ÉRASE UNA VEZ: El milagro secreto, de Borges, por Melquíades Walker – Abril 2013
Borges es el
escritor de cuentos por excelencia. Cuando alguien le reprochaba el hecho de
que jamás escribiera una novela, él les respondía que prefería escribir cuentos porque éste era un género esencial y
directo, no así la novela que necesitaba del relleno para hacerla más extensa,
y ponía como ejemplo a aquellos narradores que habían tocado los dos géneros,
de los cuales decía que eran mejores sus cuentos que sus novelas, pues para él
era una pérdida de tiempo y energía exponer en quinientas páginas aquello que
podía ser dicho en pocos minutos…
Borges era un amante de su tierra natal y
eso se refleja en sus narraciones, utilizando las diferentes hablas y lenguas,
las distintas costumbres… y mezclándolo todo con temas más amplios y generales.
Porque él era un verdadero maestro del lenguaje y sabía como pocos captar la
atención del lector hasta el final del relato. Decía que él no escribía para
los críticos, por lo que tampoco le importaba demasiado lo que ellos dijeran de
sus obras. Esto también se vio demostrado por su escaso interés por participar
en concursos literarios o en conferencias. De esta manera, su forma de escribir
se aleja de la oficial o admitida por los críticos y estudiosos del momento
quienes le criticaban su oscurantismo, su lectura difícil y transgresora, a lo
él respondió con una frase dentro de uno de sus cuentos “El aleph”: “Comprendí que el
trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones
para que la poesía fuera admirable.”
Su estilo, sin embargo, es mucho más
sencillo de lo que parece y sus frases suelen ser cortas y directas, con escasa
adjetivación y simplemente con las metáforas y comparaciones necesarias y
precisas. Por ejemplo, en esta otra oración del “El aleph”: “El sótano apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de
pozo.” ¿Cuántos adjetivos habríamos necesitado para dar esa sensación
claustrofóbica de estrechez y profundidad?... Pero es que el mayor recurso que
utiliza es la sugestión del lector al cual hace partícipe de la narración y es
quien le lee, quien va colocando todo aquello que parece faltar en el lenguaje,
pero que flota en el ambiente, y lo vemos, lo percibimos, tal y como él quería
que lo hiciéramos, porque nos hace crear las imágenes y las emociones…
Pero ¿por qué ir divagando cuando el mismo
Borges nos dejó escrito su sistema particular de crear un cuento?... Leámoslo
pues:
Cómo nace un texto
Empieza por una
suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es
decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en
el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una
idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es
dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder.
En el caso de un
cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida,
conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis
muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros
problemas a resolver; por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en
primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en
cuanto a mí "eso es una solución personal mía", creo que para mí lo
más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo "si se trata
de un cuento porteño", lugares de las orillas, digamos, de Palermo,
digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi
nacimiento, por ejemplo. Porque ¿quién puede saber, exactamente, cómo hablaban
aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con
comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya
el lector se convierte en un inspector y resuelve: "No, en tal barrio no
se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión."
El escritor prevé
todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un
lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo fantasear o falsificar,
incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta, y sobre todo, sin que yo
mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula
"por fantástica que sea" crea, por el momento, en la realidad de la
fábula.
Revelador, ¿no es cierto? Y lo mismo
podemos hacer con su opinión sobre el hecho de escribir novelas:
¿Por qué no escribe novelas?
Profesor, sus poemas y sus cuentos son muy bien conocidos en el extranjero, pero creo que usted no ha escrito ninguna novela. Si es así, quisiera preguntarle si hay alguna razón específica.
Yo creo que hay
dos razones específicas: una, mi incorregible holgazanería, y la otra, el hecho
de que como no me tengo mucha confianza, me gusta vigilar lo que escribo y,
desde luego, es más fácil vigilar un cuento, en razón de su brevedad, que
vigilar una novela.
Es decir, la
novela uno la escribe sucesivamente, luego esas sucesiones se organizan en la
mente del lector o en la mente del autor, en cambio uno puede vigilar un cuento
casi con la misma precisión con que uno puede vigilar un soneto: uno puede
verlo como un todo.
En cambio, la
novela se ve como un todo cuando uno ha olvidado muchos detalles, cuando eso ha
ido organizándose por obra de la memoria o del olvido, también.
Además, creo que
hay escritores -y aquí pienso en dos nombres, inevitables desde luego, pienso
en Rudyard Kipling y pienso en Henry James- que pudieron cargar un cuento con
todo lo que una novela puede contener.
