EL ARPA DORMIDA: Caminante no hay camino… por Ancrugon – Abril 2013
Al
proponer el tema del mes, el camino, se nos vino a la memoria el poeta eterno
que quizá lo ha utilizado con más frecuencia en su simbología poética, Antonio
Machado, para quien este concepto representaba la vida en su transcurso, en su
pleno devenir, la vida como un peregrinaje hacia una meta o una simple búsqueda
tal vez de sí mismo y, por ello, los caminos aparecen en sus poemas desde el
principio, pues es desde el inicio, desde el primer paso, cuando el alma
inquieta comienza a perseguir los sueños y las ansias de vivir. Sin embargo,
con frecuencia, tal vez a causa de la ignorancia de los pocos años, o en el
poco aprovechamiento de los transcurridos, el caminar se hace errante, sin
rumbo fijo, en un desconsuelo y nostalgia de lo no vivido, de lo no hallado, lo
cual, inevitablemente, provoca un miedo existencial a la propia llegada, porque
el camino representa la vida que va pasando y se teme la llegada del inevitable
final:
COPLAS ELEGIACAS
¡Ay del que llega sediento
a ver el agua correr,
y dice: la sed que siento
no me la calma el beber!
¡Ay de quien bebe y, saciada
la sed, desprecia la vida:
moneda al tahúr prestada,
que sea al azar rendida!
Del iluso que suspira
bajo el orden soberano,
y del que sueña la lira
pitagórica en su mano.
¡Ay del noble
peregrino
que se para a
meditar,
después de largo
camino
en el horror de
llegar!
¡Ay de la melancolía
que llorando se consuela,
y de la melomanía
de un corazón de zarzuela!
¡Ay de nuestro ruiseñor,
si en una noche serena
se cura del mal de amor
que llora y canta sin pena!
¡De los jardines secretos,
de los pensiles soñados,
y de los sueños poblados
de propósitos discretos!
¡Ay del galán sin fortuna
que ronda a la luna bella;
de cuantos caen de la luna,
de cuantos se marchan a ella!
¡De quien el fruto prendido
en la rama no alcanzó,
de quien el fruto ha mordido
y el gusto amargo probó!
¡Y de nuestro amor primero
y de su fe mal pagada,
y, también, del verdadero
amante de nuestra amada!
Sin
embargo, el camino para Machado es algo real, algo concreto que el tiempo y la
distancia van difuminando sobre los horizontes: el del pasado y el del futuro,
y por ello en su devenir se entremezclan el deseo por lo venidero y la añoranza
por lo perdido y así, el camino se convierte en sueño:
Yo voy soñando
caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!...
¿Adónde el camino
irá?
Yo voy cantando,
viajero
a lo largo del
sendero...
—La tarde cayendo
está—,
"En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón."
Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.
La tarde más se
obscurece;
y el camino que
serpea
y débilmente
blanquea,
se enturbia y
desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir:
"Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada."
Pero
no olvidemos que don Antonio era un infatigable caminante y un minucioso
observador capaz de describirnos con paleta de pintor los paisajes de su
geografía personal, y de esta forma lo podemos seguir en sus paseos por las
riveras del Duero, entre chopos y encinas, sobre el verde del páramo soriano,
hasta la ermita de San Saturio:
A ORILLAS DEL
DUERO
Mediaba el mes de julio.
Era un hermoso día.
Yo, solo, por las
quiebras del pedregal subía,
buscando los
recodos de sombra, lentamente.
A trechos me
paraba para enjugar mi frente
y dar algún
respiro al pecho jadeante;
o bien, ahincando
el paso, el cuerpo hacia adelante
y hacia la mano
diestra vencido y apoyado
en un bastón, a
guisa de pastoril cayado,
trepaba por los
cerros que habitan las rapaces
aves de altura,
hollando las hierbas montaraces
de fuerte olor
—romero, tomillo, salvia, espliego—.
Sobre los agrios
campos caía un sol de fuego.
Un buitre de
anchas alas con majestuoso vuelo
cruzaba solitario
el puro azul del cielo.
Yo divisaba,
lejos, un monte alto y agudo,
y una redonda loma
cual recamado escudo,
y cárdenos alcores
sobre la parda tierra
—harapos
esparcidos de un viejo arnés de guerra—,
las serrezuelas
calvas por donde tuerce el Duero
para formar la
corva ballesta de un arquero
en torno a Soria.
