REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Calma, por Vicent M. B.

Pasqual estaba sentado justo frente a mí, y solo le faltaba lamerse la sangre de los colmillos. Con la mano izquierda asía una caña de cerveza mientras con el dedo medio de la mano derecha dibujaba círculos siguiendo la boca del vaso. En total éramos cuatro personas sentadas en aquella mesa, más una quinta que se levantaba constantemente para saludar conocidos, apremiar a los camareros o tropezar con aparente descuido con alguna postadolescente. Teníamos una conversación bastante animada e intelectualoide que, por momentos, estaba cristalizando en un despedazamiento cruel de las últimas películas de Woody Allen. Pasqual estaba participando activamente en la conversación y, sin embargo, con el tiempo seguramente acabe pensando que ayer estaba con la mirada perdida, en una especie de ensoñación. El caso es que mostraba una actitud turbadora. Por la calma canalla que transpiraba se podría decir que venía de pasar una tarde de sexo terriblemente satisfactorio. Pero había algo más. Había un punto malvado que solo podía explicarse si, además, viniera de follarse con dolor a la mujer de algún enemigo íntimo, o a la heredera de un banquero. Esa paz del asesino en serie que traslucía se hacía especialmente inquietante en sus facciones, que eran las más calmas que yo recordaba, siempre con ese semblante beatífico, como un poco puesto de hachís.


