EL DIARIO DE ANA: Esos momentos… por Ana L.C.– Abril 2013




El funeral de don Fulgencio fue algo desolador. Yo no conocía demasiado al hombre, pero jamás habría pensado que una persona tan activa, notoria e influyente como él, por lo menos dentro del limitado círculo de aquella pequeña ciudad, provocase tan pocas voluntades de acompañarle en su último adiós por este mundo. Del bufete tampoco fuimos la totalidad, pues las cosas no estaban como para ir cerrando puertas, ni tan siquiera en el funeral de la persona que lo había dirigido durante más tres décadas. Simplemente estábamos las cabezas más representativas, como Vicente, el Jefe de Administración, Carlos y Miguel, dos de los asociados con más peso, Araceli, mi secretaria, y yo. Faltaba Matilde, otra de las asociadas que estuvo de agregada al equipo del Presidente hasta la llegada de su esposa, Lucía, la cual, parece ser, tomó con bastante aplomo y decisión las riendas.
- ¿Cuánto tiempo hace que esa tal Matilde se fue de viaje? – Susurré al oído de Araceli.
Ella me miró un tanto desorientada, luego puso cara de reflexionar y al cabo de unos segundos me respondió.
- Pues la verdad que no me había parado a pensarlo, pero creo que ya estará por los tres meses.
- ¿Tantos días se le debían? – Pregunté.
- No, ella no está en plantilla, recuerda, trabaja como asociada.
“Es decir – pensé, - que es autónoma y puede pasarse todo el tiempo que le dé la gana…” Luego me sentí un poco incómoda al utilizar mi mente para estas cosas banales en aquel trascendental momento, pero yo soy así, incluso en los funerales se me vienen a la memoria los mejores chistes que me hayan contado y que soy incapaz de recordar en los momentos de diversión y jolgorio.
A parte de nosotros, no habría más de una veintena de personas. La mañana era desapacible y una llovizna fina y persistente, nos iba calando la ropa de septiembre y sentí el impulso nostálgico de echar de menos el sol del Mediterráneo.  La ceremonia se estaba celebrando en una pequeña capilla anexa al cementerio municipal, aledaña a unas instalaciones donde, entre otros servicios, se hallaban las salas utilizadas por los médicos forense. Sin embargo, nos habían informado, que don Fulgencio, por expreso deseo del propio finado, no iba a ser enterrado en aquel lugar, sino en el cementerio de su localidad natal, la cual, parecía ser, no estaba demasiado lejana.
- ¿Dónde han dicho que lo entierran? – susurré de nuevo al oído de Araceli
- El cementerio está en San Martín. – Respondió Araceli en un tono como si la cosa fuese muy evidente. – Él descendía de allí.
“San Martín, San Martín… ¿de qué me sonaba a mí ese nombre?” Le estuve dando vueltas, pero no lograba ubicarlo, aún así no me atrevía a volver a preguntar porque ya nos habían mirado unas señoras con cara de profesoras enfadadas.
El cura ya llevaba varios minutos hablando, pero yo no me había enterado de nada, me ocurría con frecuencia, ya desde pequeñita, cuando iba a la iglesia con mis padres o mis abuelos y me dejaba acunar por el parloteo del celebrante para ir sacando trastos de los baúles de mi memoria. Lo mío es desconectar. Claro que con el trabajo que tengo, es tan importante saber escuchar como hablar y he tenido que aprender a utilizar mi sentido del oído y mi capacidad de atención, aunque a veces, lo reconozco, todavía me cuesta. Y estando en mis divagaciones, acabó el servicio religioso y nos dispusimos a marcharnos cuando Araceli me dio un codazo para llamar mi atención. 
- Mira, esa es la primera esposa de don Fulgencio.
