EL BURRO: Capítulo VI, por Antonio García Hernández y Fátima Julia Doña Molinero
Me despierto
perdido. Esta noche, mis sentidos han caído en un extraño ciclón negro que los
ha zarandeado para, después, escupírmelos y devolvérmelos de nuevo. Es esta
maldita enfermedad; me obliga a estar tanto tiempo postrado que me desorienta.
Trato de incorporarme, pero un aguijón taladra mi cerebro. Intento abrir los
ojos, pero hasta eso me cuesta. No puedo, todo es oscuridad. ¿Dónde estoy? ¿Cuánto
tiempo llevo dormido?
Oigo que algo
se mueve en la penumbra; hay alguien más en la habitación. Consigo extraer un
débil hilo de voz de mi garganta para pedir asistencia y mis labios articulan
su usual recurso: - ¿Mamá? - ¿Habré vuelto a casa? ¿Habrá sido toda mi aventura
fuera del hogar un sueño, el deseo de un niño cobarde? No soy capaz de hilar
mis pensamientos, el dolor que me atraviesa ponzoña mi raciocinio.
Trato de
incorporarme una segunda vez y, ahora sí, consigo abrir los ojos. Lo primero
que aprecio es la sombra, el otro inquilino de esta extraña estancia. Se mueve
y deja a la vista una pequeña ventana por la que fluye una serena luz plateada,
como arroyuelo de aguas tranquilas. La luna es la fuente de este torrente: un
rostro afable que intenta paliar la sed que siento. Una paz inusual, un
hipnotismo infantil me abriga por un breve instante.
Gracias a la
nueva claridad, medio incorporado y turbado, descubro con horror mi famélico
cuerpo. Desgastado, compuesto de pellejos desnutridos sobre un armazón de
huesos, con la piel amarillenta, de cariz plástico a la luz de la luna, parezco
un trapo, una marioneta a la que le faltaran los disfraces e hilos. ¿Tanto me
he descuidado? ¿Tanto me he obsesionado por…?
No termino de
formular la pregunta en mi cabeza. Como invocado por mis pensamientos el
rebuzno de aquel asno terrible resuena por toda la habitación y por mis
tímpanos como el rugido de una locomotora entrando furiosa a una estación. Es
tal el estruendo, que mi cuerpo parece vibrar a su son y casi a punto de
romperse en mil pedazos como un fino cristal.
Los recuerdos
se agolpan en mi memoria como aguas que cayesen por una cascada: mi escapada
nocturna, la incursión por el campo de los gitanos, su casa, el dolor en mi
cabeza… Mientras pienso en todo ello, me llevo la mano, por instinto, al punto
donde sentí el golpe antes de desvanecerme y compruebo que hay algo de sangre,
aunque no parece grave.
Pero este
animal astuto, no deja que me embelese, no desea que ordene los muebles en mi
azotea. Se mueve, se retuerce y, como si hubiese estado esperando para ver la
mueca de mi rostro, es ahora, cuando nota que estoy despierto, que se fija en
mí. ¿Es que se está riendo? Su enorme dentadura brilla perlada reflejando la
luna en su máximo esplendor. Sólo eso veo… y sus ojos.
¡Bestia
inmunda, burro del infierno, montura de Belcebú salida directamente del
Inframundo! El pánico me invade y me paraliza al descubrir, con asombro, que
sus colmillos están anormalmente desarrollados. Mi razón no quiere entender lo
que ve, no puede. ¡Este demonio, digna mascota del mismo Drácula, desea mis
escuálidos huesos! Estuvo jugando conmigo todo este tiempo y ahora se burla de
mí, se mofa en mi cara, se divierte con mi terror.
Me lanza una
última risotada, un último rebuzno, tan cerca, que siento su aliento como un
viento cruel sobre mi rostro: un hálito de muerte reencarnado en un burro, un
asno, un borrico que nada tiene de tierno. Inmóvil, derrotado, el animal se
toma su tiempo. Me olisquea, me recorre arriba y abajo, hasta que se decide. Y
muerde. De todas las partes de este esqueleto apenas vivo, ha decidido empezar
por los…
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