MIS AMIGOS LOS LIBROS: La guerra del fin del mundo, por Ancrugon – Mayo 2013
Que la historia se
repite es algo evidente que muchos se empeñan en ignorar, y así nos va… La
sabiduría popular lo dejó dicho en ese manido refrán: “El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma
piedra”, pero lo gracioso es que, seguramente, tras el primer tropiezo, la
dejaría de nuevo allí para que cayese el vecino… Y esto lo digo en referencia a
la novela histórica que quiero comentaros, pues siempre los poderosos, aquellos
que todo lo tienen y todo lo quieren, se olvidan que, con su manía de crear
tanta pobreza, están socavando sus propios cimientos y su imperio acabará
cayendo asolado por aquellos a quienes explotan y desprecian o, si no,
simplemente pueden darse un paseíto por las páginas de la historia de la
humanidad…
Pero, por si su pereza es superior a su
temor, aquí les traigo un ejemplo de una de las tantas revoluciones llevadas a
cabo por desheredados, desarrapados, esos que nada poseen porque otros todo lo
ambicionan. Sin embargo, a causa de ello se han creado legiones de seres que
carecen de ataduras materiales cuyo temor a perderlas les atenace, porque nada tienen,
y surge entre sus miembros la temeridad, la osadía de creer que son libres y
pueden hacer uso de su libertad… Y algunos de los opulentos se preguntan cuánto
puede costar acallarles, cuánto encerrarles, cuánto acabar con esa molestia…, pero
sólo hay un precio y muchas veces ya es demasiado tarde para poder evitarlo…
El libro que me
acompañó durante un tiempo de nacientes idealismos y estremeció mis estructuras
sociales fue “La guerra del fin del
mundo”, una novela escrita en 1981 por el famoso y laureado escritor
peruano Mario Vargas Llosa. En esta novela se desarrolla la denominada Guerra
de Canudos, que tuvo lugar en Brasil allá por 1897 y que se extendió por
diecisiete estados de la recién establecida república sudamericana entre los
yagunzos, o campesinos, quienes luchaban por sus derechos, y el ejército
nacional representado por más de diez mil soldados, quienes defendían los privilegios
del poder oligárquico de los terratenientes y los partidos políticos.
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Soldados republicanos brasileños en la Guerra de Canudos. |
El origen del conflicto surge en el
establecimiento de Canudos, un mundo sediento y árido del noreste de Bahía. Un
lugar inhóspito donde reinaba la pobreza más absoluta con una economía basada
en una agricultura y ganadería de subsistencia y donde malvivían una población
olvidada y despreciada compuesta de antiguos esclavos negros, los libertos que
alcanzaron su emancipación en 1888, indígenas sin derechos, mestizos
desarraigados y blancos arruinados. Si a esto sumamos la ceguera de unos
políticos que sólo buscaban dinero para llevar a cabo los planes de una república
que daba sus primeros pasos y que pretendían encontrarlo donde no lo había al
tiempo que protegían las grandes fortunas, el cóctel estaba preparado…
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Grupo de conselhistas. |
De este caldo de cultivo surgió, como
suele suceder, uno de tantos místicos predicadores que pretendían llevar la
palabra de Dios y conocer el camino de salvación, un tal Antônio Vicente Mendes
Maciel, más conocido por el apodo de Antonio Conselheiro. Este hombre se
dedicaba a deambular de pueblo en pueblo, de villa en villa, acompañado de su
hueste de seguidores, cada vez más numerosa, creando a su alrededor una aureola
de santón y milagrero, al mismo tiempo que de defensor del oprimido y líder de
las reivindicaciones de los pobres. Él mismo se autoproclamaba profeta y
utilizó el antiguo mito portugués del retorno del legendario Rey Sebastián como
un signo de esperanza. Tras un tiempo predicando por diversos estados
brasileños, se estableció, con sus seguidores, en una granja de Canudos, al
lado del río Vaza-Barris, cerca de la ciudad de Monte Santo. Sus promesas de un
mundo mejor fue atrayendo hacia aquel lugar a miles y miles de personas que
nada tenían y con ellos llegaron los problemas. Ante esta avalancha y ante la
incapacidad de que se pudieran establecer en tan reducido espacio, fueron
marchando hacia la localidad de Juazeiro para ocuparla, por lo que el Gobierno
pidió la intervención de los monjes capuchinos como intermediarios, pero no
consiguieron nada de los “Conselhistas”,
quienes estaban dispuestos a conseguir por sus manos lo que las leyes les
negaban. Pronto los políticos republicanos temieron que la idea final de
Antônio fuera un levantamiento monárquico para devolver el trono al emperador
Dom Pedro II…, todo menos reconocer la verdad, y comenzaron una campaña de
desacreditación del movimiento ante la opinión pública a cargo de los
gobernantes y el clero. Sin embargo la situación iba empeorando y más cuando la
pertinaz sequía que asolaba el noreste de Brasil parecía no tener final, por lo
que aumentó el flujo de gente hacia Canudos y para poder alimentarlos a todos,
los cangaçeiros de Antonio Conselheiro comenzaron a asaltar las haciendas, las
villas y las ciudades cercanas.
