TEMAS E IDEAS: Coincidencias, por Ancrugon


Esquivó a una
graciosa chica con patines y minifalda y luego caminó por un repleto pasillo
entre sugerentes escaparates. La seguí a distancia. Salió al aparcamiento, dudó
un breve instante y volvió a entrar casi sin dar tiempo a que las puertas se
cerraran. De nuevo tropezamos, aunque esta vez el azar tuvo poco que ver. Su
mirada de sorpresa fue como una descarga de energía para mi cuerpo cansado, tal
vez me recordara. Aprovechando tal circunstancia, mi mejor sonrisa asomó
decidida, aunque ella, tras disculparse, aceleró un poco la marcha y subió por
la escalera eléctrica mientras yo quedaba enraizado en el mismo lugar,
siguiéndola con los ojos hasta perderla de vista.
Marché con mi
compra y me dirigí a un parque cercano donde tenía la sana intención de dar
buena cuenta de todo lo comestible que había adquirido. Hacía calor, pero la
sombra de los árboles era fresca y el murmullo de las hojas, danzando al
viento, me sumió en un agradable sopor que hizo desfallecer todos mis músculos
y mi voluntad. Creo que me dormí pues vi su rostro, nítido, casi familiar,
sonriéndome y, si ello no hubiera sido ya suficiente prueba de estar soñando,
comprobé, al volver en mí, mi total inmersión en un mar de inquietas palomas
que se me habían adelantado con impecable diligencia en lo concerniente a mi
comida.

Ocupaba ésta
por entero un viejo edificio con el número 8, el número infinito, la vida, a
veces te juega estas bromas, de una vieja y estrecha callejuela con olor a vino
y a tapas de taberna, con rumor a conversación desenfadada y acogedora y con
música rancia de jazz añejo. La puerta principal estaba abierta. Entré pues sin
llamar y lo primero en recibirme fue el agradable olor a limpio mezclado con
los últimos, seguramente, efluvios del comedor o de la cocina prometedoramente
casera. Presioné la campanilla dorada que se exhibía sobre un pequeño mostrador
atrincherado bajo el hueco de una escalera y, a los pocos segundos, vino a
recibirme la anfitriona más amable y acogedora envuelta en su inmensa humanidad
de matrona antigua que hubiera podido desear. Mujer rubia de pelo recogido en
graciosa coleta y con esa dudosa edad que hace constantes equilibrios entre el
deseo y la depresión, la cual, tras las pertinentes formalidades, me entregó la
llave de mi dormitorio.
Ascendí por
unas estrechas, profusamente decoradas y alegres escaleras hasta la puerta
número doce del segundo piso. La habitación era pequeña, pero limpia, reconfortante
y con una florida ventana que se abría a un bullicioso patio vecinal donde una
bandada de niños gorjeaban entre carreras constantes. Me asomé a la luz de la
tarde y allí estaba, como una aparición irreal, quieta, como la primera vez,
con la mirada perdida sobre las carreras, las risas, los juegos, las voces
infantiles. Durante unos segundos levantó la cabeza y nos observamos sin un
solo pestañeo, luego desapareció. Algo dentro de mi cabeza estaba ocurriendo
que no sabía definir.
En
el comedor sólo había dos personas a la hora de cenar: un hombre resollante,
que ponía todo su empeño en embutirse con lo presentado en los platos como si
le fuera la vida en ello, y una muchachita quien pellizcaba la comida
distraídamente mientras no apartaba la vista del televisor. No sé por qué, me
sentí un poco decepcionado. Cuando la camarera trajo mi cena, le pregunté sin
ningún pudor si había algún otro inquilino. Su respuesta afirmativa me animó a
dar la descripción de la mujer que había llenado mis pensamientos en las
últimas horas, pero no hubo suerte, nadie que se le pareciera tenía una
habitación alquilada.
A la mañana siguiente comencé a preparar el trabajo
que me había llevado a aquella ciudad, éste, había calculado con precisión, si
no surgía complicaciones imprevistas, me llevaría una semana, pero tendría, por
más seguridad, que quedarme en la localidad otros siete días, más o menos, los
cuales había reservado para hacer turismo por la misma. La verdad es que poseía
buenas referencias a este respecto.
Pasaron las jornadas y todo fue como tenía planeado.
El tiempo pasaba con rapidez porque mi mente se ocupaba de no dejar cabos
sueltos, de no cometer errores, de no despistarme en nada que supusiera un
estorbo, por ello, si no por completo, poco a poco, me fui olvidando de la
mujer de la primera jornada. Sin embargo, a causa de uno de esos caprichos por
los que se rige el destino, el día anterior al elegido para concluir mi misión,
volví a encontrármela de la misma forma sorprendente.
Fue por la mañana, temprano. Bajaba las escaleras de
la pensión con el tiempo justo para tomar el desayuno y salir disparado con el
fin de realizar una última comprobación, cuando su imagen, de pronto apareció
en el segundo rellano, con una mochila a la espalda y unas bolsas en las manos.
Ella se detuvo nada más verme con una mueca mezcla de asombro y fastidio. Se
hizo a un lado sin dejar de mirarme y no devolvió mi saludo. Detenido en el
rellano la vi desaparecer en su ascenso. En el comedor volví a abordar a la
camarera, pero no supo darme ninguna razón satisfactoria. Decidí dejarlo para
dos días después, cuando ya hubiera acabado.
Pero esa misma tarde el azar volvió a cruzar nuestros
caminos y, para mi desconcierto, ella salía del mismo portal del abogado cuyo
trabajo me había llevado hasta aquel lugar. Se detuvo un momento y me miró no
ya con curiosidad, sino incluso con un
esbozo de preocupación. Me limité a sonreírle.

La puerta se volvió a abrir y un cuerpo se abalanzó a
la calle, justo en el pequeño espacio entre mi pistola y la cabeza del abogado,
el brazo se bajó algunos grados y el disparo salió desviado.
Sus ojos me miraron desde el suelo atónitos y
confusos. Yo dejé caer el arma y me quedé estúpidamente parado. Un sinnúmero de
manos me aferraron y caí al suelo, cara a cara con el rostro conocido de la
muchacha incógnita. El abogado estaba ileso, pero ella tenía una herida en el
pecho por donde la vida se le escapaba a gran velocidad. Yo no podía decir
nada, no podía hacer nada, sólo mirar aquellos ojos agrandados por el miedo. Y
antes de que me arrastraran de allí pude oír su voz:
- Yo lo sabía... Sí, lo sabía desde que te vi en el
tren... Sabía que no me traerías nada bueno... Sí... Lo sabía...
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