ESCRITOS DE MI MEMORIA: Recuerdos de la vida en mi ciudad, por Carmen Tomás Asensio
Esta es mi tierra, aquí nací y aquí viví
mi niñez, mi adolescencia, mi madurez. En mi ancianidad vivo fuera y la visito
con el cariño y los recuerdos de toda una vida.
A través de los años mantuve los lazos de
amistad que fui creando y los reforcé con mis vivencias.
Conocí dificultades, exploré sentimientos
y desarrollé valores, En una palabra, maduré poco a poco.
Superé mis errores y fui feliz.
Me enamoré y formé una familia. Un
proyecto de vida que dio frutos.
Y para cada época tengo un recuerdo
cariñoso y distinto que me enriqueció personalmente y me hizo feliz, en cada
momento. Porque se trataba de mi vida, de mi historia y tengo muchos motivos
para sentirme satisfecha.
Ahora que me he hecho mayor, tengo tiempo
para los recuerdos.
Ahora que me falla la memoria.
Pero en oleadas me vienen las ideas y
necesito sacarlas fuera, para recordar mejor y disfrutarlo. Y compartirlo con
los demás, porque las historias de las personas forman parte de las de los
pueblos. Y otras muchas personas habrán vivido las costumbres de mi ciudad y se
sentirán partícipes de lo que yo recuerdo.
Ramón Gómez de la Serna llevaba un
monóculo sin cristal. Decía que desde allí veía las cosas en relieve, más
reales, más cercanas. ¡Qué gran genio!
Yo vería mis recuerdos desde un monóculo
sin cristal. Me ayudaría a precisarlos. Porque estaban borrosos y perdidos en
los rincones de mi memoria. . Iguales o distintos. Pero más que como los
recuerdo, mientras los olvido, quiero retenerlos como los siento. No importan
fechas, ni nombres, ni lugares. Quiero recuperar sentimientos.
Así es, así fue, mi vida en Teruel…
Era la mayor de tres hermanos.
Vivíamos en la calle de San Juan.
Jugábamos en la plaza, que tenía árboles y
plantas y el suelo de tierra. Había una iglesia en lo que ahora es la
Delegación de Gobierno y en el lugar de los porches estaba el Hospital de la
Asunción.
Tengo muchas cosas perdidas en mi memoria.
Pero tengo imágenes claras de cómo estaban las calles donde jugué de niña. Otra
cosa son las fechas y nombres, que suelo confundir. Pero esta es una historia
personal y no creo que estos datos necesiten ser contrastados. Es lo que viví y
cómo lo viví.
Cuando estalló la Guerra Civil, yo apenas
tenía diez años. En casa teníamos una bodega para refrescar algunos alimentos y
bebidas. Entonces no había frigoríficos. Estaba debajo del nivel de la calle.
Allí nos refugiábamos durante los bombardeos.
Cuando estos ataques se hicieron más
fuertes, aquella protección era insuficiente y a muchos vecinos de aquel
entorno nos trasladaron a los sótanos del Banco de España. Llevamos lo
imprescindible. Ropas para abrigarnos en un invierno crudo, donde las
temperaturas bajaron de los veinte grados negativos. Pocos alimentos, pues ya
llevábamos tiempo aislados en nuestra propia casa y todo la habíamos ido
agotando. Mis padres, mis hermanos, abuelos, tíos, primos… Toda la familia que
vivíamos cerca del Banco.
Entonces el Ejército Republicano ocupó
nuestra casa y aprovechó nuestra bodega para hacer, desde allí, un túnel debajo
del Banco, para dinamitarlo.
Y eso hizo el 30 de diciembre de 1937.
Una horrible explosión, y polvo, y gritos,
y llantos, y SILENCIO.
Mucha gente murió allí, ante nuestros ojos
aterrados. Mi madre y uno de mis tíos, que habían salido del sótano, ya no
regresaron. Los mayores supieron el por qué. Tardamos tiempo en localizar el
cuerpo de mi madre. De mi tío nada se supo.