El gobierno se vio
obligado a enviar tropas para atajar los disturbios las cuales, al principio,
eran pequeñas expediciones con la intención de invadir Canudos y disolver a la
colonia, pero los grupos de beatos dieron buena cuenta de ellas y la revuelta
se convirtió en una guerra declarada que duró a lo largo de un año durante el
cual fueron enviadas cuatro expediciones, cada vez más numerosas, hasta que en
septiembre de 1897, durante la cuarta incursión, las tropas gubernamentales
lograron entrar en la localidad, quemando todo el casco urbano, matando a sus
habitantes y degollando a los prisioneros, entre ellos el líder Antônio
Conselheiro, al que decapitaron para estudiar su cráneo. El precio fueron más
de veinticinco mil vidas, pero los poderosos no perdieron sus privilegios…
Pero, ¿quién era
realmente Antônio Vicente Mendes Maciel?... Este polémico hombre nació el 13 de
marzo de 1830 en Vila do Campo Maior, en el estado de Ceará, al noreste de
Brasil. Sus padres eran campesinos pobres, como la inmensa mayoría de sus vecinos,
y desde pequeño fue educado para ser sacerdote, pues esta era una de las pocas
salidas para los jóvenes de las capas más bajas de la sociedad rural. Sin
embargo, tras la muerte de su padre, tuvo que abandonar los estudios y comenzar
a trabajar en el pequeño comercio. Pero las ideas mesiánicas y el misticismo
cristiano habían arraigado con fuerza en su personalidad, alejándose cada vez
más de la ortodoxia católica por su falta de sensibilidad ante la pobreza y su
servilismo con el poder. Y así, en 1961, abandona a su familia y comienza su
peregrinación como santón y predicador por los estados norteños brasileños
durante otros treinta años, atrayendo a una gran cantidad de seguidores entre
las clases sociales más humildes a quienes les prometía una vida mejor en una
comunidad igualitaria y libre bajo la protección de Dios que acabó, como
hemos visto, en una gran matanza que el
Gobierno justificó acusando a los rebeldes de contrarrevolucionarios
monárquicos dirigidos por un peligroso loco y fanático religioso…
Antônio Conselheiro dejó sus pensamientos
por escrito en un tratado religioso titulado “Apontamentos dos Preceitos da Divina Lei de Nosso Senhor Jusus Cristo,
para a Salvaçäo dos Homens”, que se perdió tras la Guerra de Canudos.
Así pues, “La guerra del fin del mundo” es una
novela apocalíptica que logra envolver e intrigar al lector a quien le hace
cuestionar sus principios morales e ideológicos. Vargas Llosa desarrolla la
trama de esta historia de una forma paulatina y en pequeñas proporciones perfectamente
dosificadas, mostrándonos toda la gama social brasileña de finales del siglo
XIX y la situación política, religiosa y económica de la recién creada República
del Brasil. Al mismo tiempo, aparece una gran variedad de personajes que se van
dibujando poco a poco ante nuestros ojos y, gracias a le pericia verbal de Vargas Llosa, se hacen verosímiles seres
que nos parecerían irreales en otra situación, desde el mismo Antônio
Conselheiro, hasta el taimado político Barón de Caña Brava, pasando por el
Enano o el León de Natuba… Realmente es ésta una novela que no nos dejará
indiferentes y que nos atrapará entre sus redes literarias transportándonos
hacia un mundo repleto de injusticias y de luchas, de héroes y de villanos que
no son ni de entonces ni de ahora, sino de siempre, pues esa es la historia de
la humanidad: repetir constantemente sus mismos errores…
Seguidamente os ofrecemos el Capítulo
Primero de “La guerra del fin del mundo”:
I
El
hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura,
sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias
de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de
esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón
bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era
imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su
facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que,
aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes.
Aparecía
de improviso, al principio solo, siempre a pie, cubierto por el polvo del
camino, cada cierto número de semanas, de meses. Su larga silueta se recortaba
en la luz crepuscular o naciente, mientras cruzaba la única calle del poblado,
a grandes trancos, con una especie de urgencia. Avanzaba resueltamente entre
cabras que campanilleaban, entre perros y niños que le abrían paso y lo miraban
con curiosidad, sin responder a los saludos de las mujeres que ya lo conocían y
le hacían venias y se apresuraban a traerle jarras de leche de cabra y platos
de farinha y frejol. Pero él no comía ni bebía antes de llegar hasta la iglesia
del pueblo y comprobar, una vez más, una y cien veces, que estaba rota,
despintada, con sus torres truncas y sus paredes agujereadas y sus suelos
levantados y sus altares roídos por los gusanos. Se le entristecía la cara con
un dolor de retirante al que la sequía ha matado hijos y animales y privado de
bienes y debe abandonar su casa, los huesos de sus muertos, para huir, huir,
sin saber adónde. A veces lloraba y en el llanto el fuego negro de sus ojos
recrudecía con destellos terribles. Inmediatamente se ponía a rezar. Pero no
como rezan los demás hombres o las mujeres: él se tendía de bruces en la tierra
o las piedras o las lozas desportilladas, frente a donde estaba o había estado
o debería estar el altar, y allí oraba, a veces en silencio, a veces en voz
alta, una, dos horas, observado con respeto y admiración por los vecinos.
Rezaba el credo, el padrenuestro y los avemarías consabidos, y también otros
rezos que nadie había escuchado antes pero que, a lo largo de los días, de los
meses, de los años, las gentes irían memorizando. ¿Dónde está el párroco?, le
oían preguntar, ¿por qué no hay aquí un pastor para el rebaño? Pues, que en las
aldeas no hubiera un sacerdote, lo apenaba tanto como la ruina de las moradas
del Señor.
