TEMAS E IDEAS: Cerrar los ojos, por Ancrugon – Junio 2013
Fermín tenía, lo que se dice, un
verdadero problema: no podía dormir. Pero no era el suyo un insomnio provocado
por las preocupaciones ni a causa de algún remordimiento de conciencia, no, lo
suyo venía de lejos, de cuando era niño y se pasaba las noches enteras delante
del televisor o jugando por la casa, con las consiguientes molestias al sueño
del resto de la familia. Y no se crea nadie que el hecho de estar despierto
casi siempre – porque, a decir verdad, alguna vez entraba en una especie de
sopor parecido al dormir – le afectaba en el rendimiento del día siguiente,
¡qué va!, ¡todo lo contrario!, pues parecía infatigable, lo que se dice un todo
terreno, y siempre estaba dispuesto a llevarse trabajo a casa. Incluso de
jovencito, al tener más tiempo disponible, se cansaba de hacer el vago y, al
final, se decidía a dedicar algún rato a los estudios, por lo que se podría
afirmar que llegó a ser un buen estudiante. Tampoco se le veía ausente ni
cansado, no, sólo sus siempre rojizos ojos delataban que algo no era normal.
Sus padres, preocupados, le llevaron a todos los médicos, curanderos y brujos
de los que tuvieron conocimiento y el pobre Fermín probó de la infinidad de
fármacos, pócimas y conjuros que le recetaron, pero todo fue en vano.
- Si este problema
no se le
arregla, llegará el día en que su hijo no pueda soportarlo y se
debilitará mentalmente - les decían los más sesudos especialistas y los pobres
padres perdían también el sueño dándole vueltas a la posible futura locura de
su vástago.
Pero nadie estaba ni tan siquiera cerca de intuir la
solución. Así pues Fermín disponía de un tiempo extra que podía emplear como
mejor le complaciera, por lo que llenó su vida de aficiones y dedicó esas horas
de la noche a los pasatiempos más variados: coleccionaba sellos y monedas,
escribía cuentos y poemas, construía maquetas y componía puzles, aprendió a
tocar varios instrumentos musicales e hizo pinitos en la pintura, la fotografía
y los cortometrajes, a lo que se puede sumar un sin fin de cosas más, aunque, sobre
todo, leía y leía y observaba el cielo. Leer era su obsesión y devoraba libros
por toneladas, con lo que consiguió dos cosas muy importantes para su vida
posterior: tener un considerable bagaje cultural y conocer a la que luego sería
su esposa y la madre de sus hijos: la bibliotecaria.
- Estas cosas pasan en la vida - decía Fermín cuando
se justificaba ante las pullas de los amigos. - En China, por ejemplo, donde el
servicio militar dura cerca de tres años, un muchacho le escribía una carta
diaria a su novia y ésta, al final, se casó con el cartero. Claro, a fuerza
de verse todos
los días...
Fermín enamoró
a su letrada compañera dejándole poemas y flores secas tras las portadas de los
libros que devolvía diariamente. El caso es que a la bibliotecaria eso le hizo
cosquillas en el corazón y no le importó en absoluto lo del insomnio de su
nuevo e instruido novio, todo lo contrario, y no a causa de que la noche de
bodas fuese una noche sin fin, aunque ello también contase, sino porque Fermín
aprendió con el tiempo a no molestar a los felices durmientes mientras él
llevaba a cabo sus diversas aficiones y, no menos importante, porque, cuando
llegaron los niños, no tuvo la bibliotecaria necesidad de despertarse cada hora
al mínimo gimoteo de los pequeños, pues Fermín, como padre diligente, se
dedicaba a ellos durante la noche en cuerpo y alma, menos cuando había que
darles teta, claro está, lo cual contribuyó, suponemos, a la adoración que sus
hijos le profesan. Todo fueron ventajas, pues, en esta unión conyugal y la
felicidad reinó en ese hogar y Fermín pudo disponer a su antojo de la enorme
Biblioteca Municipal, lo cual no era moco de pavo.
