JUGUETES: Susurros, por Wendy – Abril 2013
La primera vez que
la vio al doblar la esquina, tuvo la desagradable sensación de que un dedo frío
le recorría la espalda. Era una casa antigua, enorme y con unos grandes balcones de hierros
retorcidos en su fachada gris en cuyas puertas se abrían grandes ojos oscuros
en las partes donde se habían roto los cristales. María se volvió para mirar a
su padre y a su hermana, sólo ésta le devolvió la mirada y por ello supo que
estaba tan desilusionada como ella.
-
¡Aquí está!... ¿Qué os parece? – pregunto el padre complacido.
-
¡Horrible! – exclamó Lucía y María se echó a reír.
El padre las miró con sorpresa.
-
¿De verdad que no os gusta? – ellas movieron negativamente las cabezas. –
Reconozco que necesita algún arreglito y una buena mano de pintura, pero ya
veréis su interior, ¡es maravilloso!, y cuando esté todo arreglado os
encantará. Ya veréis.
Ellas fruncieron el ceño y siguieron al
padre hacia la puerta principal.
Cuando se abrió el portón y entró un rayo
de luz, millones de motitas de polvo brillaron flotando por el aire que olía a
humedad. Al girar sobre sus goznes, la hoja chilló como una gata enfadada y
algo salió disparado para esconderse en la oscuridad del interior.
-
¡Hay ratones, papá, los he visto correr! – gritó María asustada. Y oyendo esto
Lucía se puso a chillar contagiada por su hermana.
-
Tranquilas, tranquilas, es normal que ahora haya ratones, está mucho tiempo
deshabitada, pero ya los echaremos.
-
¡Yo ahí no entro! – dijo Lucía.
-
¡Yo tampoco! – apoyó María aferrándose al brazo de su hermana.
El padre se echo a reír divertido.
-
¡Vamos, miedicas! No os van a hacer nada, ¿no veis que ellos tienen más miedo
de vosotras que vosotras de ellos?
-
A mí me dan mucho asco, papá – afirmó Lucía.
-
Venid, sólo una miradita y nos vamos, y mañana ya me encargaré de que estos
truhanes se larguen de nuestra casa.
Las dos hermanas
entraron abrazadas y dando pasitos cortos mientras miraban por todas partes
para controlar cualquier leve movimiento. El padre, mientras tanto, se había
adelantado e iba abriendo las ventanas de la planta baja. La estancia se llenó
de luz y fueron apareciendo los muebles que, cubiertos por sábanas blancas para
protegerlos del polvo, semejaban enormes fantasmas que las rodeaban por todas
partes vigilándolas tras sus velos de telarañas. De pronto, cuando desplegaron las
dos ventanas que daban al jardín, penetró el sol con todo su esplendor y se dio
de narices con la enorme lámpara de cuentas de cristal que colgaba del techo
llenando toda la sala de pequeños arco iris que se enredaban en los cuadros de
paisajes que pendían de las paredes. Las dos hermanas se quedaron con la boca
abierta. De verdad que por dentro la casa era otra cosa. La habitación donde
estaban ocupaba toda la planta desde la puerta de entrada hasta las ventanas y
la puerta que daban al jardín. Por el lado derecho ascendía una amplia
escalinata que conducía al piso superior con una barandilla de madera
resistente y muy trabajada que invitaba a lanzarse deslizándose por ella a toda
velocidad. En el rellano de subida, justo al lado del primer escalón, había una
puerta que conducía a la cocina, enorme recinto repleto de viejos armarios
recorridos por un banco de madera con una lámina de mármol en la parte superior
donde descansaban, a saber desde cuándo, cacerolas, peroles, sartenes y más
elementos propios del lugar y, al fondo lo presidía todo un viejo fogón con sus
hornillos y quemadores, de aquellos antiguos que funcionaban a leña. Tras una
puerta corrediza que se abría a la izquierda, se accedía al comedor cuyo centro
lo invadía una enorme mesa con seis sillas a su alrededor y mientras en las
paredes de la derecha como en la del fondo se abrían ventanas a la calle, la
primera, y al jardín, la otra, en la de la izquierda se erguía una solemne
aparador repleto de platos, vasos, tazas, jarros, fuentes y todo tipo de
vajilla de loza adornada de motivos florales de color azul que se veían tras
los cristales diáfanos con pequeños adornos en las esquinas. En los cajones de
la parte baja encontraron un verdadero tesoro de cubiertos de plata
ennegrecidos por el tiempo, en otros, servilletas, manteles y otros elementos
similares que, lamentablemente, aparecían agujereados por las polillas.
Volvieron a la pieza principal de entrada y de nuevo se asombraron de los
destellos multicolor de la lámpara. Cruzaron el recibidor hasta una puerta que
se erguía en la izquierda y cuando la abrieron pudieron ver, por primera vez,
la biblioteca más enorme que recordasen. El padre continuó con su rito de abrir
ventanas y se sorprendieron todavía más
ante la gran cantidad de libros que se acumulaban en unas estanterías de madera
que llegaban hasta el techo y junto a una ventana de visillos amarillentos por
el tiempo, el padre quitó de un rápido movimiento la sábana que cubría una
preciosa mesa de despacho fabricada de
una madera oscura y pulida como un espejo. También había sillas y un tresillo
que estaba orientado hacia una chimenea que se abría en el rincón del fondo. En
las paredes, hasta ocho pares de ojos de sus antepasados les observaban desde
los cuadros tan bien pintados, que se diría que tenían vida y controlaban todos
los pasos que dabas y te miraban siempre allá donde estuvieras.
El padre contempló a las dos chiquillas
bastante complacido ante su asombro.
-
¿Qué os había dicho?
-
¡Es fantástica, papá! – exclamó María.
-
Pero aquí hay mucho trabajo por hacer – pensó en voz alta Lucía.
-
Pues lo haremos. ¿No os apetece ayudarme?
-
¡Sí, si! – María estaba encantada con la idea.
-
¿Miramos arriba? – propuso Lucía.
-
No – dijo el padre,- prefiero que vengan primero los técnicos y comprueben que
está todo bien, no vayamos a tener un accidente.
Así que decidieron volver a la casa rural
que habían alquilado hasta que pudiesen vivir allí, pero, cuando ya estaban a
punto de cerrar la puerta, María se giró y lanzó un pequeño grito.
-
¡Papá, mira!... ¡Ahí, debajo de ese mueble se ven unos ojitos!...
-
No te preocupes, cariño, ya me ocuparé mañana de los ratones.
-
Pero… es creo que no… que no eran de ratón…
-
¡Calla tonta, que me estás asustando! – protestó Lucía.
-
Tranquilas, ya sabéis que en las casas viejas suelen habitar fantasmas – bromeó
el padre.
-
¡Papá! – protestaron las dos mientras seguían al padre que marchaba riéndose de
la candidez de las pequeñas.
Pero
María no se iba nada convencida porque estaba segura de haber visto algo
extraño, algo inusual, algo que le iba a traer bastantes quebraderos de cabeza
en los siguientes días…
CONTINUARÁ…
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