Sólo
después de pedir perdón al Buen Jesús por el estado en que tenían su casa,
aceptaba comer y beber algo, apenas una muestra de lo que los vecinos se
afanaban en ofrecerle aun en años de escasez. Consentía en dormir bajo techo,
en alguna de las viviendas que los sertaneros ponían a su disposición, pero
rara vez se le vio reposar en la hamaca, el camastro o colchón de quien le
ofrecía posada. Se tumbaba en el suelo, sin manta alguna, y, apoyando en su
brazo la cabeza de hirvientes cabellos color azabache, dormía unas horas.
Siempre tan pocas que era el último en acostarse, y, cuando los vaqueros y los
pastores más madrugadores salían al campo ya lo veían, trabajando en restañar
los muros y los tejados de la iglesia.
Daba
sus consejos al atardecer, cuando los hombres habían vuelto del campo y las
mujeres habían acabado los quehaceres domésticos y las criaturas estaban ya
durmiendo. Los daba en esos descampados desarbolados y pedregosos que hay en
todos los pueblos del sertón, en el crucero de sus calles principales y que se
hubieran podido llamar plazas si hubieran tenido bancas, glorietas, jardines o
conservaran los que alguna vez tuvieron y fueron destruyendo las sequías, las
plagas, la desidia. Los daba a esa hora en que el cielo del norte del Brasil,
antes de oscurecerse y estrellarse, llamea entre coposas nubes blancas, grises
o azuladas y hay como un vasto fuego de artificio allá en lo alto, sobre la
inmensidad del mundo. Los daba a esa hora en que se prenden las fogatas para espantar
a los insectos y preparar la comida, cuando disminuye el vaho sofocante y se
levanta una brisa que pone a las gentes de mejor ánimo para soportar la
enfermedad, el hambre y los padecimientos de la vida.
Hablaba
de cosas sencillas e importantes, sin mirar a nadie en especial de la gente que
lo rodeaba, o, más bien, mirando, con sus ojos incandescentes, a través del corro
de viejos, mujeres, hombres y niños, algo o alguien que sólo él podía ver.
Cosas que se entendían porque eran oscuramente sabidas desde tiempos
inmemoriales y que uno aprendía con la leche que mamaba. Cosas actuales,
tangibles, cotidianas, inevitables, como el fin del mundo y el Juicio Final,
que podían ocurrir tal vez antes de lo que tardase el poblado en poner derecha
la capilla alicaída. ¿Qué ocurriría cuando el Buen Jesús contemplara el
desamparo en que habían dejado su casa? ¿Qué diría del proceder de esos
pastores que, en vez de ayudar al pobre, le vaciaban los bolsillos cobrándole
por los servicios de la religión? ¿Se podían vender las palabras de Dios, no
debían darse de gracia? ¿Qué excusa darían al Padre aquellos padres que, pese
al voto de castidad, fornicaban? ¿Podían inventarle mentiras, acaso, a quien
leía los pensamientos como lee el rastreador en la tierra el paso del jaguar?
Cosas prácticas, cotidianas, familiares, como la muerte, que conduce a la
felicidad si se entra en ella con el alma limpia, como a una fiesta. ¿Eran los
hombres animales? Si no lo eran, debían cruzar esa puerta engalanados con su
mejor traje, en señal de reverencia a Aquel a quien iban a encontrar. Les
hablaba del cielo y también del infierno, la morada del Perro, empedrada de
brasas y crótalos, y de cómo el Demonio podía manifestarse en innovaciones de
semblante inofensivo.
Los
vaqueros y los peones del interior lo escuchaban en silencio, intrigados,
atemorizados, conmovidos, y así lo escuchaban los esclavos y los libertos de
los ingenios del litoral y las mujeres y los padres y los hijos de unos y de
otras. Alguna vez alguien —pero rara vez porque su seriedad, su voz cavernosa o
su sabiduría los intimidaba— lo interrumpía para despejar una duda. ¿Terminaría
el siglo? ¿Llegaría el mundo a 1900? Él contestaba sin mirar, con una seguridad
tranquila y, a menudo, con enigmas. En 1900 se apagarían las luces y lloverían
estrellas. Pero, antes, ocurrirían hechos extraordinarios. Un silencio seguía a
su voz, en el que se oía crepitar las fogatas y el bordoneo de los insectos que
las llamas devoraban, mientras los lugareños, conteniendo la respiración,
esforzaban de antemano la memoria para recordar el futuro. En 1896 un millar de
rebaños correrían de la playa hacia el sertón y el mar se volvería sertón y el
sertón mar. En 1897 el desierto se cubriría de pasto, pastores y rebaños se
mezclarían y, a partir de entonces, habría un solo rebaño y un solo pastor. En
1898 aumentarían los sombreros y disminuirían las cabezas y en 1899 los ríos se
tornarían rojos y un planeta nuevo cruzaría el espacio.
Había,
pues, que prepararse. Había que restaurar la iglesia y el cementerio, la más
importante construcción después de la casa del Señor, pues era antesala del
cielo o del infierno, y había que destinar el tiempo restante a lo esencial: el
alma. ¿Acaso partirían el hombre o la mujer allá con sayas, vestidos, sombreros
de fieltro, zapatos de cordón y todos esos lujos de lana y de seda que no
vistió nunca el Buen Jesús?
