REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Tierra quemada, por Vicent M.B
Eran
las seis y cuarto de la mañana, y aquella noche había hecho calor en Taipei.
Cerca como estaba del trópico y del solsticio de verano, y con una hora civil
mucho más ajustada a la real que la europea, empezaba a clarear. Otro día de
mierda. Encendí de nuevo el aire acondicionado a mi pesar. Un ruido como de
motor diésel resonó en aquel minúsculo apartamento y un chorro de aire frío me
golpeó la nuca, amenazando con catarros y contracturas varias. Aquel venía
siendo mi sino últimamente: o esconderme del golpe directo de frío del aparato
y mirar de no obedecer al chorro de decibelios que soltaba o intentar dormir
empapado en una calina pegajosa, como hacerlo dentro de una bañera llena de
agua humeante.
Pedir
una persiana, por supuesto, no era más que una muestra atroz de etnocentrismo
ibérico. No se puede ser tan paleto. Yo lo era. Y a esas alturas ya estaba
harto de chinos.
Taipei
es China. De hecho, cuando yo estuve por allí, durante el virreinato de Carod-Rovira,
fue una especie de chiste recurrente decir que me iba a China.
-¿A
la China Popular?
-¡No,
a la otra!
Cuando
Mao y sus mariachis ganaron la guerra, a finales de los años cuarenta, lo
hicieron arrinconando a sus rivales hacia una esquina del país. Al final,
cuando se les acabó la tierra firme para escapar, dieron un saltito a la isla
de Formosa (que había dejado de ser japonesa unos años antes), plantaron allí
su bandera como si fueran robinsones y gritaron a los cuatro vientos que eso de
la China Popular era mentira, que la República de China eran ellos. Medio mundo
les dijo que sí, que llevaban razón y que eran los buenos de la película. Pero
la diplomacia de 1500 millones de consumidores hizo su inexorable y paciente
trabajo y a día de hoy solo 23 estados de la ONU les tratan con más decoro que
al rarito del pueblo. Entre esos 23 se cuenta alguno de esos divertidos
atolones del Pacífico y el no menos cachondo Estado del Vaticano.
Pero
con todo y con eso, en mi visado ponía claramente "República de
China".
-
Quillo, para el caso, como si hubieran acabado Azaña y ciento treinta tíos más
en Alborán, allí de jaleo.
La
metáfora, tan inefable como su autor, era de Curro, la única compañía sensata
que tenía en aquella maldita ciudad. Curro era (y puede que ya no) de
Algeciras. Quien conozca a los nativos de la zona sabe que el resto de la
descripción está de más. Haría falta mucha más web para intentar explicarlo un
poco. Pero allí estaba Curro, en Taiwán, haciendo el mismo puto chiste cien
veces sólo para no tener que aguantar que se lo hicieran a él:
-Sí,
a mí también me dijeron que Curro se iba al Caribe. Los cojones, el Caribe.
No,
Taiwán no era el Caribe. Se parecía más a Vietnam. Sin Charlies, sin soldados
dementes y, bueno, sin guerra. Pero el clima aquel verano parecía sacado de
Apocalypse Now. Como su capital había crecido sin ningún orden, el aire se
detenía sobre aquel enjambre de casas sin manchas verdes ni parques y ahogaba
al personal hasta que, a eso de las cuatro de la tarde, con puntualidad, el
cielo se rompía durante una hora y dejaba caer el agua que yo veía llover en
todo uno de mis veranos habituales. Cuando cejaba el temporal salíamos a cenar
sushi tirado de precio o, los días que necesitábamos emociones fuertes,
dim-sum. Para eso elegíamos una calle a 20 minutos a pie del campus que parecía
sacada de una película de Bruce Lee, llena de bares en los que, en efecto, daba
la sensación de que en cualquier momento se iba a librar un combate a muerte en
Bangkok. Según dicen los entendidos, el dim-sum es una comida liviana para
acompañar el té. Nosotros nos apretábamos docena y media por barba, aun
sabiendo que eran altamente indigestos y sospechando que, por un euro al cambio
cada diez empanadillas, el cerdo de dentro debía ser de calidad dudosa. Nos
dolíamos el camino de vuelta a la universidad y currábamos un rato más hasta
que se hacía la hora de emborracharnos para olvidar lo miserable de nuestra
existencia allí.