Dirigí mi mirada hacia el pasillo central de la capilla y vi un pequeño grupo de personas detrás del féretro que salía empujado por los empleados de la funeraria. Primero un hombre, joven, apuesto y bien vestido, caminaba con cara afligida delante de todos…
- ¿Es el hijo? – Pregunté y Araceli afirmó con un gesto.
Luego dos señoras cogidas del brazo, serias, consecuentes, pero bastante menos afectadas que el hombre, vestidas con bastante gusto y discreción muy adecuado para el momento, pero sin querer aparentar un luto que tal vez no sintieran. Una de ellas se volvió hacia nosotras y pude ver la profundidad verde de sus ojos, su porte sereno y seguro… Me reconoció y me envió una leve sonrisa velada…
- ¿La conoces? – Indagó Araceli algo sorprendida.
- La vi al poco de llegar en el acantilado, creo que se llama Elisa – respondí.
- Sí, es la hermana de la señora Encarna…
Entonces quise fijarme en la otra mujer, pero ya habían pasado a nuestra altura y las teníamos de espaldas. “Así que la mujer del acantilado es hermana de la primera esposa de don Fulgencio… Curioso…”
- Me vuelvo a la oficina – cortó mis pensamientos Araceli. - ¿Vas a ir hasta el cementerio?
- Sí, pero ¿no va a acompañarme nadie? – pregunté volviéndome hacia los otros.
- Nosotros también vamos – respondió Carlos refiriéndose a Miguel y a él.
- Yo, no, yo también me vuelvo a la oficina – dijo Vicente al que todo lo que estaba pasando parecía haberle creado una nube gris sobre su cabeza.
Lo cierto es que nos estaba afectando a todos. Los acontecimientos se habían ido sucediendo con una rapidez inesperada y con una violencia y profundidad que no podíamos imaginar. ¿Dónde estábamos metidos?... ¿Qué era todo aquello?... ¿Qué iba a pasar con nosotros y con nuestra empresa?... El día siguiente de marcharse mi hermano era sábado, pero decidimos juntarnos todos, incluidas las señoras de la limpieza, y montar una comida para conocernos mejor, pero, sobre todo, para sacar algo en claro entre todos. A la única conclusión que llegamos es que había una angustia general, que estábamos superados por lo ocurrido y que nadie, absolutamente nadie, tenía ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo. Que la prensa y, por consiguiente nuestros clientes, se enterasen del enorme agujero de nuestra empresa por donde habían escapado casi toda la información relacionada con los casos que llevaban nuestros abogados y gestores y que esa información estaba en manos de unos desconocidos que podían emplearla a su antojo, era cuestión de días o, con un poco de suerte, de unos pocos meses, todo dependía de que a la policía le siguiera interesando el secreto de la investigación o no, ¿y entonces?… pues entonces nuestra fiabilidad caería como una losa sobre nuestras cabezas enterrándonos a todos debajo, y no quería ni mencionar las posibles demandas, indemnizaciones, y todo lo demás… Sólo de pensarlo se me acongojaba el corazón y me entraban unos enormes deseos de largarme a los confines del  planeta, sin embargo, es curioso como los seres humanos nos vamos adaptando a las circunstancias de la vida y entonces, cuando ya se superpone la razón a los sentimientos, comienzan a verse grietas en el muro que nos encierra.
Cuando ya volvíamos del cementerio que yo ya conocía como la palma de mi mano de tantas tardes de agosto paseando por las inmediaciones, ya tenía claro qué era San Martín así como que don Fulgencio descendía del lugar donde yo vivía en aquel momento… “Igual por eso me buscó la casa allí, pero… la casa no era suya, era de una tal señora Concha…” Pero como las mentes funcionan a su propia voluntad, cuando abrí la boca para preguntarles algo a mis compañeros, les espeté mi preocupación agazapada en lo más recóndito: 
- ¿Qué sabéis de Matilde?, ¿no os parece un poco raro que haya pasado tanto tiempo sin saber nada de ella?...
- Pues sí – respondió lacónicamente Miguel.