Eran
consejos prácticos, sencillos. Cuando el hombre partía, se hablaba de él: que
era santo, que había hecho milagros, que había visto la zarza ardiente en el
desierto, igual que Moisés, y que una voz le había revelado el nombre
impronunciable de Dios. Y se comentaban sus consejos. Así, antes de que
terminara el Imperio y después de comenzada la República, los lugareños de
Tucano, Soure, Amparo y Pombal, fueron escuchándolos; y, mes a mes, año a año,
fueron resucitando de sus ruinas las iglesias de Bom Conselho, de Geremoabo, de
Massacará y de Inhambupe; y, según sus enseñanzas, surgieron tapias y
hornacinas en los cementerios de Monte Santo, de Entre Ríos, de Abadía y de
Barracão, y la muerte fue celebrada con dignos entierros en Itapicurú, Cumbe,
Natuba, Mocambo. Mes a mes, año a año, se fueron poblando de consejos las
noches de Alagoinhas, Uauá, Jacobina, Itabaiana, Campos, Itabaianinha, Gerú,
Riachão, Lagarto, Simão Dias. A todos parecían buenos consejos y, por eso, al
principio en uno y, luego, en otro y, al final en todos los pueblos del norte,
al hombre que los daba, aunque su nombre era Antonio Vicente y su apellido
Mendes Maciel, comenzaron a llamarlo el Consejero.
Una
reja de madera separa a los redactores y empleados del Jornal de Notícias —cuyo
nombre destaca, en caracteres góticos, sobre la entrada— de la gente que se llega
hasta allí para publicar un aviso o traer una información. Los periodistas no
son más de cuatro o cinco. Uno de ellos revisa un archivo empotrado en la
pared; dos conversan animadamente, sin chaquetas pero con cuellos duros y
corbatines de lazo, junto a un almanaque en el que se lee la fecha —octubre,
lunes 2, 1896— y otro, joven, desgarbado, con gruesos anteojos de miope, escribe
sobre un pupitre con una pluma de ganso, indiferente a lo que ocurre en torno
suyo. Al fondo, tras una puerta de cristales, está la Dirección. Un hombre con
visera y puños postizos atiende a una fila de clientes en el mostrador de los
Avisos Pagados. Una señora acaba de alcanzarle un cartón. El cajero, mojándose
el índice, cuenta las palabras —Lavativas Giffoni// Curan las Gonorreas, las
Hemorroides, las Flores Blancas y todas las molestias de las Vías Urinarias//
Las prepara Madame A. de Carvalho// Rua Primero de Marzo N. 8— y dice un
precio. La señora paga, guarda el vuelto y, cuando se retira, quien esperaba
detrás de ella se adelanta y estira un papel al cajero. Viste de oscuro, con
una levita de dos puntas y un sombrero hongo que denotan uso. Una enrulada
cabellera rojiza le cubre las orejas. Es más alto que bajo, de anchas espaldas,
sólido, maduro. El cajero cuenta las palabras del aviso, dejando patinar el
dedo sobre el papel. De pronto, arruga la frente, alza el dedo y acerca mucho
el texto a los ojos, como si temiera haber leído mal. Por fin, mira perplejo al
cliente, que permanece hecho una estatua. El cajero pestañea, incómodo, y, por
fin, indica al hombre que espere. Arrastrando los pies, cruza el local, con el
papel balanceándose en la mano, toca con los nudillos el cristal de la Dirección
y entra. Unos segundos después reaparece y, por señas, indica al cliente que
pase. Luego, retorna a su trabajo.
El
hombre de oscuro atraviesa el Jornal de Notícias haciendo sonar los tacos como
si calzara herraduras. Al entrar al pequeño despacho, atestado de papeles,
periódicos y propaganda del Partido Republicano Progresista—Un Brasil Unido,
Una Nación Fuerte—, está esperándolo un hombre que lo mira con una curiosidad
risueña, como a un bicho raro. Ocupa el único escritorio, lleva botas, un traje
gris, y es joven, moreno, de aires enérgicos.
—Soy
Epaminondas Gonçalves, el director del periódico —dice—. Adelante.
El
hombre de oscuro hace una ligera venia y se lleva la mano al sombrero pero no
se lo quita ni dice palabra.
—¿Usted
pretende que publiquemos esto? —pregunta el director, agitando el papelito.
El
hombre de oscuro asiente. Tiene una barbita rojiza como sus cabellos, y sus
ojos son penetrantes, muy claros; su boca ancha está fruncida con firmeza y las
ventanillas de su nariz, muy abiertas, parecen aspirar más aire del que
necesitan.
—Siempre
que no cueste más de dos mil reis —murmura, en un portugués dificultoso—. Es
todo mi capital.
Epaminondas
Gonçalves queda como dudando entre reírse o enojarse. El hombre sigue de pie,
muy serio, observándolo. El director opta por llevarse el papel a los ojos:
—«Se
convoca a los amantes de la justicia a un acto público de solidaridad con los
idealistas de Canudos y con todos los rebeldes del mundo, en la plaza de la Libertad,
el 4 de octubre, a las seis de la tarde» —lee, despacio—. ¿Se puede saber quién
convoca este mitin?
—Por
ahora yo —contesta el hombre, en el acto—. Si el Jornal de Notícias quiere
auspiciarlo, wonderful.
—¿Sabe
usted lo que han hecho ésos, allá en Canudos? —murmura Epaminondas Gonçalves, golpeando
el escritorio—. Ocupar una tierra ajena y vivir en promiscuidad, como los
animales.
