JUGUETES: Susurros: Una visita nocturna, por Wendy

Tan sólo faltaban dos días para el sábado de la fiesta y María estaba cada día más nerviosa, sobre todo cuando veía a su hermana desenvolviéndose entre aquella descomunal maraña de preparativos igual que un pez en las aguas más plácidas y cristalinas: siempre le había sacado de quicio su natural disposición para ese tipo de cosas, su facilidad para relacionarse con las otras personas, sobre todo con los chicos, la desenvoltura con que era capaz de llevar una conversación, la aptitud innata de caerle bien a la gente y, sin embargo, luego en casa se comportaba como una ñoña y blanda chiquilla melindrosa y miedica.
Esa noche se habían ido pronto a la cama pues su madre había quedado con ellas para llevarlas temprano por la mañana a la ciudad con la finalidad de comprarse unos vestidos nuevos con que lucirse en la fiesta. Seguro que estarían guapas, seguro, “porque guapas somos”, se decía María con cierto orgullo, pero seguro también que Lucía llamaría más la atención de los chicos, con su pelo rubio, sus ojos azules y siempre sonriente y dispuesta a reírse de cualquier chorrada que le dijeran, mientras que ella tendría que aguantar a la cargante de Laura, quien no la dejaba ni a sol ni a sombra desde que llegaron al pueblo, o, mucho peor, al pesado de Felipe que juraba y perjuraba que estaba loco por ella… loco sí que estaba, sí, pero de atar. Y allí estaba, en la cama, sin poder conciliar el sueño, ¿quizá porque no había apagado todavía la televisión?... podía ser, ¡pero las once no era una hora adecuada para irse a dormir en verano!... Las chicharras todavía rascaban que te rascaban sus élitros componiendo una sinfonía impropia para ser escuchada desde su habitación, pues lo que allí era insoportable, en la calle era pura melodía…
Cuando acabó la serie que estaba viendo, dio varias vueltas al dial zapeando desde la cama, pero al final puedo más la cordura y la apagó acomodándose para dormir. Algo del todo imposible pues sus ojos se negaban tozudamente a cerrarse.
Le gustaba su nueva habitación, ¡por fin sola!, personalizada a su manera y gustos, ¡tan diferentes a los de Lucía!... Y también le gustaba esa casa antigua y rodeada de vegetación, con tanta luz y paz… con el trinar de los pájaros… el soplo del viento… el… Poco a poco le iba ganando un sopor blando y relajante… Sin embargo… En un principio creyó que estaba soñando, luego se dio cuenta de que no, aquella vocecita era algo real y le susurraba al lado de su oído izquierdo, incluso podía sentir el roce de su frío aliento, pero no entendía muy bien lo que le decía… No abrió los ojos porque no quería ver qué, o quién, había entrado en su cuarto y ahora estaba recostado en un lado de su cama, donde sentía el peso de un cuerpo pequeño, menudo, pero real y consistente, sin embargo, increíblemente, no tenía miedo… Estaba tranquila, relajada, intentando descifrar el sentido de aquellas palabras que una voz infantil le iba susurrando a su oído con calma, con suavidad, hasta que una mano le acarició con delicadeza la mejilla y un frío insólito penetró hasta la médula de sus huesos y un grito brutal brotó de su garganta incorporándose de un golpe en la cama y viéndose a sí misma en las pupilas de unos ojos castaños inexpresivos que la miraban desde el demacrado rostro de una niña despeinada y sucia quien, ahora sí lo entendía, le susurraba: “No grites, no grites…”, pero aquel grito no era suyo, sino que procedía de alguna parte recóndita de su ser a la que ella no podía llegar y, mucho menos, dominar…
La puerta se abrió de golpe, la luz se encendió y sus padres aparecieron ante ella como una manada de búfalos verdaderamente asustados.
- ¿Qué te pasa, cariño, qué te pasa? – preguntaba su madre mientras se abalanzaba a abrazarla.
María miró a su izquierda, pero allí no había nadie, sólo su sillón de lectura junto a la ventana que daba al jardín. Palpó el lugar de la cama donde había estado sentada aquella niña, pero nada, no había ninguna señal que poder mostrar. Respiró profundamente en un intento desesperado por recuperar todo el aire perdido y entonces notó su corazón desbocado como un corcel en plena carrera y comenzó a llorar.
- Ya, ya, ya… - intentaba tranquilizarle Lucía madre acunándola entre sus brazos.
- Seguro que ha sido una pesadilla – afirmó Carlos que se había sentado en el borde derecho de la cama y le había cogido la mano que acariciaba entre las suyas de dedos largos, finos y ágiles de tanto escribir.
- ¡He vuelto a verlos, papá, he vuelto a verlos!
- Sólo ha sido un mal sueño.
- ¡No, papá, no! – estaba nerviosa, asustada, inusitadamente agitada. - ¡Era una niña pequeña… y me ha hablado, papá… y me ha tocado…! – y se estremeció como si fuera pleno invierno y la cama estuviera hecha de nieve.
El matrimonio intercambió una mirada cómplice de plena comprensión y Carlos se puso en pie serio y pensativo, dio unas vueltas por la habitación meditando y cuando se detuvo miró fijamente a su hija.
- María, esto no puede seguir así. Mañana mismo, aprovechando el viaje a la ciudad, vamos al psicólogo.
- ¡Yo no estoy loca, papá! – gimoteó María. - ¡Te juro que todo lo que os he dicho es verdad!
- No te resistas, mi amor – intervino la madre con suavidad. – Tal vez todo se deba al verano tan intenso que hemos llevado y a todos estos cambios en nuestra vida.
- Sin olvidar que tienes mucha imaginación, pequeña… - intentó bromear el padre. – A veces pienso que tú escribirías mejores novelas que yo…
Sin embargo, María se acuclilló en la cama y se encerró en sí misma totalmente ofendida. No había cosa en el mundo que le más le fastidiase que el no ser creída por los otros.
- No te enfades, cariño – intervino Lucía. – Al psicólogo no van los locos, va la gente normal que necesita alguna ayuda, de hecho todos deberíamos ir con más frecuencia… - y miró a Carlos de reojo guiñándole un ojo a María, pero ésta no estaba para bromas. – Tranquila, no pasa nada. Duérmete y mañana te compraras el vestido que más te guste. Al sábado tienes que deslumbrar a todos los chicos.
- A propósito de eso – atajó Carlos. - ¿Cómo es posible que con todo este jaleo Lucía no se haya enterado?
- Estará dormida y no lo habrá oído – respondió su esposa.
- ¿Ésa, con lo cotilla que es? – apuntilló Carlos y a María se le dibujó una trémula sonrisa en los labios. – Voy a ver – y salió.
Le oyeron llamar a la puerta de Lucía una, otra y otra vez sin recibir respuesta. Luego le oyeron abrir la puerta y al poco apareció en la habitación con cara sorprendida:

- ¡No está!

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