TEMAS E IDEAS: Padre, cuéntenos un cuento, por Ancrugon
Era invierno, lo recuerdo muy bien.
En el hogar ardían los troncos con alegre crepitar y
todos, tras la cena, nos arrimábamos a su calor formando una media luna frente
a la chimenea.
Mi madre, en un extremo, zurcía camisas y remendaba
pantalones apedazando culeras y rodilleras que nosotros no tardaríamos en
volver a destrozar; a su lado, mi hermano repasaba las lecciones en sus libros
o participaba en las aventuras de sus héroes de tebeo preferidos; luego estaba
yo, sentado siempre con el gato sobre mis piernas y absorto y fascinado por la
danza irrepetible de las llamas; en el otro extremo de este cuarto creciente
familiar se sentaba mi padre, quien leía alguna novela de Marcial Lafuente
Estefanía atizando, de vez en cuando, la lumbre para que no decayera su energía
y, envolviéndonos en un arrullo acogedor, las voces de la radio se adueñaban de
la pequeña estancia de la cocina. Fuera, el viento soplaba y la lluvia caía con
su repiqueteo en las calles encharcadas y cubiertas de barro.
De pronto, el murmullo radiofónico cesó y la bombilla,
estrella central de todas las habitaciones, apagó su brillo dejando sólo la luz
de las llamas que comenzó a dibujar sombras inquietas en las paredes.
- Vaya, se ha ido la luz.
Y cesó toda actividad surgiendo del silencio el coro
natural del crepitar, soplar y repiqueteo del fuego, el viento y la lluvia, y
en nuestros rostros repletos de sombras aparecieron las miradas expectantes y
algo ansiosas del no saber qué hacer.
Pasaron unos minutos.
- Creo que esta noche ya no vuelve.
Y es que la experiencia así lo demostraba.
- Cuéntenos un cuento, padre - Pidió mi hermano, y
todos nos volvimos a mirarle suplicantes.
El
gato ronroneaba adormilado haciéndose un nido en mi regazo.
Era mi padre un buen cuentacuentos, como salido del libro
de “Las Mil y Una Noches”, y todos
nos preguntábamos de dónde procedía tanta cantidad y variedad de historias,
aunque con certeza, la mayoría eran pura invención. Y el desarrollo de todas
esas aventuras le iban manando de su imaginación como el agua mana fresca de
una fuente en verano: saciando la sed.
- Había una vez un reino - comenzó tras dejar sobre la
mesa sus gafas y la novela, - en unas lejanas y desconocidas tierras, donde
siempre había reinado la felicidad y la alegría, donde nunca habían conocido el
hambre, ni la pobreza, ni las guerras…
Fuera, el viento dejó de soplar para escuchar con
atención.
- Pero
ocurrió que su rey, un hombre ya muy anciano y con unas largas barbas blancas,
quien era muy querido por todos sus súbditos, pues había sido siempre muy justo
y bondadoso, murió una noche como muere una gota que resbala por un cristal al
llegar al final: despacio y sin ruido…
La lluvia seguía cayendo con fuerza y entonces no pude
evitar pensar en los miles de gotas que en aquel momento morirían sobre los
cristales de la ventana que a un lado de la cocina permanecía cerrada a la
oscuridad de la noche.
- Todo el reino lloró mucho esta pérdida y todos,
ricos y pobres, niños y ancianos, rezaron por el alma de aquel buen rey…
En el hogar las llamas crecieron con súbito impulso y
nuestras sombras se alargaron sobre las paredes encaladas.
- Tras los funerales, que fueron muy solemnes y
pomposos, llegó el momento de nombrar a su sucesor, pero ocurría que aquel rey
había tenido dos hijos gemelos, los cuales habían sido la alegría de su vida y
a los que había dejado herederos en partes iguales de su reino, pero con la
condición de que no lo dividieran, así que tendrían que reinar los dos juntos y
en iguales condiciones…
El gato se revolvió inquieto en mi regazo, quizá
molestado por un mal sueño.
- El caso era que los dos príncipes, gemelos en lo
físico, tenían grandes diferencias en su interior, pues mientras uno era todo
bondad, desprendimiento y simpatía, pero de carácter débil, falto de autoridad
y un poco corto de inteligencia, el otro era listo, astuto, con un gran
carácter, pero malvado, avaricioso y con un trato despótico y distante…
Mi madre echó otro tronco al fuego que no tardó en ser
abrazado por el amor devorador de las llamas.
Mi hermano se había sentado en el suelo, frente a mi
padre, con las piernas cruzadas sobre una gruesa estera de esparto.
- A esto se juntaba la gran cantidad de consejeros,
ayudantes y vividores que pululaban entre los dos hermanos, dándose la curiosa
coincidencia de que los allegados a uno eran del partido contrario a los
allegados al otro. Y no vayáis a creer que los dos partidos se diferenciaban en
mucho, no, ni mucho menos, pues todos,
simplemente, buscaban lo mismo: enriquecerse. La única diferencia era el
odio que entre ellos se tenían y la forma de lograr sus objetivos, pues si uno,
apoyándose en la maldad de su líder, sólo se dejaban llevar, los otros no
tenían más remedio que desarrollar su codicia tras la apariencia bondadosa de
su príncipe elegido…
El gato se me escapó con lentos y perezosos
movimientos para ir a acurrucarse de nuevo sobre la estera, al lado de mi
hermano y más cerca del calor del fuego.