—Dos
cosas dignas de admiración —asiente el hombre de oscuro—. Por eso he decidido
gastar mi dinero en este aviso.
El
director queda un momento callado. Antes de volver a hablar, carraspea:
—¿Se
puede saber quién es usted, señor?
Sin
fanfarronería, sin arrogancia, con mínima solemnidad, el hombre se presenta
así:
—Un
combatiente de la libertad, señor. ¿El aviso va a ser publicado?
—Imposible,
señor —responde Epaminondas Gonçalves, ya dueño de la situación—. Las
autoridades de Bahía sólo esperan un pretexto para cerrarme el periódico.
Aunque de boca para afuera han aceptado la República, siguen siendo
monárquicas. Somos el único diario auténticamente republicano del Estado,
supongo que se ha dado cuenta.
El
hombre de oscuro hace un gesto desdeñoso y masculla, entre dientes, «Me lo
esperaba».
—Le
aconsejo que no lleve este aviso al Diário de Bahia —agrega el director,
alcanzándole el papelito—. Es del barón de Cañabrava, el dueño de Canudos.
Terminaría usted en la cárcel.
Sin
decir una palabra de despedida, el hombre de oscuro da media vuelta y se aleja,
guardándose el aviso en el bolsillo. Cruza la sala del diario sin mirar ni
saludar a nadie, con su andar sonoro, observado de reojo —silueta fúnebre,
ondeantes cabellos encendidos— por los periodistas y clientes de los Avisos
Pagados. El periodista joven, de anteojos de miope, se levanta de su pupitre después
de pasar él, con una hoja amarillenta en la mano, y va hacia la Dirección,
donde Epaminondas Gonçalves está todavía espiando al desconocido.
—«Por
disposición del gobernador del Estado de Bahía, Excelentísimo Señor Luis Viana,
hoy partió de Salvador una compañía del Noveno Batallón de Infantería, al mando
del teniente Pires Ferreira, con la misión de arrojar de Canudos a los bandidos
que ocuparon la hacienda y capturar a su cabecilla, el sebastianista Antonio Consejero»
—lee, desde el umbral—. ¿Primera página o interiores, señor?—Que vaya debajo de
los entierros y las misas —dice el director. Señala hacia la calle, donde ha
desaparecido el hombre de oscuro—. ¿Sabe quién es ese tipo?
—Galileo
Gall —responde el periodista miope—. Un escocés que anda pidiendo permiso a la
gente de Bahía para tocarles la cabeza.
Había
nacido en Pombal y era hijo de un zapatero y su querida, una inválida que, pese
a serlo, parió a tres varones antes que a él y pariría después a una hembra que
sobrevivió a la sequía. Le pusieron Antonio y, si hubiera habido lógica en el
mundo, no hubiera debido vivir, pues cuando todavía gateaba ocurrió la
catástrofe que devastó la región, matando cultivos, hombres y animales. Por culpa
de la sequía casi todo Pombal emigró hacia la costa, pero Tiburcio da Mota, que
en su medio siglo de vida no se había alejado nunca más de una legua de ese
poblado en el que no había pies que no hubieran sido calzados por sus manos,
hizo saber que no abandonaría su casa. Y cumplió, quedándose en Pombal con un
par de docenas de personas apenas, pues hasta la misión de los padres
lazaristas se vació.
Cuando,
un año más tarde, los retirantes de Pombal comenzaron a volver, animados por
las nuevas de que los bajíos se habían anegado otra vez y ya se podía sembrar cereales,
Tiburcio da Mota estaba enterrado, como su concubina inválida y los tres hijos
mayores. Se habían comido todo lo comestible y, cuando esto se acabó, todo lo
que fuera verde y, por fin, todo lo que podían triturar los dientes. El vicario
don Casimiro, que los fue enterrando, aseguraba que no habían perecido de
hambre sino de estupidez, por comerse los cueros de la zapatería y beberse las
aguas de la laguna del Buey, hervidero de mosquitos y de pestilencia que hasta
los chivos evitaban. Don Casimiro recogió a Antonio y a su hermanita, los hizo
sobrevivir con dietas de aire y plegarias y, cuando las casas del pueblo se
llenaron otra vez de gente, les buscó un hogar.
A la
niña se la llevó su madrina, que se fue a trabajar en una hacienda del barón de
Cañabrava. A Antonio, entonces de cinco años, lo adoptó el otro zapatero de Pombal,
llamado el Tuerto —había perdido un ojo en una riña—, quien aprendió su oficio
en el taller de Tiburcio da Mota y al regresar a Pombal heredó su clientela.
Era un hombre hosco, que andaba borracho con frecuencia y solía amanecer
tumbado en la calle, hediendo a cachaça. No tenía mujer y hacía trabajar a
Antonio como una bestia de carga, barriendo, limpiando, alcanzándole clavos,
tijeras, monturas, botas, o yendo a la curtiembre. Lo hacía dormir sobre un
pellejo, junto a la mesita donde el Tuerto se pasaba todas las horas en que no
estaba bebiendo con sus compadres.