El consuelo, si más no para mí, era que al menos le estaba aligerando el verano al Curro. Se doctoró justo antes de que yo llegara al mismo grupo de investigación, pidió los contratos postdoctorales más remotos que encontró y se marchó al segundo más lejano que le concedieron.
-
Ganaba Australia, pero me pareció demasiado comodón. Ya me iré para allá cuando
tenga que criar hijos.
Treinta
horas de vuelo en clase turista era el concepto que Curro tenía de comodón.
Nunca supe del todo si lo decía en serio o en broma. Ni eso, ni nada de lo que
decía. Pero allí estaba esperándome cuando el taxi (una limusina negra
conducida por un chófer con gorra de plato, hablo en serio) me llevó del
aeropuerto a su casa el día que llegué. Aterricé en Taipei cuando no llevaba ni
un año de doctorado y con un inglés que no me inspiraba la confianza suficiente
como para empezar yo una conversación telefónica. El me acogió, me sacó a
pasear los findes y me llevó al cine cuando había películas de dibujos
animados, que eran las únicas que conseguía seguir en inglés. También me
presentó algunos amigos que, como suele suceder en estos casos, se limitaban a
la alegre colonia de post-docs extranjeros que andaban por el departamento. 8
personas de 4 continentes distintos. Había de todo, incluidos serios minusválidos
sociales o una japonesita a la que un día intenté camelarme en inglés:
-You know, I could write the saddest verses tonight.
Y
entonces Sachin, el indio, se giró sobresaltado y me jodió el chiringuito
entero:
-¡Hey,
eso no es tuyo! ¡Eso es de Neruda! - en inglés, por supuesto.
Al
anticlímax siguió una discusión sobre cómo coño sabía él que eso era de Neruda.
"Everybody knows Neruda!". Y mientras yo pensaba cuánta gente en los
bares que yo frecuentaba -en los bares españoles, me refiero- hubiera
reconocido la cita, Curro aprovechó para hacerle cuatro arrumacos a Nanami y
acabar encamando con ella.
-
Quillo, si es que te la llevaste para los medios, la humillaste y la dejaste
que sólo faltaba que la matara otro.
El
símil, porque además Curro también era taurino, me lo había soltado hacía unas
7 horas, despachando cervezas. El pedo que nos habíamos cogido lo había llevado
incluso a perder la compostura y explicarme lo pesado que era follar con una
japonesa, que todo el rato parece que están llorando. El caso es que el énfasis
de la celebración seguramente había ayudado a que me sintiera especialmente
miserable aquella mañana. Apenas media hora después, perdida ya toda esperanza
de volver a coger el sueño, abrí el ordenador sobre las sábanas con estampado
de vaca que me había comprado y me puse a mirar chorradas sin demasiada fe. Al
rato encendí Skype y me encontré al primo yanki conectado.
El
primo yanki en realidad es de Barcelona, pero llevaba unos tres años la mar de
contento con su post-doc en la costa este. Eran los años locos, de la burbuja
inmobiliaria sólo alertaban cuatro illuminati, en la circunvalación de Murcia
se veían más BMWs que en la de Munich y todos los científicos con un currículum
digno soñaban con reincorporarse triunfantes al sistema investigador español.
