TEMAS E IDEAS: Mi primer tren, por Ancrugon – Abril 2013
Mi padre, como tantos otros españoles en la década de
los sesenta, viajo más allá de los Pirineos en busca de un trabajo que en su
tierra no hallaba. Él lo encontró en el sur de Francia y en aquello que mejor
sabía hacer: el campo. Allí estuvo un tiempo separado de su familia, mientras
nosotros, en nuestro pueblo lleno de luz mediterránea, esperábamos sus cartas y
su dinero. Mi recuerdo de aquella época no es el de una ausencia, no, pues mi
madre se encargaba diariamente de hacer real la presencia del padre,
contándonos los cuentos que él siempre nos contaba, relatándonos anécdotas que
le ocurrieron a él en su juventud, creando una lista de castigos o premios que se
le comunicarían a su regreso, escribiéndole unas largas cartas semanales que,
con escasas variaciones, eran siempre iguales, pidiendo por él en nuestras
oraciones de cada noche, e, incluso, buscando en la radio emisoras francesas
que no entendíamos pero que tenían la facultad de acercarnos un poco más.
En Navidad volvió durante unos días y vino cargado de
alegría, vitalidad y regalos. Si alguna imagen tengo de lo que debe ser la Navidad, es la de aquel
año. Nunca el arbolito brilló tanto con tan pocas luces, nunca el Belén estuvo
tan animado con tan pocas figuras, ni la mesa tan apetitosa con tan pocos
manjares, y nunca más volvimos a cantar villancicos con tantas ganas y fuerza.
El sol mediterráneo lució sus mejores galas y las cosas más sencillas se
llenaron de fantasía e ilusión.
Para el día de Reyes ya se había marchado, pero su
presencia se hizo magia al abrir el balcón y descubrir los grandes paquetes con
nombres propios: Vicente, Antonio,... envueltos en un arco iris de papel y con
un deseo que venía de más allá de los Pirineos: “¡Bon Noël!” En pocos segundos el arco iris quedó esparcido por el
suelo de la sala y ante nuestros ojos asombrados aparecieron aquellos sueños
que pronto nuestras nerviosas manos harían realidad.
Y allí estaba, con su máquina de vapor roja y negra,
con su departamento para el carbón, su cabina con puerta que se abría y se
cerraba, con sus tres vagones azules y plateados, llenos de ventanas a cada
lado y ruedas veloces que emitían un susurro de caminos y distancias, con sus
vías de plástico que al juntarlas formaban una enorme circunferencia por donde
corrían mis deseos persiguiendo horizontes siempre diferentes e ignorados, con
su llave dorada, portentosa llave de la vida que traía el movimiento a lo
inerte y daba velocidad a mi fantasía. Mi amor por aquel tren fue un flechazo
que duró durante años y años, incluso cuando ya estaba roto y la llave perdida,
y más cuando descubrí que él también era emigrante en tierra extraña: “Made in Ibi, Spain,” decía en su panza.
Seguro que cuando mi padre lo compró no sabía que aquello era un reencuentro.
Por eso, cuando él nos llamó para que fuéramos a su
lado, hacia aquellos lugares donde, según él, se hablaban tantas lenguas como
había en Europa y donde todo era más verde, pero menos luminoso, yo ya había
viajado millones de kilómetros dentro de mi pequeño tren, cruzando bosques y
montañas, ríos y desiertos, visto ciudades y aldeas, saludado a toda la gente
del mundo, de todas las razas y lenguas, de todas las formas y destinos…
Así que, cuando mi madre hizo, un buen día, su maleta vieja y raída por el tiempo y los
roces y llenó dos cestas de mimbre y un bolso grande de tela con nuestras cosas
y nos fuimos para allá, yo estuve casi todo el tiempo de pie junto a la
ventanilla, saludando a tantos amigos que ya en mis juegos antes había visto al
pasar y reconociendo todos los paisajes que junto a las vías de plástico ya
había soñado.
Y así descubrí, tras unos cristales de una ventanilla
fría y cerrada, que para recorrer el camino no necesitaba caminar…
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