—Soria es una barbacana,
hacia Aragón, que
tiene la torre castellana—.
Veía el horizonte
cerrado por colinas
obscuras,
coronadas de robles y de encinas;
desnudos
peñascales, algún humilde prado
donde el merino
pace y el toro, arrodillado
sobre la hierba,
rumia; las márgenes del río
lucir sus verdes
álamos al claro sol de estío,
y,
silenciosamente, lejanos pasajeros,
¡tan
diminutos!—carros, jinetes y arrieros,
cruzar el largo
puente, y bajo las arcadas
de piedra
ensombrecerse las aguas plateadas
del Duero.
El Duero cruza el
corazón de roble
de Iberia y de
Castilla.
¡Oh tierra triste
y noble,
la de los altos
llanos y yermos y roquedas,
de campos sin
arados, regatos ni arboledas;
decrépitas
ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos
palurdos sin danzas ni canciones
que aun van,
abandonando el mortecino hogar,
como tus largos
ríos, Castilla, hacia la mar!
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto
ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre
derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la
espada?
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o
gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los
mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aun el fantasma
yerra
de un pueblo que ponía a Dios sobre la
guerra.
La madre en otro tiempo fecunda en
capitanes,
madrastra es hoy apenas de humildes
ganapanes.
Castilla no es aquella tan generosa un
día,
cuando Mio Cid Rodrigo el de Vivar volvía,
ufano de su nueva fortuna, y su opulencia,
a regalar a Alfonso los huertos de
Valencia;
o que, tras la aventura que acreditó sus
bríos,
pedía la conquista de los inmensos ríos
indianos a la corte, la madre de soldados,
guerreros y adalides que han de tornar,
cargados
de plata y oro, a España, en regios
galeones,
para la presa cuervos, para la lid leones.
Filósofos nutridos de sopa de convento
contemplan impasibles el amplio
firmamento;
y se les llega en sueños, como un rumor
distante,
clamor de mercaderes de muelles de
Levante,
no acudirán siquiera a preguntar: ¿qué
pasa?
Y ya la guerra ha abierto las puertas de
su casa.
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus harapos desprecia cuanto
ignora.
El sol va
declinando. De la ciudad lejana
me llega un
armonioso tañido de campana
—ya irán a su
rosario las enlutadas viejas—.
De entre las peñas
salen dos lindas comadrejas;
me miran y se
alejan, huyendo, y aparecen
de nuevo, ¡tan
curiosas!... Los campos se obscurecen.
Hacia el camino
blanco está el mesón abierto
al campo
ensombrecido y al pedregal desierto.
O
los caminos andaluces de Baeza, flanqueados de grises olivos y doradas vides,
donde Machado lloraba el recuerdo de su malograda Leonor, su compañera de
tantos paseos, su amada esposa que queda plasmada en la metáfora de los caminitos blancos que se cruzan y se
alejan:
CAMINOS
De la ciudad
moruna
tras las murallas
viejas,
yo contemplo la
tarde silenciosa,
a solas con mi
sombra y con mi pena.
El río va
corriendo,
entre sombrías
huertas
y grises olivares,
por los alegres
campos de Baeza.
Tienen las vides
pámpanos dorados
sobre las rojas
cepas.
Guadalquivir, como
un alfanje roto
y disperso, reluce
y espejea.
Lejos, los montes
duermen
envueltos en la
niebla,
niebla de otoño,
maternal; descansan
las rudas moles de
su ser de piedra
en esta tibia
tarde de noviembre,
tarde piadosa,
cárdena y violeta.
El viento ha
sacudido
los mustios olmos
de la carretera,
levantando en
rosados torbellinos
el polvo de la
tierra.
La luna está
subiendo
amoratada,
jadeante y llena.
Los caminitos
blancos
se cruzan y se
alejan,
buscando los
dispersos caseríos
del valle y de la
sierra.
Caminos de los
campos...
¡Ay, ya no puedo
caminar con ella!
Sin
embargo raro es que los símbolos de su poesía se dirijan en una única dirección
y es frecuente encontrar diversos significados y múltiples intenciones y así la
nostalgia se mezcla con el simple recuerdo y la imagen real con la idealizada o
incluso soñada:
He andado muchos
caminos,
he abierto muchas
veredas;
he navegado en
cien mares,
y atracado en cien
riberas.
