ESCRITOS DE MI MEMORIA: Una visita inesperada, por Carmen Tomás Asensio
Hacía
una mañana hermosa. Un cielo limpio y azul. Una suave temperatura que el sol
mantenía.
Tenía tiempo y pensé arreglar las macetas
de mi terraza. No siempre puedo dedicarles el tiempo que necesitan.
Me gustan mucho las plantas, pero no sé cuidarlas bien
y aprovecho cuando se presenta la ocasión. Hoy es el día -pensé.-
Moví la tierra, quité las hojas secas. Empecé a regar,
con un preparado para abonarlas.
Un ritual agradable que me tomé con tiempo y
paciencia.
Tenía los toldos bajos, pero sin sujetarlos a la
barandilla del balcón.
Noté un pequeño ruido y me volví. En el borde de
hierro, un periquito de plumaje azul (varios tonos de azul), con dibujos grises
y blancos, se sujetaba con sus patas en garra.
Me miraba curioso.
Creí que se iba a marchar al acercarme. Lo único que
hizo fue retroceder a saltitos.
Me hice la distraída y me alejé, para ver lo que hacía
el pájaro.
A saltitos nuevamente, se volvió a acercar. De la
misma forma, un par de veces más, se acercaba o se alejaba, según me veía
hacerlo a mí. No parecía asustarse, pero se protegía. Y no se iba.
Entonces yo empecé a hablarle.
-¿Qué haces aquí? ¿De dónde te has escapado? Hay gatos
merodeando que, en cuanto te poses en algún lugar desprotegido, te van a
atacar.
-Seguro que tus dueños estarán desconsolados por tu
escapada. No te puedo devolver a ellos, como me gustaría, porque no sé de dónde
vienes.
-¿Qué puedo hacer contigo? Eres muy bonito, me gustas
y seguramente nos íbamos a llevar bien, pero no puedo quedarme, así de repente,
contigo.
El
pájaro me miraba atento y sólo de vez en cuando, bajaba la cabeza, metiendo su
oscuro pico en el buche agrisado. Parecía asentir a mis razonamientos.
-Seguro que tienes hambre –le dije -voy a ponerte de
comer.
En un pequeño cuenco le puse agua. Sobre un papel le
desmigué una galleta. Todo en una bandeja, sobre un taburete, a su alcance.
No se movió. Parecía que la baranda a
la cual se aferraba, haciendo garra con sus patitas, le infundía más seguridad.
Le acerqué la bandeja, para que no tuviese que volar.
Levantó la cabeza, me miró, la volvió a bajar. No se
movió.
No tendrá hambre, pensé, o ¿qué podría hacer para
darle seguridad y protegerle?
Allí estábamos los dos, con un enorme problema de
incomunicación.
Pensé alargar la mano y cogerlo, pero al final no pude
hacerlo. Quería darle libertad para elegir, sin tener en cuentas que no tenía
el pensamiento de un humano.
No sé si me necesitaba. Quizá sí, pero no lo sabía.
Yo estaba sola y aquel momento parecía oportuno para
extender la mano hacia el periquito azul, que se había colado en mi vida.
No sé si me veía y lo que descubría de mí. ¿Qué puede
ver un pájaro?
Yo era un ser enorme, para su tamaño, que emitía
sonidos que él no entendía.
Seguro que notó que mis movimientos, mis sonidos, eran
amistosos, pero no pudo interpretar mi lenguaje.
Yo creía que me miraba, porque movía su pequeña cabeza.
Y sus saltitos en la barandilla, de alguna manera representaban unos
movimientos de acercamiento, de temor, de sorpresa… Qué sé yo qué le inspiraba
lo que yo hacía, con tan buena intención.
Podía mirarme sin verme. Sentirme como un árbol, sin
ramas donde posarse.
Hacía tiempo, habíamos tenido en casa canarios.
Incluso tuvimos crías en varias ocasiones.
Los cuidaba mi marido, al que le gustaban mucho estos
pájaros y sus cantos
La gran pajarera que se usaba entonces ya no estaba,
pero yo recordaba una pequeña jaula, en el altillo del armario trastero.
-No te muevas –le dije al periquito azul -voy a
buscarte una casita para tenerte a salvo de los gatos. Ya veremos lo que hago
después.
Busqué la jaula, la limpié, la puse en condiciones de
ser utilizada. Con sus comederos, bebederos, y barritas para hacer ejercicios y
revolotear dentro.
Un hotel de tres estrellas, pensé yo.
Durante el tiempo que duraron estos preparativos, yo
temía que el pájaro se fuera, pero no fue así.
Seguía dando saltitos, según me veía moverme. Parecía
expectante y curioso.
Yo estaba admirada. Me parecía mentira lo que estaba
sucediendo.
Ahora todo parecía más fácil. Sólo acercarle la jaula,
con la puerta abierta, darle un empujoncito y… adentro.
Sí, sí, fácil…
Me cansé de acercar la jaula y rozarlo delicadamente
con un dedo, para persuadirle a entrar.
Daba un salto en la barandilla, pero no se soltaba ni
a tiros.
-Por favor –le repetí un montón de veces - es por tu
bien. No puedes ir sólo por el mundo, con los peligros que te acechan.
-Tú has elegido este balcón y yo te quiero ayudar. No
tengo otra idea mejor y tú no sabes volver a tu casa. Al final me rendí.
Dejé la jaula abierta, cerca del pájaro azul y le
recomendé por última vez.
-Haz lo que quieras. Tú eliges. Yo no puedo ofrecerte
otra cosa.
Y me fui a comer. Puse la mesa de forma que lo veía, a
través de la cristalera del salón. Pasitos adelante y atrás. Nada más, ni un
intento de vuelo para ocupar la jaula, con alimento incluido.
Yo no me había atrevido a quitarle su libertad de
forma violenta. Le dejé decidir a él. Quizá podía haberlo cogido, como pensé al
principio, fuertemente, con la mano y obligarle a entrar.
Quizá me equivoqué, con tanta charla y miramientos.
Pero así como lo cuento es como pasó. Yo le había
dedicado una mañana entera, en un hermoso día de principios de otoño.
Nos necesitábamos, el uno al otro, sin saberlo. Yo
creía que era la que más había arriesgado en lo que podía haber sido una
“amistad”, una colaboración.
Pero no sabía lo que el ave azul, en su indefensión,
había hecho por mí.
El que no saliera volando, despavorido, cuando yo le
hablé y hasta intenté apresarlo ya era un signo de valentía.
¿Por qué luego eligió su libertad, con todos sus
riesgos? Siempre será un misterio.
Cuando me fui a la nevera, a por el yogur de mi
postre, aprovechó para marcharse sin despedirse. Lo sentí.
Durante días salí a la terraza con la ilusión de
encontrarlo de nuevo.
La jaula, estuvo tiempo sobre el tendedor, con la
puerta abierta y los comederos llenos de alimento para periquitos.
Nunca regresó.
Fue una hermosa historia.
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