- Pero, Matilde es así, le gusta ir a la suya… es un poco extraña… - dijo Carlos y Miguel soltó una risita malévola.
- ¿Cómo es físicamente? – volví a preguntar y Carlos me dijo con un gesto que esperase. Buscó en su cartera y me entregó una foto.
Era una chica guapa, una morenaza con una cara bonita y alegre en la que destacaban unos ojos atractivos e inteligentes. Miré a Carlos cuando se la devolví y éste se ruborizó ante mi pregunta:
- ¿Cómo es que llevas una foto de ella?
- Fuimos pareja durante un tiempo – aseguró con un poco de melancolía, o por lo menos eso me pareció.
- ¿Tienes buenas relaciones con sus padres? – indague.
- Bueno, sí, se puede decir que sí.
- Llámales y pregúntales por ella.
- ¿Con qué escusa?
- Con la que tenemos, la verdad, que lleva tres meses sin venir a trabajar y sin dar noticia alguna… ¿te parece poca?
- Vale, cuando lleguemos a…
- No, ahora.
Y Carlos cogió su móvil con una mezcla de fastidio y resignación.
Cuando llegamos a la oficina percibí algo raro en el ambiente. Me dirigí a mi despacho y me encontré con la cara seria y preocupada de Aracelí quien, nada más verme me endosó: 
- La policía ha detenido a Vicente.
La noticia fue como un puñetazo. 
- ¿A Vicente?... ¿Por qué?...
- Todavía no sabemos nada, han ido Eugenio y Margarita con él como representantes legales.
- ¡Por Dios!... – y me dejé caer en el sillón de mi mesa. - ¡Con lo tranquila que vivía yo!... Pero, ¿esto qué es?... 
Y por primera vez desde que la conocí, vi hundirse a Araceli quien se desató en un llanto nervioso y desconsolado. Me incorporé con rapidez y fui a abrazarla. 
- ¡Pero, mujer!... ¿a qué viene esto?...
- Tengo miedo, Ana… - dijo ella entre hipos.
- ¿Miedo?... ¿Por qué?...
- ¿Pero no ves que todos somos sospechosos?... La policía no se cree los de las bandas, los cambiazos y todo eso…
- ¡Pero si lo dijeron ellos!...
- Ya, pero es mucho más fácil pensar que hemos sido nosotros, los que realmente tenemos acceso a todo con facilidad…


Lo cierto es que en parte tenía mucha razón porque no sabíamos desde cuándo venían ocurriendo esos hurtos de información, ni con qué intención, ni qué había ocurrido dentro de nuestra empresa… si no hubiera sido por las muertes de don Fulgencio y su mujer, todavía no se habría descubierto nada. Aún así, intenté aparentar una serenidad de la que carecía y quise consolarla. 
- Tranquilízate, ya verás como todo se arregla – saque un clínex de mi bolso e intenté arreglar un poco los destrozos que las lágrimas habían hecho en su rostro. – Anda, arréglate que así seguro que nos espantas a los clientes.
En ese momento llamaron a la puerta, era Carlos.
- Me voy a casa de Matilde – dijo desde la puerta. Araceli se volvió asustada.
- ¿Qué pasa? – pregunté.
- Después de hablar conmigo, su padre ha llamado a la casa del chico con quien se supone que se había ido a México y allí le han dicho que él no fue a ninguna parte. Cuando el tío ha vuelto del trabajo ha llamado al padre de Matilde y le ha contado que ellos ya llevaban más de cinco meses sin salir juntos y que él no sabía nada de un viaje. A su madre le ha entrado un ataque de nervios y su padre me ha pedido que vaya para ver lo que podemos averiguar.
Un escalofrío me recorrió toda la espina dorsal. Mientras Araceli se dejaba caer sobre las baldosas de la puerta del baño apoyada la espalda en el marco, de nuevo estaba llorando y una mueca de terror se dibujaba en su rostro.

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