TEMAS E IDEAS: El accidente, por Ancrugon – Mayo 2013
Al oír el frenazo, la gente tuvo la certeza de que algo grave ocurría y
hasta el viento quiso detenerse, pues juro que vi una hoja cabalgar sobre sus
lomos suspendida en la ingravidez. Luego vino el golpe seco y un grito de mujer
que desde la acera había sido espectadora privilegiada, y la hoja se precipitó
bruscamente sobre el asfalto sucio de la calle. Todo en décimas de segundo, todo
en nada, como ocurren las cosas que suelen cambiar el rumbo del mundo. Pronto
una multitud de curiosos rodeó la furgoneta de transporte azul marino con unas
enormes letras nevadas en sus laterales: “Pescados
Marimar”, decían aquellas gélidas grafías, tortura cruel para una tórrida
mañana de julio. El conductor, un hombre regordete y con cara de buena persona,
gesticulaba asustado y nervioso; sobre su camisa blanca destacaban enormes
manchas de sudor, el mismo que manaba de su pelo hirsuto volviéndose un Niágara
sobre su frente. “¡Dios mío! ¡Dios mío!” –
repetía sin cesar llevándose las manos de la cabeza a la cara y de la cara al
corazón y de nuevo a la cabeza para volver a comenzar. Dos policías llegaron en
el acto, impecables, distantes e implacables, como si hubiesen estado
escondidos tras la esquina a la espera de que algo sucediera. “¡Desalojen! ¡Desalojen!” - sus voces
eran monótonas y profesionales. El hombre sudoroso se echó a llorar al darse
cuenta de su llegada. “¡No lo vi! ¡Les
juro que no lo he visto!” - sus manos sudaban tanto como sus axilas aunque
algo menos que su frente. “¡Se me ha
echado encima de pronto!”- balbuceaba
en un océano de sudor y ahogado por la angustia.
La gente se resistía a retirarse del lugar de los
hechos llevada por su afán informativo y, en su voluntad de no perderse nada,
se apretujaban, codeaban y empujaban bajo la mirada despiadada del sol del
estío. Hacia el derretido cielo ascendía el uniforme aleteo de los improvisados
abanicos: periódicos, revistas, folletos... monederos, con que intentaban
mitigar el agobio en un desesperado esfuerzo de poder mover el aire, pero ni
con todo el entusiasmo de los presentes se desplazaron ni una micra las
partículas cristalizadas del gas impávido. El color azul mar de la furgoneta era
un insulto de frescura que hacía mucho más insoportable el momento.
La señora del grito que presenció lo acontecido desde
la acera se acercó a los policías. “Yo lo
vi todo” – dijo excitada por el imprevisto protagonismo. Y se ganó la
atención de los presentes lo que le hizo sentirse importante tal vez por
primera vez en su vida. – “Este hombre no
tiene la culpa”. Los agentes le atendieron y tomaron nota de sus
autorizadas palabras, pero el grupo de incandescentes curiosos no estaba para
entender el “no” y sí para buscar la “culpa”, ¿qué sentido tendría de lo
contrario tanto sacrificio en aquel infierno?, así pues, una anciana cargada
con bolsas de la compra y con la bienintencionada moral que le daban sus años
afirmó con voz desafinada: “¡Es que van
como locos!” Y todo el mundo lo ratificó rebuscando en sus memorias, o en
la imaginación, situaciones similares de velocidad incontrolada con que hacerse
un hueco en la atención de los demás. Por el fondo, apoyado en el quicio de la
puerta de un bar de vino rancio, un hombre menudo, con barba de tres meses y
colilla eterna, apuntillo con lengua de trapo: “Seguro que va bebido.” Afirmación que no necesitó comprobante
alguno, pues hasta unas señoras desde su balcón del segundo indicaron que el
hombre sudoroso de la furgoneta olía a alcohol que tiraba “pa tras”. Pero el pobre individuo no oía nada, pues en su
desesperación se estaba desintegrando en una metamorfosis que amenazaba con convertirle
en charco.
Uno de los policías se acercó hasta la furgoneta
llevado de su natural celo profesional y comprobó que en el parabrisas se
mostraba claramente el impacto en forma de telaraña que abarcaba la mitad
derecha en su totalidad y que unas manchitas rojas ensuciaban el morro del
furgón de pescado. Suspiró con resignación y continuó con su meticuloso examen
cuidando de no tocar nada hasta la llegada de los de atestados. De pronto, sin
saber cómo ni por qué, comenzó a soplar un vientecillo el cual, por lo cálido y
seco, parecía proceder del mismo infierno cuya puerta alguien se hubiera dejado
abierta por descuido y unos pequeños plumones blancos comenzaron a danzar en el
bochorno interpretando una coreografía sin sentido que atrajo la atención de unos
niños, cuando, de improviso, se oyó la sirena de una ambulancia allá en los
confines de la avenida. Todos se volvieron a mirar y pronto sus destellos
luminosos fueron percibidos por los de mayor estatura. Entonces sí la multitud
dejó el sitio suficiente para que pudieran llegar los camilleros, quienes, por
la cara del médico que les había precedido, supieron al instante que no hacía
falta apresurarse, así que hicieron su trabajo con la ceremonia y lentitud que
requieren tales casos de fatal importancia.
Sobre el asfalto se extendía una mancha rojo oscuro en
cuya pretérita fluidez, pues ya se había convertido en una viscosa gelatina a
causa del calor y la sequedad del ambiente, se habían humedecido los rubios
cabellos rizados de una pequeña cabecita, delicada e inmóvil. Una joven
enfermera, enternecida y acongojada, apartó unos mechones de la aniñada frente
y pudo ver la carita rechoncha que todavía mantenía el arrebolado color de sus
mejillas intacto y, sin poder evitarlo, le brotaron unas lágrimas que le ardían
al recorrer su rostro. Sus compañeros estaban inmóviles, sin saber cómo coger
el regordete cuerpecito rosado que ya no producía los espasmódicos movimientos
que segundos antes habían conmovido a los presentes, quienes estaban siendo
espectadores de como sus pequeñas alas de nieve se derretían en la oscuridad
del asfalto y, un poco más allá, los pies descuidados de los curiosos
pisoteaban diminutas flechas esparcidas, destrozando su arco y carcaj. Alguna
pluma purísima danzaba al ritmo del tórrido viento y una inmaculada venda que
cubría unos pequeños ojos de incógnito color se había teñido de rojo.
Al cogerlo los enfermeros, de nuevo se detuvo el
viento y el sol apretó con más fuerza, como queriendo fundirlo todo, el
silencio tomo cuerpo y sólo pudo escucharse la voz desgarrada de una muchacha: “¡Oh, Señor! ¿Qué será ahora del amor?”
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