Nos trasladaron, durante esa noche de
pesadilla, al Hospital de La Asunción, y esos pocos metros nos costó horas
atravesarlos. Entre escombros y cadáveres. En un silencio absoluto, para evitar
los disparos de los soldados. Nadie se quejaba, nadie decía nada, no nos
atrevíamos ni a respirar.
Nos evacuaron a Valencia y, al término de
la guerra, regresamos a Teruel. Yo tenía ya doce años y era responsable de mis
hermanos pequeños. Un negocio y una casa arrasados y un empezar de cero y el
esfuerzo de mi padre por sacar adelante a tres niños sin el apoyo de su mujer.
No funcionaba nada. Sólo había escombros.
Pero, poco a poco, y con la ayuda y la ilusión de mucha gente, la ciudad fue
saliendo a flote.
Yo hacía lo que podía, para mi corta edad,
pero debía reanudar las clases, tanto tiempo aparcadas. Empecé a ir a las
Teresianas.
Una profesora que era de Mallorca me
decía:
- El cielo sobre las Islas tiene un azul
especial.
Al cabo del tiempo lo comprobé y supe por
qué. El cielo de las islas es más azul porque reflejaba el mar. El cielo de
Teruel tenía tonos cambiantes, diversos, porque reflejaba montañas de tierra
roja y campos de mies dorada y montañas verdes de pinos y ríos y cascadas
frescas bordeadas de chopos y hierbas de olor y flores amarillas… Y en invierno
se refleja en la nieve y es el espejo del hielo. Siempre distinto y bellísimo.
No hay nada que se pueda comparar con el
cielo de mi tierra.
Y he visto muchos cielos.
Nuestros paseos adolescentes:
La Plaza del Torico era el lugar más
concurrido.
Paseábamos arriba y abajo, en grupos.
Normalmente chicos y chicas por separado
al principio. En el caso de las chicas no era por nada especial. Sólo queríamos
sentirnos en grupo, más bulliciosas y desinhibidas. Éramos amigas, compañeras
de estudios, afines en edad, nivel social y costumbres.
Los chicos, y no creo que tuvieran metas
especiales, paseaban en dirección contraria a la nuestra. También grupos
bullangueros, animándose unos a otros
para decirnos “algo” a las chicas, al cruzarnos una y otra vez. Nada
especialmente comprometedor, cosas como:
- ¿Cómo te ha ido el examen, María Pilar?
o:
- ¿Va a salir tu hermano esta tarde?
En principio no hacía falta pararse. Las
contestaciones podían ser rápidas. Otras veces se celebraban las preguntas con
grandes risas. María Pilar no había tenido examen y Consuelo no tenía hermano.
Una broma simpática de uno de los muchachos que ayudaba a romper el hielo y que
no sabíamos por qué hacía tanta gracia. Seguramente porque necesitábamos
reírnos de algo.
Conforme pasaba el tiempo del paseo y el
tiempo en general solíamos pararnos alguna vez. Las chicas llenas de rubores y
los chicos empujándose unos a otros para animarse.
- ¿Habéis visto…?
- ¿Habéis estado en…?
- ¿Qué vais a hacer este verano?
Cosas sin demasiado sentido, que sólo
servían como excusa para pararse y hablar. Y este lento proceso de aproximación
podía durar días, con algunos retrocesos (y muchas risas) si se consideraba que
se habían “pasado” en las curiosidades.
Cuando se iba descubriendo una simpatía
“extra” por algún muchacho, se empezaba una táctica, lenta pero normalmente
eficaz.
La muchacha que sentía simpatía por un
chico, simplemente se ponía en el extremo
de la fila de amigas, en el lugar en que, al cruzarse con el grupo contrario,
se ponía el elegido. Esto si él correspondía a la elección.