En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra,
y pedantones al paño
que miran, callan, y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.
Mala gente que camina
y va apestando la tierra...
Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.
Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan adonde llegan.
Cuando caminan,
cabalgan
a lomos de mula
vieja,
y no conocen la
prisa
ni aun en los días
de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.
Pero
a pesar de ser un soñador y de su espíritu nostálgico, Machado era realista y
sabía que la vida es lo actual, ni los recuerdos, ni los sueños, sino el
momento, el instante, y de nada sirve anclarse en el pretérito ni arriesgarse a
un condicional, el tiempo en que se conjuga la vida es un presente continuo:
ACASO...
Como atento no más a mi quimera
no reparaba en torno mío, un día
me sorprendió la fértil primavera
que en todo el ancho campo sonreía.
Brotaban verdes hojas,
de las hinchadas yemas del ramaje,
y flores amarillas, blancas, rojas,
alegraban la mancha del paisaje.
Y era una lluvia de saetas de oro,
el sol sobre las frondas juveniles;
del amplio río en el caudal sonoro
se miraban los álamos gentiles.
Tras de tanto
camino es la primera
vez que miro
brotar la primavera,
dije, y después,
declamatoriamente:
— ¡Cuan tarde ya
para la dicha mía!-
Y luego, al
caminar, como quien siente
alas de otra
ilusión: —Y todavía
¡yo alcanzaré mi
juventud un día!
Lo
que ocurre es que el caminante siempre es un solitario, pues cada vida es una
carrera personal contra el tiempo y a favor del olvido y hay que estar presto
para la partida, como él decía, “ligero de equipaje”, pues no solamente un
nómada es aquel que errante vaga de un lugar a otro, sino también ese que a
cada paso tiene la seguridad de haber vivido un momento único e irrepetible,
pues cada día se vuelve a nacer:
RENACIMIENTO
Galería del alma... ¡El alma niña!
Su clara luz risueña;
y la pequeña historia,
y la alegría de la vida nueva ...
¡Ah, volver a
nacer, y andar camino,
ya recobrada la
perdida senda!
Y volver a sentir
en nuestra mano
aquel latido de la
mano buena
de nuestra
madre... Y caminar en sueños
por amor de la
mano que nos lleva.
*
En nuestras almas todo
por misteriosa mano se gobierna.
Incomprensibles, mudas,
nada sabemos de las almas nuestras.
Las más hondas palabras
del sabio nos enseñan,
lo que el silbar del viento cuando sopla,
o el sonar de las aguas cuando ruedan.
Y
todos los caminos confluyen en un mismo punto, la estación de lo eterno, el
lugar del que no hay vuelta atrás, el mar de Jorge Manrique en el que todos los
ríos vierten sus aguas, y el caminante sólo descarga allí el polvo de los
recuerdos que se le ha ido adhiriendo a su piel, a sus ropas, a su sangre:
RETRATO
Mi infancia son recuerdos de un patio de
Sevilla,
y un huerto claro donde madura el
limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de
Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no
quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he
sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de
hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su
doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra,
bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna
estética
corté las viejas rosas del huerto de
Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual
cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo
gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la
luna.
A distinguir me paro las voces de los
ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar
quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador
preciada.
Converso con el hombre que siempre va
conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un
día—;
mi soliloquio es plática con este buen
amigo
que me enseñó el secreto de la
filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto
he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que
habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde
yago.
Y cuando llegue el
día del último viaje,
y esté al partir
la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a
bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como
los hijos de la mar.
Por
eso los caminos de la vida no son producto del azar, sino de nuestra propia
decisión. Conocemos el final, pero el trazado depende de nosotros y del tipo de
huellas que pretendamos marcar. Todo en el mundo está dispuesto para que
nosotros lo alcancemos, pero el fruto estriba de que elijamos la dirección
correcta cada vez que llegamos a un cruce:
¿Para qué llamar
caminos
a los surcos del
azar?...
Todo el que camina
anda,
como Jesús, sobre
el mar.
Y
finalmente se demuestra que el camino lo hace el caminante y sólo de nosotros
quedará algo tan frágil y pasajero como las estelas en la mar:
Caminante, son tus
huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.
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