Lo de observar el cielo le trajo más problemas a
Fermín. Él estaba encantado con sus telescopios, sus cartas y mapas celestes,
sus horas llenas de paz y silencio y sus miles de cálculos, anotaciones,
dibujos y fotografías. Pero en los inviernos cogía resfriados de
campeonato y en
los veranos le
devoraban los mosquitos, aunque
lo peor fue cuando comenzó a decir que veía ovnis. Esto, que en principio era
tomado a chunga por todos, después llegó a preocuparnos. ¿Tendrían razón los
especialistas y Fermín empezaba a volverse majareta? El caso es que a su mujer
la llevaba amargada con tantas luces y tantos ruidos y tantas naves, y en la
oficina no hablaba de otra cosa, lo cual nos comenzaba a hastiar, porque a
pesar de ser Fermín un conversador bastante peculiar, ya que, al contrario de
todo el mundo, a él no le gustaban los deportes y los toros le horrorizaban,
sin embargo poseía tan basta cultura que era capaz de disertar horas y horas
sin aburrir de los temas más variados, en cambio, entonces, al tener un único y
disparatado asunto, la cosa cansaba. Pero lo peor fue cuando un día nos dijo,
como en secreto, que una inmensa nave había sobrevolado su casa lentamente:
- No hacía casi nada de ruido y, si no fuera por su
silueta iluminada, se hubiera confundido con la oscuridad del firmamento, pero,
de vez en cuando, lanzaba unos potentes haces de luz blanca sobre mi casa. Yo
me escondí, aunque tenía la extraña sensación de que ellos sabían perfectamente
donde me encontraba en cada momento. Os juro que no sé bien si estaba asustado
o emocionado. Recordé la película ‘Encuentros
en la tercera fase’ y emití con el
emisor de ondas
radiofónicas diversos sonidos que componían una melodía: ‘ti, ta, to, ta’, pero nada, no recibí
respuesta alguna, luego cogí la flauta e interpreté un pequeño fragmento de una
melodía de Mozart, ¿sabéis que con Mozart las plantas responden muy bien?, pero
sólo me contestó el perro del vecino aullando como un lobo; probé con varios
instrumentos y nada, hasta que al final agarré la guitarra, le encaré bien el
micrófono y me arranqué por soleares y - mirad, aún se me pone la carne de
gallina cuando lo recuerdo -, la nave comenzó una danza de luces de colores
emitidas por reflectores y al ritmo que yo tocaba.
Figuraos, si no hubiera sido por lo preocupados que
todos estábamos con la salud mental de nuestro compañero y amigo, aquello
hubiera sido un verdadero despiporren. ¡Extraterrestres a los que les gusta el
flamenco! ¡Qué barbaridad! Aunque no pudimos contener la risa cuando Carlos le
preguntó:
- ¿Seguro que no era un avión con turistas japoneses?
- Pero Fermín nunca se enfadaba, era el hombre con más paciencia y aguante que
yo jamás he conocido.
La cosa continuó y de los contactos lumínicos se pasó
a los contactos por radio, hasta llegar a lo que todos nos temíamos: una visita
en persona de los mismísimos alienígenas. Aquel día Fermín no vino a trabajar y
su mujer llamó por teléfono a la oficina avisando de
que estaba enfermo,
así que, al
acabar la jornada, decidimos ir unos cuantos a verle.
En realidad no lo estaba, en el sentido denotativo de la palabra, pero se le
veía en un estado de nerviosismo y excitación realmente preocupante.
- ¡Los he visto! ¡Los he visto! - nos dijo nada más
entrar. - Son como nosotros: más altos, más fuertes, más perfectos, pero como
muy parecidos a nosotros, y están todos calvos - y se reía con una risita
nerviosa que nos ponía del hígado.
Su mujer lo miraba y se le soltaban las lágrimas.
- Le ha pasado como a Don Quijote, se le ha reblandecido
el cerebro de tanto leer.
Y la pobre bibliotecaria lloraba sintiéndose culpable,
y él volvía a la carga:
- Me han prometido que volverán y que me solucionarán
el problema del sueño. Lo saben todo, yo no les dije nada.