El
huérfano era menudo y dócil, puro hueso y unos ojos cohibidos que inspiraban
compasión a las mujeres de Pombal, las que, vez que podían, le daban algo de
comer o las ropas que ya no se ponían sus hijos. Ellas fueron un día —media
docena de hembras que habían conocido a la tullida y comadreado a su vera en
incontables bautizos, confirmaciones, velorios, matrimonios— al taller del
Tuerto a exigirle que mandara a Antonio al catecismo, a fin de que lo
prepararan para la primera comunión. Lo asustaron de tal modo diciéndole que
Dios le tomaría cuentas si ese niño moría sin haberla hecho, que el zapatero, a
regañadientes, consintió en que asistiera a la doctrina de la misión, todas las
tardes, antes de las vísperas.
Algo
notable ocurrió entonces en la vida del niño,al que, poco después, a
consecuencia de los cambios que operó en él la doctrina de los lazaristas,
comenzarían a llamar el Beatito. Salía de las prédicas con la mirada desasida
del contorno y como purificado de escorias. El Tuerto contó que muchas veces lo
encontraba de noche, arrodillado en la oscuridad, llorando por el sufrimiento de
Cristo, tan absorto que sólo lo regresaba al mundo remeciéndolo. Otras noches
lo sentía hablar en sueños, agitado, de la traición de Judas, del
arrepentimiento de la Magdalena, de la corona de espinas, y una noche lo oyó
hacer voto de perpetua castidad, como san Francisco de Sales al cumplir los
once años.
Antonio
había encontrado una ocupación a la que consagrar su vida. Seguía haciendo
sumisamente los mandados del Tuerto, pero los hacía entrecerrando los ojos y moviendo
los labios de modo que todos comprendían que, aunque barría o corría donde el
talabartero o sujetaba la suela que el Tuerto martillaba, estaba en realidad rezando.
Al padre adoptivo las actitudes del niño lo turbaban y atemorizaban. En el
rincón donde dormía, el Beatito fue construyendo un altar, con estampas que le regalaron
en la misión y una cruz de xique-xique que él mismo talló y pintó. Allí prendía
una vela para rezar, al levantarse y al acostarse, y allí, de rodillas, con las
manos juntas y la expresión contrita, gastaba sus ratos libres en vez de
corretear por los potreros, montar a pelo los animales chúcaros, cazar palomas
o ir a ver castrar a los toros como los demás chicos de Pombal.
Desde
que hizo la primera comunión fue monaguillo de don Casimiro y, cuando éste
murió, siguió ayudando a decir misa a los lazaristas de la misión, aunque para
ello tenía que andar, entre idas y vueltas, una legua diaria. En las
procesiones echaba el incienso y ayudaba a decorar las andas y los altares de
las esquinas donde la Virgen y el Buen Jesús hacían un alto para descansar. La religiosidad
del Beatito era tan grande como su bondad. Espectáculo familiar para los
habitantes de Pombal era verlo servir de lazarillo al ciego Adelfo, al que
acompañaba a veces a los potreros del coronel Ferreira, donde aquél había
trabajado hasta contraer cataratas y de los que vivía melancólico. Lo llevaba
del brazo, a campo traviesa, con un palo en la mano para escarbar en la tierra
al acecho de las serpientes, escuchándole con paciencia sus historias. Y
Antonio recogía también comida y ropa para el leproso Simeón, que vivía como
una bestia montuna desde que los vecinos le prohibieron acercarse a Pombal. Una
vez por semana, el Beatito le llevaba en un atado los pedazos de pan y de
charqui y los cereales que había mendigado para él, y los vecinos lo divisaban,
a lo lejos, guiando entre los roquedales de la loma donde estaba su cueva,
hacia el pozo de agua, al viejo que andaba descalzo, con los pelos crecidos,
cubierto sólo con un pellejo amarillo.
La
primera vez que vio al Consejero, el Beatito tenía catorce años y había
sufrido, pocas semanas antes, una terrible decepción. El padre Moraes, de la
misión lazarista, le echó un baño de agua helada al decirle que no podía ser
sacerdote, pues era hijo natural. Lo consoló, explicándole que igual se podía
servir a Dios sin recibir las órdenes, y le prometió hacer gestiones con un
convento capuchino, donde tal vez lo recibirían como hermano lego. El Beatito
lloró esa noche con sollozos tan sentidos, que el Tuerto, encolerizado, lo
molió a golpes por primera vez después de muchos años. Veinte días más tarde,
bajo la quemante resolana del mediodía, irrumpió por la calle medianera de
Pombal una figurilla alargada, oscura, de cabellos negros y ojos fulminantes, envuelta
en una túnica morada, que, seguida de media docena de gentes que parecían
pordioseros y, sin embargo, tenían caras felices, atravesó en tromba el poblado
en dirección a la vieja capilla de adobes y tejas que, desde la muerte de don
Casimiro, se hallaba tan arruinada que los pájaros habían hecho nidos entre las
imágenes. El Beatito, como muchos vecinos de Pombal, vio orar al peregrino
echado en el suelo, igual que sus acompañantes, y esa tarde lo oyó dar consejos
para la salvación del alma, criticar a los impíos y pronosticar el porvenir.
Esa
noche, el Beatito no durmió en la zapatería sino en la plaza de Pombal, junto a
los peregrinos que se habían tendido en la tierra, alrededor del santo. Y la
mañana y tarde siguientes, y todos los días que éste permaneció en Pombal, el
Beatito trabajó junto con él y los suyos, reponiéndoles patas y espaldares a
los bancos de la capilla, nivelando su suelo y erigiendo una cerca de piedras
que diera independencia al cementerio, hasta entonces una lengua de tierra que
se entreveraba con el pueblo. Y todas las noches estuvo acuclillado junto a él,
absorto, escuchando las verdades que decía su boca.