- Ante este estado de cosas, no era sorprendente que
llegase la guerra más tarde o más temprano, para la que los dos príncipes, uno
a conciencia y el otro engañado en sus buenas intenciones, equiparon a sus
respectivos bandos, pero como el país nunca había pasado por un trance similar,
tuvieron que comprar todas las armas a otros pueblos lejanos, mucho más
acostumbrados a estas cosas, por lo que este reino se llenó de hombres
extranjeros venidos de muy lejos para hacer fortuna y de deudas inmensas que
arruinarían en poco tiempo el gran tesoro que el padre de los dos gemelos había
sabido acumular…
Mi madre había dejado de zurcir y apedazar y ahora
tejía con sus largas agujas metálicas el hilo de lana cuyo ovillo tenía que
esconder para que el gato no lo destrozase jugando. Mi madre era capaz de tejer
la lana incluso dormida y no se le iban los puntos, así que no importaba el
hecho de la falta de luz para que ella alargase sus eternas bufandas o sus
infinitos jerséis.
- Pero
ocurrió que, un buen día, al despertarse los dos hermanos, se dieron cuenta que
algo raro ocurría: a pesar de sus repetidas llamadas, los criados no acudían y,
al asomarse a las ventanas de sus respectivos palacios, no vieron a nadie por
las calles y se escuchaba con toda claridad el trinar de los pájaros, el correr
del agua en las acequias, el soplar de la brisa en las hojas de los árboles...
Sólo unas horas más tarde llegaron sus consejeros, ayudantes y vividores, todos
muy asustados y nerviosos, y por ellos se enteraron que aquel reino sufría una
misteriosa plaga la cual iba dejando dormidos a todos sus súbditos, bueno, no a
todos, pues habréis visto que los que pretendían repartírselo estaban bien
despiertos, ni tampoco afectaba a los extranjeros que habían venido a enriquecerse
al olor de la sangre…
La luz volvió por un breve instante. Fue como un
relámpago en nuestra imaginación.
- Todo el resto de los habitantes se habían quedado
dormidos: unos en sus camas, otros en sus puestos de trabajo, otros en las
tabernas o en los caminos o en los campos y no había forma de despertarles.
Incluso las esposas y los hijos de los príncipes herederos y la madre de éstos,
la reina viuda, todos plácidamente dormidos, como si la madrastra malvada de “La Bella Durmiente” hubiese pasado por
allí regalando manzanas envenenadas a todo el mundo…
La lluvia seguía cayendo, ahora de forma cadenciosa y
monótona.
Una ráfaga de fuerte viento hizo vibrar las hojas de
la ventana.
- Los reyes, muy asustados, pensaron, cada uno en un principio,
que aquello era obra del otro, pero pronto se dieron cuenta de que no era
cierto, así que cada uno por su parte, ordenaron que se buscasen médicos,
brujos y curanderos en todos los países vecinos. Una vez llegados éstos
trabajaron sin descanso para encontrar las causas, pero era inútil, nadie
encontraba el remedio. Por ello ordenaron a sus consejeros, ayudantes y
vividores, que marchasen a países mucho más lejanos para traerlos desde allí.
Así lo hicieron, pero el resultado fue idéntico y, cuando ya habían recorrido
todos los rincones del planeta sin ningún éxito, los hermanos se llenaron de
desesperación.
Los párpados me iban pesando y, como rito repetido
todas las noches, comencé a rascarme la cabeza, la espalda...
- Los
gemelos decidieron reunirse para buscar una solución conjunta, pero lo primero
que hicieron fue echarse mutuamente la culpa, y allí mismo hubiera empezado la
aplazada guerra entre sus caballeros si no se hubiese abierto la puerta de
golpe y hubiese aparecido el hombrecillo más pequeño, feo y andrajoso que jamás
habían visto. Todos estaban sorprendidos de verle y el asombro general creció
cuando dijo tener la solución al problema del sueño…
Mi hermano se había recostado sobre la estera, por lo
que el gato no tuvo más remedio que buscarse otro lugar donde acomodar su
inagotable pereza.
- Mejor que acabes mañana el cuento. Éstos ya no se
aguantan – dijo mi madre.
- No, no – protestamos nosotros casi en susurros.
Mis ojos se cerraban, pero yo hacía los máximos
esfuerzos para que eso no ocurriese.
- El hermano malo y listo no lo tomó en serio. “Tú sólo puedes servir de bufón”, dijo
y lo mandó echar de palacio. Pero el hermano bueno y tonto protestó: “¡Déjalo, tal vez sea cierto! Y poco
perdemos por escucharle.” Ante aquellas palabras, el primero respondió
sorprendido: “¿Quién eres tú para darme
órdenes?” Y el otro intentó justificarse: “Yo sólo quería...” Y comenzaron de nuevo a discutir…
Sobre las brasas de los troncos consumidos me pareció
ver a un enano sonriente, mientras mi cabeza se ladeaba sin remisión.
Mi hermano ya hacía unos minutos que se había dormido.
Cuando mi padre me cogió en sus brazos para llevarme a
mi habitación, el viento me dio las buenas noches y por poco se apaga la
llamita de la vela que mi madre había encendido para alumbrar el camino.
Ya sobre la cama, cuando me desnudaban, yo pregunté.
- ¿Cómo acaba el cuento?
- Bien, los cuentos siempre acaban bien – me respondió
él en voz baja.
Y cuando ya me arropaban con las mantas, volví a
preguntar:
- ¿Pero cuál es la solución?
- El amor, la solución es el amor.
Levanté la cabeza un poco.
- ¿Y dónde la encuentran?
- En ellos mismos… El amor siempre se encuentra en uno
mismo…
No pude evitar sonreír.
- ¡Qué tontos, la tenían ellos y se van a buscarla por
todo el mundo!
Mi padre besó mi frente.
- ¿Y se despiertan todos?
- Sí, todos se despiertan.
Y yo me dormí.
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