Cuando nos fuimos de su casa todos cargábamos con una
enorme tristeza, pues ya nos veíamos al infeliz Fermín encerrado en un
psiquiátrico. El jefe le dijo que podía tomarse varios días de descanso, pero
para una mente como la de Fermín que trabajaba veinticuatro horas diarias no
había descanso posible. Unos días después parecía más tranquilo. Su mujer le
había escondido todos los libros y le había quitado la llave de la Biblioteca
Municipal, también había confinado los telescopios, el radio emisor,
los vídeos, el
ordenador... es decir,
todo lo que le pudiese alterar psicológicamente. Él nos miró con sus
ojos enrojecidos y tristes de perrito bonachón:
- Me aburro, quiero volver a trabajar.
Y el jefe le dijo que podía reincorporarse al día
siguiente. Pero a la próxima mañana Fermín no apareció, ni por la oficina ni
por ninguna parte. Nadie sabía dónde podía estar, ni su mujer, ni sus hijos, ni
sus padres, nadie. Había desaparecido sin dejar rastro y no se había llevado
nada, sólo la ropa que tenía puesta. Todos nos temimos lo peor. Buscamos, tanto
la policía como nosotros, en los barrancos, en el río, por los montes, llamamos
a hospitales, a depósitos de cadáveres... nada, ni el menor indicio. Y fue Carlos
quien dijo:
- Es como si se lo hubiesen llevado los
extraterrestres - y todos levantamos lo ojos hacia el cielo azul donde sólo
vimos algunas pequeñas nubecillas dispersas.
Se hicieron carteles con su fotografía y se
repartieron por infinidad de locales públicos. Hasta en las noticias de los
diferentes telediarios apareció su rostro alegre de rojizos e inteligentes
ojos. Todo fue inútil. Y en la Biblioteca Municipal el silencio fue, durante
aquellos días, más impresionante que de costumbre, casi diría que religioso,
pues flotaba una neblina de respeto hacia una mujer que, sin dejar su puesto,
aquél en donde conoció al hombre de su vida y padre de sus hijos,
sufría sin consuelo
y casi sin esperanza, y no dormía – alguno podrás pensar que esto era la
herencia del marido, ya se sabe: quien con un cojo se junta... - siempre
esperando y temiendo el sonido agudo del teléfono. Pero un buen día, sobre dos
semanas después de su ausencia, Fermín apareció, vivito, coleante y cambiado.
La alegría, como os imaginaréis, fue inmensa, aunque no menos enorme fue la
sorpresa al conocer un Fermín diferente. Él no tenía ni idea de lo que le había
ocurrido ni dónde había estado. Cuando le preguntamos si su desaparición tenía
algo que ver con los ovnis, nos dedicó una mirada incrédula y dijo:
- ¿Me queréis tomar el pelo? ¿Cuándo os he hablado yo
de esas tonterías de ovnis ni platillos volantes?
De esto ya han pasado tres años y la
vida sigue más o menos igual que siempre, menos para Fermín. Ya no tiene los
ojos enrojecidos, pues normalmente duerme sus buenas ocho horas diarias; habla
mucho, igual que antes, pero sus temas se circunscriben al trabajo, los coches,
la caza, los toros y el fútbol; no lee porque le aburre y sólo escucha música
cuando va conduciendo su coche; toca la guitarra, por soleares, claro, cuando
se lo piden en alguna fiesta de familia o amigos, y ahora pierde la paciencia
ante el mínimo imprevisto y se altera en las discusiones. Viendo todos
estos cambios, Carlos,
a los pocos días de que volviera Fermín al trabajo,
exclamó con entusiasmo:
- ¡Dios mío! ¡Está curado!
Y una pobre bibliotecaria, madre de
tres confundidos hijos, no pega ojo al acostarse cada noche con su marido que
ronca como un mercancías de los de antes, preguntándose si este hombre es el
mismo que la enamoró dejándole poemas y flores secas tras las portadas de los
libros que devolvía diariamente a la biblioteca.
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