Pero
cuando, la penúltima noche del Consejero en Pombal, Antonio el Beatito le pidió
permiso para acompañarlo por el mundo, los ojos —intensos a la vez que helados—
del santo, primero, y su boca después, dijeron no. El Beatito lloró
amargamente, arrodillado junto al Consejero. Era noche alta, Pombal dormía y
también los andrajosos, anudados unos en otros. Las fogatas se habían apagado
pero las estrellas refulgían sobre sus cabezas y se oían cantos de chicharras.
El Consejero lo dejó llorar, permitió que le besara el ruedo de la túnica y no se
inmutó cuando el Beatito le suplicó de nuevo que lo dejara seguirlo, pues su
corazón le decía que así serviría mejor al Buen Jesús. El muchacho se abrazó a
sus tobillos y estuvo besándole los pies encallecidos. Cuando lo notó exhausto,
el Consejero le cogió la cabeza con las dos manos y lo obligó a mirarlo.
Acercándole la cara le preguntó, solemne, si amaba tanto a Dios como para
sacrificarle el dolor. El Beatito hizo con la cabeza que sí, varias veces. El
Consejero se levantó la túnica y el muchacho pudo ver, en la luz incipiente,
que se sacaba un alambre que tenía en la cintura lacerándole la carne. «Ahora
llévalo tú», lo oyó decir. Él mismo ayudó al Beatito a abrirse las ropas, a
apretar el cilicio contra su cuerpo, a anudarlo.
Cuando,
siete meses después, el Consejero y sus seguidores —habían cambiado algunas
caras, había aumentado el número, había entre ellos ahora un negro enorme y
semidesnudo, pero su pobreza y la felicidad de sus ojos eran los de antes—
volvieron a aparecer en Pombal, dentro de un remolino de polvo, el cilicio
seguía en la cintura del Beatito, a la que había amoratado y, luego, abierto
estrías y, más tarde, recubierto de costras parduzcas. No se lo había quitado
un solo día y cada cierto tiempo volvía a ajustarse el alambre aflojado por el movimiento
cotidiano del cuerpo. El padre Moraes había tratado de disuadirlo de que lo
siguiera llevando, explicándole que una cierta dosis de dolor voluntario
complacía a Dios, pero que, pasado cierto límite, aquel sacrificio podía
volverse un morboso placer alentado por el Diablo y que él estaba en peligro de
franquear en cualquier momento el límite.
Pero
Antonio no le obedeció. El día del regreso del Consejero y su séquito a Pombal,
el Beatito estaba en el almacén del caboclo Umberto Salustiano y su corazón se petrificó
en su pecho, así como el aire que entraba a su nariz, cuando lo vio pasar a un
metro de él, rodeado de sus apóstoles y de decenas de vecinos y vecinas, y
dirigirse, como la vez anterior, derechamente a la capilla. Lo siguió, se sumó
al bullicio y a la agitación del pueblo y, confundido con la gente, oró, a
discreta distancia, sintiendo una revolución en su sangre. Y esa noche lo escuchó
predicar, a la luz de las llamas, en la plaza atestada, sin atreverse todavía a
acercarse. Todo Pombal estaba allí esta vez, oyéndolo.
Casi
al amanecer, cuando los vecinos, que habían rezado y cantado y le habían
llevado sus hijos enfermos para que pidiera a Dios su curación, y que le habían
contado sus aflicciones y preguntado por lo que les reservaba el futuro, se
hubieron ido, y los discípulos ya se habían echado a dormir, como lo hacían siempre, sirviéndose
recíprocamente de almohadas y abrigo, el Beatito, en la actitud de reverencia
extrema en la que se acercaba a comulgar, se llegó, vadeando los cuerpos
andrajosos, hasta la silueta oscura, morada, que apoyaba la hirsuta cabeza en
uno de sus brazos. Las fogatas daban las últimas boqueadas. Los ojos del
Consejero se abrieron al verlo venir y el Beatito repetiría siempre a los
oyentes de su historia que vio en ellos, al instante, que aquel hombre lo había
estado esperando. Sin decir una palabra —no hubiera podido— se abrió la camisa
de jerga y le mostró el alambre que le ceñía la cintura.
Después
de observarlo unos segundos, sin pestañear, el Consejero asintió y una sonrisa
cruzó brevemente su cara que, diría cientos de veces el Beatito en los años
venideros, fue su consagración. El Consejero señaló un pequeño espacio de
tierra libre, a su lado, que parecía reservado para él entre el amontonamiento
de cuerpos. El muchacho se acurrucó allí, entendiendo, sin que hicieran falta
las palabras, que el Consejero lo consideraba digno de partir con él por los
caminos del mundo, a combatir contra el Demonio. Los perros trasnochadores, los
vecinos madrugadores de Pombal oyeron mucho rato todavía el llanto del Beatito
sin sospechar que sus sollozos eran de felicidad.
Su
verdadero nombre no era Galileo Gall, pero era, sí, un combatiente de la
libertad, o, como él decía, revolucionario y frenólogo. Dos sentencias de
muerte lo acompañaban por el mundo y había pasado en la cárcel cinco de sus
cuarenta y seis años. Había nacido a mediados de siglo, en un poblado del sur
de Escocia donde su padre ejercía la medicina y había tratado infructuosamente
de fundar un cenáculo libertario para propagar las ideas de Proudhon y Bakunin.