La chica que no quería hablar
especialmente con ningún componente del otro grupo, se ponía en medio. Como esto
duraba varios paseos, se iban dando pasos firmes hacia una conversación, una
simpatía, una relación más personal.
Pocas veces se equivocaban los
protagonistas, después de tantos preliminares. Y si lo hacían, uno, otro o los
dos, volvían a camuflarse en medio de la fila de amigos/as y se acabó la
historia, antes de empezar.
Todos éramos buenos amigos y teníamos los
mismos pequeños motivos para reírnos mucho y sentirnos felices.
Yo conocí así a mi marido.
Era de Zaragoza y estudiaba allí. Vino a visitar
a su familia que, por el trabajo del padre residía en Teruel. Un conocimiento
de pasada y con la curiosidad que despierta un muchacho desconocido para la
pandilla.
Se fue para terminar sus estudios y le
perdí la pista.
Cuando regresó empezó a dar clase en un
colegio particular.
Volví a verlo en la Plaza del Torico,
durante los paseos. Alguien del grupo nos presentó y nada más.
Yo era ya una adolescente, con ganas de
estudiar, conocer cosas y cambiar el mundo. Con un gran desconocimiento para
hacerlo.
Y este fue el principio de una relación de
amistad que terminó en una hermosa historia de amor. Yo me ponía en el extremo
de mi fila de amigas. Él hacía lo mismo en el grupo de amigos. Intercambiábamos
palabras, opiniones, proyectos. Teníamos muchas aficiones comunes.
Él ya trabajaba. Yo tenía que estudiar y
eso era prioritario para mí. Había necesitado mucho tiempo para convencer a mi
padre de que quería prepararme para opositar a una plaza en el Ministerio de
Hacienda.
- Pero si las chicas os casáis y lo dejáis
todo para criar a los hijos.
Intentaba desanimarme con todos los
argumentos posibles. Que eran muchos y compartían la mayoría de los familiares.
Después de elaborar un plan con mi
necesidad de tiempo para estudiar y todas las objeciones y trabas que para
conseguirlo se me ponían, no iba a complicarlo todo por otra persona. Por mucho que empezase a gustarme. Así que se
lo dije bien claro.
- Hasta que no saque las oposiciones, no
hay nada que hacer. Ningún lazo que me obligue a emplear mi tiempo en algo que
no sea estudiar.
Fue un pacto que respetamos. Porque lo
conseguí. Aprobé. Empezó un nuevo rumbo para mi vida. Trabajar y dejarme
enamorar. ¡Cuántas experiencias en aquel caserón de la calle de San Juan, donde
estaba la Delegación de Hacienda! Cuántos amigos. Cuántos apoyos y afectos.
Para una chica tan joven, fue una experiencia maravillosa.
Aunque los sueldos de ambos no eran altos,
pensamos en casarnos.
Entonces no se pensaba en comprar un piso
y equiparlo por completo. Ni se necesitaba tener coche ni nada de lo que ahora
nos parece imprescindible. Sólo lo justo para empezar y luego ya iríamos
completando poco a poco.
No queríamos un noviazgo largo, contra el
parecer de ambas familias.
- Si os esperáis un poco, podríamos
ayudaros.
Pero no queríamos esperar.
Teníamos nuestros proyectos y la economía
no nos parecía lo más importante. Teníamos que ahorrar cada peseta para
podernos casar. El piso que encontramos costaba 250 pesetas mensuales. El
porcentaje para nuestros ingresos era demasiado alto y nuestros padres
intentaron disuadirnos.
- Demasiado caro. Demasiado lejos.
Pero nos gustaba su orientación, la luz,
el sol y la larga galería que bordeaba todo el piso.
- Lo ahorraremos de otro sitio, pero no
queremos renunciar a vivir allí.
Y este fue nuestro primer hogar. Nuestro
proyecto de vida en común. Nuestra familia empezó allí. Con muy poco fuimos
felices durante años.
