LA PENÚLTIMA FILA A LA IZQUIERDA: Jazz de toque clásico: Andzrej Jagodzonsky y trío, por Ana Bosch López

26 de Mayo de 2013

Alberto no puede dormir. Está a tan sólo unas horas de asistir al que él considera el concierto del año. Se imagina sentado en las cómodas butacas del teatro, al lado de su hermano. Éste había intentado escabullirse de todas las formas posibles, pero había sido imposible; finalmente, había tenido que acceder.

Para Alberto, su hermano es un estúpido. Bueno, un estúpido entre muchas otras cosas. También es un antisocial, con un carácter totalmente ilógico y un capullo excéntrico.

Aunque lo que más le toca las narices es que está orgulloso de ello. Y no sólo eso: su hermano está convencido de que ese carácter es precisamente la prueba de que él es alguien especial. Alguien con un futuro grande, incomprendido por un mundo demasiado inculto, ignorante, imbécil o a saber qué. La cuestión es que el tío se piensa que está destinado a ser uno de los más grandes, y no uno cualquiera, ¡el muy gilipollas quiere ser uno de los más grandes músicos de jazz del siglo! Como si eso fuera cosa fácil. Claro, tú de repente, te levantas un día y dices “voy a ser un figura del jazz” y ¡hala! Viene el Espíritu Santo con la paloma, el loro o lo que sea, que lleva una varita mágica con polvos de hada y te convierte en un Parker o un Davis. Así de fácil.

¡Pues no! Ni de coña. La cosa no funciona así. Ni parecido. La gente se cree que para ser músico de jazz o una figura del rock hay que beber mucho, tener mucha cara y saber chapurrear un instrumento o a saber qué. Muy pocos saben que los grandes grupos como Scorpions eran doctores en música clásica o que los componentes de Queen se conocieron en el conservatorio. Se necesita más que ganas para ser alguien decente en este mundillo. Y no hablemos de ser una figura. Eso es algo inalcanzable para la mayoría.

Pero el tío estaba empeñado. Hacía 5 años que se había comprado un saxo tenor Conn 10M y se había puesto a estudiar como un poseso, pero, en vez de empezar como todo el mundo, con ejercicios de respiración y embocadura, notas largas y pequeñas canciones infantiles, se empeñaba en tocar de oído grandes éxitos de Whitney Houston y Eric Clapton.

Hasta tal punto llegaba su locura (ya que eso no podía llamarse de otra manera) que se había cambiado el nombre: ahora quería que lo llamaran Ornette, en honor a Ornette Colemann.

Definitivamente, su hermano está como una cabra. Le recordaba a la obsesión del cineasta Klaus Kinsky por Paganini y sólo esperaba que su hermano nunca llegase a ser tan explícito como Kinsky.

Alberto se levantó y se dirigió a su despacho. Encendió la cadena de música. Comenzó a sonar el famoso “Gloria” de Vivaldi. Cerró los ojos, y escuchó la perfecta dicción del “Propter magnam gloriam” del “The English Concert and Choir”, dirigido por el clavecinista Trevor Pinnock. Aun recordaba cuando la interpretaron en una ocasión con el coro y el director les decía: “¡Cuidado! Sin aspirar”.

Pronto se cansó y decidió cambiar de estilo. Buscó su preciado disco “Chopin” de Andzrej Jagodzinsky Trio y lo puso en marcha. La habitación cambió de atmósfera para introducirse en los suaves acordes del preludio en Mi menor, mientras la melodía pasa a manos del contrabajo.

El pianista  Andzrej Jagodzinsky había fundado su trío en 1993 y su primer disco oficial fue, precisamente, “Chopin”, donde versionan jazzísticamente algunas de las obras más famosas de este compositor, entre ellas, el fantástico preludio en Mi menor, que siempre le traía recuerdos de la magnífica conferencia de Benjamin Zender sobre la música clásica a la que tuvo el placer de asistir.

Para Alberto, la mayor diferencia entre el Andzrej Jagodzinsky Trío y el resto de tríos de jazz era que éstos realizan los arreglos con verdadero respeto a la obra original; no hay prácticamente cambios en la armonía ni en la estructura, excepto pequeños “breaks” o un mínimo cambio en algún acorde, pero conservando su función tonal. En la base rítmica se permiten un poco más de libertad, pero sin dejar de escuchar la verdadera esencia de la música Chopiniana. Era un verdadero placer haber descubierto a éstos tres virtuosos. Porque lo eran, aunque no quedara tan evidente como los famosos virtuosos del BeBop, como Parker o Monk, pero sabían crear la textura para hacer agradable cada una de las dificultosas piezas que interpretaban.

Estaba envuelto en la mágica armonía Jagodzinskiana cuando le vino a la mente la foto que había encima de su mesa. Se fijó en ella. Había dos mujeres jóvenes, rubias de pelo corto. Abajo a la derecha, estaba escrito; N y N. 1933.

Una de las dos mujeres era su abuela, Nancy Sand, que pronto iría a visitarlos. La otra era su amiga, Nancy Richards, un par de años más joven que ella. Se conocieron en la cafetería parisina “La Mer”, donde trabajaron unos meses de camareras, hasta que a la amiga de su abuela sufrió una trágica muerte a manos de un loco musicólogo obsesionado con la idílica historia del famoso compositor Chopin y la que fue su esposa durante cinco años, George Sand. El problema es que había estado persiguiendo a la Nancy incorrecta, ya que la verdadera “Sand” era su abuela y no ella.

Ahora, casi 60 años después, Alberto tenía que escribir y publicar aquella trágica historia a petición de su abuela. Cuando comenzaron a publicarle sus libros, ella siempre le decía que independientemente de los bestsellers que estaba consiguiendo, su mejor historia estaba aún por llegar. Se la contaría en el momento adecuado.

Alberto creía que ese momento era la razón por la que su abuela venía de visita desde los Ángeles, donde había nacido y residido gran parte de su vida. Por ello, a la emoción del concierto, se le sumaba la intriga que sentía hacia aquella historia tan bien oculta.

Decidió que no quería darle más vueltas a la cabeza y que lo mejor sería intentar dormir. Apagó el equipo de sonido y se acostó.

Finalmente se durmió pensando en el magnífico concierto que le esperaba mañana.





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