Mi primo, que se dedicaba por carambolas del destino (él en realidad era
ingeniero y yo me había especializado en la carrera en un campo distinto) a la
misma materia de estudio que yo, estaba con una de las 5 becas de excelencia
que concede la NASA cada año, así que, como me contaba aquella mañana asiática,
se sentía medianamente confiado en poder volver con un contrato Ramón y Cajal,
cuya solicitud se encontraba rellenando aquellos días. Curro también se lo
planteaba, pero a medio plazo.
-
Primero hay que matarse a trabajar aquí. Y en dos o tres años, el currículum
está que saca humo y yo también. Cuando me vuelva para casa voy a entrar como
si saliera de chiqueros. Que tiemblen. Va a arder la marisma.
Esa era su frase talismán. Alguna noche la traducía y, al salir de cenar, espoleaba el ánimo:
Esa era su frase talismán. Alguna noche la traducía y, al salir de cenar, espoleaba el ánimo:
-Venga,
venga, venga, que esta noche arde el arrozal.
No
sé si en Taiwán había arrozales, pero esas noches los podría haber quemado. De
tan pegadiza como era, incluso yo hice mía la frase a la vuelta y alguna noche
disoluta en un pueblo al sur de Valencia acabé enardeciendo a las masas al
grito de "Fuego al marjal!".
El
otro día Curro me vino a la memoria. Estábamos en familia celebrando el
nacimiento del hijo de mi primo yanki, que se casó con una yanki y ha tenido un
hijo yanki al que, por aquello de la morriña, ha puesto un nombre mallorquín.
Para poder celebrarlo con los padres de la criatura hemos tenido que esperar
medio año. Tras cinco años de intento infructuosos, a mi primo finalmente le
concedieron la Ramón y Cajal en Barcelona. Fue a la universidad donde se había
licenciado, habló con los jefazos del departamento y el panorama que le pintaron
fue tan lisérgico que renunció al contrato por otro en una universidad gringa.
Ya se ha comprado una casa de los años 20 cerca del campus. A la mañana
siguiente me levanté con la confesión que me hizo al cuarto whisky retumbándome
en la cabeza:
-
En la vida hay que tomar decisiones. Y yo he tomado la mía: soy un expatriado.
Y ahora ya es para siempre.
Y
no pude por menos que preguntarme por Curro, que hizo más respirable aquel
terrible verano asiático y se quedó allí, en el aeropuerto, cuando me marché.
Le perdí la pista hace dos años, cuando, bajo serias amenazas emocionales,
corté voluntariamente los lazos con lo que había venido siendo mi mundillo
durante la tesis. Pero sabía que había seguido dando tumbos por medio mundo.
Así que le mandé un correo, le pedí cita y volví, tantos meses después, a abrir
el Skype. Al conectarse su webcam me encontré un crío de meses con los ojos
rasgados ocupando toda la pantalla. Detrás de él se oía descojonarse a Curro
mientras balanceaba al enano cantando una canción de Carlos Cano
- ¡Curro! ¿Eso es un chino?
-
No tienes ni puta idea, quillo. Es un japonesito del Campo de Algeciras.
Curro
estaba en Japón, con un hijo japonés de una brillante ejecutiva a la que
intentaba convencer para marcharse a Australia. Estuvimos hablando casi dos
horas de todo y de la gente. Sobre todo, de la gente que no puede volver.
- No te engañes, quillo, la mayoría no es que no podamos, es que ya no queremos volver. Montoya ha ido y vuelto a Berlín dos veces, ya son demasiadas, Torrelló lo mismo, pero en Holanda. De los que están atrapados en Estados Unidos ni te cuento. Ya está bien con el cuento.
- No te engañes, quillo, la mayoría no es que no podamos, es que ya no queremos volver. Montoya ha ido y vuelto a Berlín dos veces, ya son demasiadas, Torrelló lo mismo, pero en Holanda. De los que están atrapados en Estados Unidos ni te cuento. Ya está bien con el cuento.
-¿Y
quién quemará la marisma, Curro?
-A
la marisma ya le han pegado fuego, Quillo. Ni los rastrojos nos han dejao.
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