La familia empezó a crecer. Después del
segundo niño pedí la excedencia, como había pronosticado mi padre. Lo más
importante era criar a los hijos personalmente.
El padre buscó un pluriempleo y yo aprendí
un curso acelerado de economía doméstica, sin profesor. Y la familia siguió
creciendo. Y pensando en futuros estudios y por oferta de trabajo a mi marido,
nos trasladamos a Valencia. Pero en Teruel quedaron los familiares, los amigos
y el corazón.
Volvíamos todos los veranos, en las
vacaciones de los pequeños. Casi tres meses. Los mayores y el padre venían
menos días y el resto iban y venían de Valencia a Teruel. Mi médico estaba
aquí. Mi familia me cuidaba aquí, en la que fue mi casa. Aquí nacieron todos
mis hijos.
A veces me preguntaban si es que quería
que fueran turolenses, como nosotros. No
lo hicimos de una manera premeditada. Simplemente estaba la familia y todo el
entorno propiciaba mi descanso. Era nuestra tierra y yo me sentía más protegida
aquí. Así que mis hijos son de Teruel y también han aprendido a amarlo. Ahora
están repartidos por varias ciudades españolas, preferentemente Valencia, y por
el extranjero. No hemos roto lazos nunca.
Al tiempo que mi marido trabajaba en la
mayor variedad de pluriempleos, yo administraba, lo mejor que sabía, el fruto
de su esfuerzo. Formábamos un buen equipo.
Puedo presumir de cosas que no se aprecian
en ninguna parte, pero que muchas mujeres reconocerán como suyas.
No soy buena cocinera, pero aprendí a
hacer, en tiempos de la escasez, las más ricas patatas a lo pobre. Las
tortillas más esponjosas, con el mínimo de huevos. Los guisos más variados con
la humilde carne picada. Y las salsas más sabrosas en las que mojar y mojar pan
para quedar saciados.
Y labores de punto. Desarrollé mi
imaginación al máximo. Siempre con mi libreta a mano, copié de los escaparates los
modelos más atractivos en prendas de punto. Me desvelaba en la noche pensando
con qué dibujos quedarían más bonitos los jerséis de mis hijos. Y sus
calcetines, bufandas y guantes. Hasta me atrevía con las caladas medias de los
trajes folklóricos. Tejía y tejía en lo
que deberían ser mis ratos de descanso. Una vuelta de punto de dibujo y la otra
vuelta lisa. Aprendía a hacerlo así porque no necesitaba mirar en esta última.
Y en este tiempo leía, mi vicio secreto. Apoyaba el libro en algún objeto que
lo mantuviese a mi altura y leía mientras tejía. Vuelta sí, vuelta no.
Me hubiera gustado hacer grandes cosas,
pero ya tenía mérito hacer lo que hacía y cómo lo hacía. Estaba satisfecha con
mi vida y, si tenía fallos, los consideraba dentro de lo normal. Mis hijos
estaban sanos, eran buenos y trabajadores, hicieran lo que hicieran y para mí,
hasta eran los más guapos.
Ahora sólo tengo mis necesidades, mis
vivencias, mis sueños, mis fantasías. ¿En qué orden? No sé cómo contar los
hermosos momentos que me sugiere cada calle, cada plaza, cada portal. En cada
rincón hay un recuerdo, una parte de mi vida colgada de los restos de mi
memoria.
Mi marido y yo teníamos proyectado pasar
nuestros últimos años en la tierra en que empezamos nuestra vida en pareja y
fuimos dichosos.
Pero él se adelantó en Valencia, ciudad
que nos acogió y que quiero. No puedo dejarlo solo aquí, bajo el algarrobo del
jardín de uno de mis hijos. El viejo árbol de tronco carcomido y hojas verdes y
hermosas, que guarda las cenizas de mis ilusiones.
Tarde yo lo que tarde en reunirme con él,
no puedo dejarlo solo aquí.
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