unido a su
carácter picante y agrio, le hizo ganarse el apodo. Es un mujer muy cotilla y
siempre se está metiendo en los asuntos de los demás e intenta organizar cosas
con don José, el cura, para cambiar las costumbres del pueblo que tanto le escandalizan,
lo que le traerá algún que otro problema, como cuando intenta que los jóvenes
no vayan los domingos al prado a meterse mano y por poco acaba bastante mal si
no interviene Quino, el manco. Por su parte, Elena, la Guindilla Mediana, no es
tan religiosa y muere de enfermedad, pero cuando la gente del pueblo les da el
pésame, Lola responde: “ha sido decisión
de Dios llevarse lo más inútil de la familia”. E Irene, la Guindilla
Pequeña, la más rebelde, que se escapa con un hombre que la tima y debe volver
con su hermana mayor, la cual la perdona y la acoge de nuevo en su casa.
La Mairuca-Uca es una niña pecosa y bajita
que siempre va detrás de Daniel el Mochuelo quien intenta librarse de ella como
sea, incluso diciéndole: “Vete a pesarme
a la farmacia” y lo gracioso es que la niña va y vuelve diciendo: “Me han dicho que para pesarte debes ir tú”.
A ella le gusta Daniel y sufre al ver que él sólo tiene ojos para la Mica, pero
ella persiste y es la que no falla nunca cuando él necesita alguien a su lado.
La Mica es hija de Gerardo el Indiano, que
se fue a América para ganar algo de dinero y volvió rico. Es una chica de
veinte años, alta, guapa, de cutis bien cuidado y piel muy blanca que lleva de
cabeza a Daniel.
Quedan todavía más personajes, como don
José, el cura, “que es una santo”,
que intenta llevar por el buen camino a sus feligreses arengándoles con
sermones aburridos sobre los que apuestan los hombres a pares o nones a ver
cuantas veces dice “en realidad”. O
Camila, la Lepórida, o don Moisés el Peón, el Maestro del pueblo, o Sara, la
hermana de Roque el Moñigo, o…
El lenguaje de la novela es sencillo y
rico a la vez, ajustándose perfectamente al ambiente y a los personajes,
incluyendo muchas palabras del ámbito rural y jugando, sobre todo en las
descripciones, a unir el estado anímico de los protagonistas con la visión que
nos da de la naturaleza en ese momento, pues Delibes se caracteriza por su
maestría en la narración y su gran capacidad para hacernos ver los tipos y los
ambientes, preocupado de ser natural y fiel y, sobre todo, sencillo, captando
la realidad histórica que pretende plasmar en su trabajo.
(…)
Germán, el Tiñoso,
levantó un dedo, ladeó un poco la cabeza para facilitar la escucha, y dijo:
—Eso que canta en
ese bardal es un rendajo.
El Mochuelo dijo:
—No. Es un
jilguero.
Germán, el Tiñoso,
le explicó que los rendajos tenían unas condiciones canoras tan particulares, que
podían imitar los gorjeos y silbidos de toda clase de pájaros. Y los imitaban
para atraerlos y devorarlos luego. Los rendajos eran pájaros muy poco recomendables,
tan hipócritas y malvados.
El Mochuelo
insistió:
—No. Es un
jilguero.
Encontraba un
placer en la contradicción aquella mañana. Sabía que había una fuerza en su
oposición, aunque ésta fuese infundada. Y hallaba una satisfacción morbosa y
oscura en llevar la contraria.
Roque, el Moñigo,
se incorporó de un salto y dijo:
—Mirad; un tonto
de agua.
Señalaba a la
derecha de la Poza, tres metros más allá de donde desaguaba El Chorro. En el
pueblo llamaban tontos a las culebras de agua. Ignoraban el motivo, pero ellos
no husmeaban jamás en las razones que inspiraban el vocabulario del valle. Lo aceptaban,
simplemente, y sabían por eso que aquella culebra que ganaba la orilla a
coletazos espasmódicos era un tonto de agua. El tonto llevaba un pececito
atravesado en la boca. Los tres se pusieron en pie y apilaron unas piedras.
Germán, el Tiñoso,
advirtió:
—No dejarle subir.
Los tontos en las cuestas se hacen un aro y ruedan más de prisa que corre una liebre.
Y atacan, además.
Roque, el Moñigo,
y Daniel, el Mochuelo, miraron atemorizados al animal. Germán, el Tiñoso, saltó
de roca en roca para aproximarse con un pedrusco en la mano. Fue una mala
pisada o un resbalón en el légamo que recubría las piedras, o un fallo de su
pierna coja. El caso es que Germán, el Tiñoso, cayó aparatosamente contra las
rocas, recibió un golpe en la cabeza, y de allí se deslizó, como un fardo sin vida,
hasta la Poza. El Moñigo y el Mochuelo se arrojaron al agua tras él, sin
titubeos. Braceando desesperadamente lograron extraer a la orilla el cuerpo de
su amigo. El Tiñoso tenía una herida enorme en la nuca y había perdido el
conocimiento. Roque y Daniel estaban aturdidos. El Mochuelo se echó al hombro
el cuerpo inanimado del Tiñoso y lo subió hasta la carretera. Ya en casa de
Quino, la Guindilla le puso unas compresas de alcohol en la cabeza. Al poco
tiempo pasó por allí Esteban, el panadero, y lo transportó al pueblo en su
tartana.
Rita, la Tonta,
prorrumpió en gritos y ayes al ver llegar a su hijo en aquel estado. Fueron
unos instantes de confusión. Cinco minutos después, el pueblo en masa se
apiñaba a la puerta del zapatero. Apenas dejaban paso a don Ricardo, el médico;
tal era su anhelante impaciencia. Cuando éste salió, todos los ojos le miraban,
pendientes de sus palabras:
—Tiene fracturada
la base del cráneo. Está muy grave. Pidan una ambulancia a la ciudad —dijo el médico.
De repente, el
valle se había tornado gris y opaco a los ojos de Daniel, el Mochuelo. Y la luz
del día se hizo pálida y macilenta. Y temblaba en el aire una fuerza aún mayor
que la de Paco, el herrero. Pancho, el Sindiós, dijo de aquella fuerza que era
el Destino, pero la Guindilla dijo que era la voluntad del Señor. Como no se
ponían de acuerdo, Daniel se escabulló y entró en el cuarto del herido. Germán,
el Tiñoso, estaba muy blanco y sus labios encerraban una suave y diluida
sonrisa.
(…)
“El camino” Cap. XIX (fragmento)
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