Es decir, creo que
los últimos cuentos que Kipling escribió están tan cargados como muchas novelas
y aunque yo he leído y releído y seguiré releyendo Kim, creo que algunos de los
últimos cuentos de Kipling, por ejemplo "Dayspring Mishandled", o
quizás "Unprofessional" o "The gardener", están tan
cargados de humanidad, de complejidades humanas, como un libro como Kim y como
muchas novelas.
De modo que no
creo que escribiré una novela. Ya sé que esta época parece exigir novelas de
los escritores.
Continuamente me
preguntan que cuándo voy a escribir una novela, pero me consuelo pensando que
alguna vez le preguntaban a los escritores: "¿Y usted, cuándo va a
escribir una epopeya?" o "¿Cuándo va a escribir un drama de cinco
actos?", y actualmente esa pregunta no se usa.
Creo, además, que
el cuento es un género más antiguo que la novela y quizás pueda outlive, quizás
pueda vivir más allá de la novela.
Pero aquí me doy
cuenta de que estoy repitiendo lo que ha dicho otro autor favorito mío, Wells, y
tratándose de Wells, yo diría de él lo que pueda decirse de Henry James: creo
que sus cuentos son muy superiores a sus novelas y no son menos ricos.
Indudablemente
siempre es más interesante saber lo que un autor pensaba por sí mismo que a
través del estudio de sus obras, por muy científico y pormenorizado que sea y,
además, ya no corremos el riesgo de equivocarnos. Pero no divaguemos más y vayamos a lo que
realmente nos interesa de esta sección, la lectura de uno de sus cuentos, y
para esta ocasión he elegido uno titulado El
milagro secreto, aparecido por primera vez dentro de la colección Ficciones, editada en el año 1944. Es
esta una pequeña obra bastante característica del estilo de Borges, bastante
cargada de un aura poética y que tiene muchas variantes a la hora de
analizarla. El tema es bastante recurrente en este autor: el poder de Dios y el
tiempo o, mejor dicho los tiempos, el divino y el humano, por lo que aparece
las sensaciones de siempre: la soledad del hombre ante la magnitud de la vida y
eternidad de la muerte… pero mejor lo leemos y luego sacamos nuestras propias
conclusiones, las cuales me agradaría que me enviasen para poder comentar con
ustedes los diferentes puntos de vista que tengamos sobre estos autores y sus
obras…
El milagro secreto
Jorge Luis Borges
Y Dios lo
hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.
Alcorán, II, 261.
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.
Alcorán, II, 261.
La noche
del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga,
Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación
de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob
Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos
familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie
era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y
quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir
(en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los
relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las
arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes
del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y
de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas
voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas
vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El
diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al
atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y
blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los
cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía,
su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una
protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah
para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había
exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado
por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík.
No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres
adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la
preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour
encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve
a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al
deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y
los planetas.
El primer
sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la
horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable.
En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las
circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias:
absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente
el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del
día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas
formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados
variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras,
desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje)
esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos;
cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de
su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las
previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial
es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no
sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos
fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en
la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del
día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del
veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable,
inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en
las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva
descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El
veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió
de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík
había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas
costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como
todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y
pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los
libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En
sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido
esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah,
la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la
Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas
eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta
el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que
todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es
infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola
"repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia...
Desdichadamente,
no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía
recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie
de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una
antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo
ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los
enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores
olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama
observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en
Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas
tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un
desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de
último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible
música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas
que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal
vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para
los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos
secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus
complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un
tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha
enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al
cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador.
Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias:
vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un
instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha
atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol
occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer
interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del
primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que
Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el
delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se
había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable,
rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más
apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la
posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había
terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de
la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin
el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto
iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no
soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos.
Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero
un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era
la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como
un agua oscura.
Hacia el
alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del
Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík
le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una
de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del
Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me
he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que
estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil,
dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India,
vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua
le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se
despertó.
Recordó
que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que
son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se
puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le
ordenaron que los siguiera.
Del otro
lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y
pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola
escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban
una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y
cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más
insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los
ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le
entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad.
Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados
hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró
recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete
se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la
descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le
ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las
vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una
de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó
la orden final.
El
universo físico se detuvo.
Las armas
convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles.
El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio
una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un
cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió
que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo.
Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó
el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se
hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los
labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos
soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no
sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió,
al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y
sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la
abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse.
Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.
Un año
entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su
omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo
alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la
orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del
estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No
disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que
agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y
olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para
Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto,
urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos
veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la
música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en
algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel;
uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de
Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert
son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita,
no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver
sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla.
Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir
Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.
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