La aparente calma de Pasqual era legendaria. En la facultad hacíamos chistes sobre ella. Uno de los más celebrados era aquel que decía que un día levantó una ceja. Y ya está, eso era el chiste. En la primera huelga contra la Ley Orgánica de Universidades del gobierno Aznar, la asamblea de estudiantes en la que lo conocí organizó un piquete a las puertas del campus. A las ocho menos veinte de la mañana estábamos en la parada del autobús, y cinco minutos después empezaron a llegar los primeros estudiantes. El megáfono fue pasando de mano en mano, como si quemara, hasta que le llegó a Pasqual. Lo levantó, lo encendió, esperó a que cesara un pitido agudísimo (demasiado tiempo guardado llevaba ese trasto, pensamos todos) y entonces, con la naturalidad de quien pide fuego, gritó en un crescendo emotivo
-Esquiroooooolesssss... ¡MUERTOS!
Ante tamaña demostración de retórica la gente no sabía si reír o llorar, así que nos pusimos a aplaudir. Se vino arriba y una hora después entraba a las clases megáfono en mano al grito de "¡aquí, aquí, aquí hay esquiroles!" con la tonadilla de "así gana el Madrid". Fue glorioso. A la semana siguiente me partí la pierna jugando a futbito y él y otro de sus secuaces entraron a media tarde al Hospital Clínico para robar una silla de ruedas la víspera de la manifestación-monstruo en Madrid. Me recogieron al alba, me cargaron en el autobús, me pasearon por la Villa y Corte y, de vuelta a Valencia, devolvieron la silla al hospital. No lo olvido. Y lo extraordinario era que todas aquellas cosas -todas aquellas manifestaciones con su CNT (poca broma), las pintadas en las paredes de la facultad a plena luz del día, los desafíos mirando a los policías a los ojos-  las hacía con pinta, y actitud, de estar con una mantita delante de la chimenea de casa de su abuela. Por aquello su actitud anoche, en aquella tasca, resultaba tan turbadora. Al final me decidí a intentar rascar un poco:
-Pasqual, ¿has dormido bien esta noche pasada? Haces cara rara.
-¿Dormir? Sí, sin problemas, me han dejado volver a la cama.
-¿Te han mandado al sofá?
-Sí, antes de ayer, pero ya ha prescrito.
-¿Y eso?
-La chica, que últimamente tiene la mecha corta.
-Para que Inma te haya mandado al sofá la tienes que haber liado muy parda, no me vengas jodiendo, que a ella la conozco de antes que a ti.
En cierto modo sí, la había liado parda. Se encontró a un expresidente de la Diputación Provincial recién condenado por fraude fiscal por la calle y tiró tras de él llamándole ladrón. Pero eso no era motivo para que su pareja, combativa también, se hubiera mosqueado.
-Pasqual, no cuela. Hay algo más.
-Bueno, lo que le mosqueó fue que lo hice pedagógicamente.
-¿Pedagógicamente? 
Sí, pedagógicamente. Resulta que cuando se encontró al politicucho en cuestión Pasqual iba con su hijo, que apenas tiene tres años. Así que lo cogió en brazos, y como quien le cuenta que un ternero es el hijo de mamá vaca, le empezó a explicar a su hijo:
-Mira, ladrón es una palabra fea. Entonces no se puede ir diciendo por ahí. Pero si alguna vez robas, el juez dirá que eres un ladrón. Y entonces la gente te podrá llamar ladrón. ¿Lo has entendido?
-¿Qué es un juez?
-El señor que te dice si algo está mal hecho.
-¿Y a quién se lo dice?
-Pues mira, se lo ha dicho a ese señor de delante.
-¿Entonces es un ladrón?
-Sí, y como se lo ha dicho el juez, pues se lo podemos decir nosotros. ¿Te apetece?
-¡Síííí!
Y allá que Pasqual y el crío fueron cincuenta metros de calle detrás del ladrón llamándole precisamente eso, ladrón, hasta que una patrulla de la Policía Local los interceptó.
-Hombre, es de ser algo cerril, pero me sigue extrañando lo de Inma.
-Bueno, es que al final los pitufos sacaron las porras y yo llevaba al crío en brazos.
Enigma del destierro al sofá resuelto. Pero una nimiedad como unos insultos a un político, un altercado con la policía y una noche de mal sueño no explicaban el cambio en la mirada de Pasqual. Sin embargo, como él nunca había sido hombre de muchas palabras, no quise tirar más del hilo. Seguimos imaginando lúbricas situaciones en las que nos encontrábamos a presidentes autonómicos o miembros del gobierno central en un ascensor o en los baños de un restaurante. Pasamos un rato más de cachondeo, fuimos a un garito a tomar un par de cacharros y, no demasiado tarde para ser jueves, plegamos velas. En el camino de vuelta a casa, tal vez por los dos cubatas que nos habíamos apretado, recordé que Pasqual estaba teniendo un problema en la universidad. Tras dos años en el sector privado, huyó de la empresa donde estaba y, mientras esperaba alguna oportunidad laboral, una conocida le mandó una oferta de trabajo en la universidad. Con el título de doctor bajo el brazo se plantó allí, la pidió y se la concedieron, para pasmo de los miembros del departamento que no concebían que un expediente como el suyo anduviera tan cerca y además en paro. Pero me habían dicho que algo iba mal.
-Sí, me han jodido. Yo pillé un contrato de profesor asociado. Son los que se crearon para atraer a gente que trabaja en el sector privado y que, a tiempo parcial, quieran dar alguna asignatura suelta en la facultad. Así meten conocimientos actuales del sector que los profesores quizá no tengan.
-Pero en realidad los usan para cubrir horas que les faltan.
-Exacto. Yo entendí que tenías que estar trabajando en el momento de la firma del contrato. Entonces, cuando se resolvió a favor mío el concurso y tenía que ir a firmar, me di de alta en autónomos.
-¿De cuántas horas era el contrato? 
-Ocho a la semana.
-¿Y te llega para la cotización?
-Para la cotización y para tabaco, nada más. Para aprovechar que estoy dado de alta he montado una academia. Tengo dos alumnos de secundaria, tres demandantes de empleo y una oferta para poner publicidad en el boletín de la Agrupación de la Guardia Civil.
-Joder macho, ¿te compensa?
-Era la única manera de volver a meter la cabeza en la universidad. Pero entonces llegó el hijo de puta que había quedado segundo en el concurso. Es un profesor de instituto que lleva no sé cuántos años de asociado en otra facultad.
-Todos los profesores de instituto que yo conozco que han compatibilizado instituto y universidad se lo han acabado dejando. Dicen que es imposible atender las dos cosas como es debido.
-Pues este debe estar encantado, porque impugnó la plaza y ha ganado el recurso. Resulta que al entregar la solicitud para entrar el concurso tienes que estar trabajando también, y yo llevaba un mes en el paro. Así que se la han dado a un tío que no ha dado clase de mi asignatura en la vida. Más que nada porque es de otra titulación. ¡Es que esta materia ni siquiera la estudió él cuando estuvo en la facultad!
-¿Y por qué coño no pusieron tu titulación como requisito?
-Porque al ser un procedimiento rápido tuvieron miedo de que se les quedara la plaza desierta.
-Joder.
-El día que firmé la baja le dejé una nota en el departamento. "Suerte, tus alumnos la necesitarán. Arrieros somos". Le iba a poner una foto de mi chica con mi hijo, pero Inma se negó.
Sensata que es ella, pensé para mí. Pero todo lo que me contaba era motivo para el abatimiento, no para poner esa cara de psicópata: la ira tendría que haber dejado paso ya a la depresión.
-¿Y ahora?
-Ahora se han alineado los planetas y un catedrático del departamento se ha cogido una reducción de jornada. Le han nombrado director de no sé qué cátedra filantrópica, así que no puede dar clase y han tenido que sacar a concurso otra plaza de asociado. Con el mismo número de horas que la que tenía.
-¿Y la has pedido?

-La pedí hace tres semanas, no quise contar nada. Me han llamado esta mañana para contarme, extraoficialmente, que es mía. La peña de Recursos Humanos, que parece que con todo el jaleo del recurso les caí bien. Voy a dar la misma asignatura que el tío que me levantó la plaza, pero a otro grupo. La semana que viene tenemos reunión de coordinación.

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