Como otros niños entre cuentos de hadas, él había crecido oyendo que la
propiedad es el origen de todos los males sociales y que el pobre sólo romperá
las cadenas de la explotación y el oscurantismo mediante la violencia.
Su
padre fue discípulo de un hombre al que consideraba uno de los sabios augustos
de su tiempo: Franz Joseph Gall, anatomista, físico y fundador de la ciencia frenológica.
En tanto que para otros adeptos de Gall, esta ciencia consistía apenas en creer
que el intelecto, el instinto y los sentimientos son órganos situados en la corteza
cerebral, y que pueden ser medidos y tocados, para el padre de Galileo esta
disciplina significaba la muerte de la religión, el fundamento empírico del
materialismo, la prueba de que el espíritu no era lo que sostenía la hechicería
filosófica, imponderable e impalpable, sino una dimensión del cuerpo, como los
sentidos, e igual que éstos capaz de ser estudiado y tratado clínicamente. El
escocés inculcó a su hijo, desde que tuvo uso de razón, este precepto simple:
la revolución libertará a la sociedad de sus flagelos y la ciencia al individuo
de los suyos. A luchar por ambas metas había dedicado Galileo su existencia.
Como
sus ideas disolventes le hacían la vida difícil en Escocia, el padre se instaló
en el sur de Francia, donde fue capturado en 1868 por ayudar a los obreros de las
hilanderías de Burdeos durante una huelga, y enviado a Cayena. Allí murió. Al
año siguiente Galileo fue a prisión acusado de complicidad en el incendio de
una iglesia —el cura era lo que más odiaba, después del militar y el banquero—,
pero a los pocos meses escapó y estuvo trabajando con un facultativo parisino,
antiguo amigo de su padre. En esa época adoptó el nombre de Galileo Gall, a
cambio del suyo, demasiado conocido por la policía, y empezó a publicar
pequeñas notas políticas y de divulgación científica en un periódico de Lyon:
l’Étincelle de la révolte.
Uno
de sus orgullos era haber combatido de marzo a mayo de 1871 con los comuneros
de París por la libertad del género humano y haber sido testigo del genocidio
de treinta mil hombres, mujeres y niños perpetrado por las fuerzas de Thiers.
También fue condenado a muerte, pero logró escapar del cuartel antes de la
ejecución, con el uniforme de un sargento carcelero, a quien mató. Fue a
Barcelona y allí estuvo algunos años estudiando medicina y practicando la
frenología junto a Mariano Cubí, un sabio que se preciaba de detectar las
inclinaciones y rasgos más secretos de cualquier hombre con sólo pasar sus
yemas una vez por su cráneo. Parecía que se iba a recibir de médico cuando su
amor a la libertad y el progreso o su vocación aventurera pusieron otra vez en
movimiento su vida. Con un puñado de adictos a la Idea asaltó una noche el
cuartel de Montjuïc, para desencadenar la tempestad que, creían, conmovería los
cimientos de España. Pero alguien los delató y los soldados los recibieron a
balazos. Vio caer a sus compañeros peleando, uno a uno; cuando lo capturaron
tenía varias heridas. Lo condenaron a muerte, pero, como según la ley española
no se da garrote vil a un herido, decidieron curarlo antes de matarlo. Personas
amigas e influyentes lo hicieron huir del hospital y lo embarcaron, con papeles
falsos, en un barco de carga.
Había
recorrido países, continentes, siempre fiel a las ideas de su infancia. Había
palpado cráneos amarillos, negros, rojos y blancos y alternado, al azar de las
circunstancias, la acción política y la práctica científica, borroneando a lo
largo de esa vida de aventuras, cárceles, golpes de mano, reuniones
clandestinas, fugas, reveses, cuadernos que corroboraban, enriqueciéndolas de
ejemplos, las enseñanzas de sus maestros: su padre, Proudhon, Gall, Bakunin,
Spurzheim, Cubí. Había estado preso en Turquía, en Egipto, en Estados Unidos,
por atacar el orden social y las ideas religiosas, pero, gracias a su buena
estrella y a su desprecio del peligro nunca permaneció mucho tiempo entre rejas.
En
1894 era médico del barco alemán que naufragó en las costas de Bahía y cuyos
restos quedarían varados para siempre frente al Fuerte de San Pedro. Hacía
apenas seis años que el Brasil había abolido la esclavitud y cinco que había
pasado de Imperio a República. Lo fascinó su mezcla de razas y culturas, su
efervescencia social y política, el ser una sociedad en la que se codeaban
Europa y África y algo más que hasta ahora no conocía. Decidió quedarse. No
pudo abrir un consultorio, pues carecía de títulos, de manera que, como lo
había hecho en otras partes, se ganó la vida dando clases de idiomas y en
quehaceres efímeros. Aunque vagabundeaba por el país, volvía siempre a
Salvador, donde solía encontrársele en la Librería Catilina, a la sombra de las
palmeras del Mirador de los Afligidos o en las tabernas de marineros de la
ciudad baja, explicando a interlocutores de paso que todas las virtudes son
compatibles si la razón y no la fe es el eje de la vida, que no Dios sino Satán
—el primer rebelde— es el verdadero príncipe de la libertad y que, una vez
destruido el viejo orden gracias a la acción revolucionaria, la nueva sociedad
florecerá espontáneamente, libre y justa. Aunque había quienes lo escuchaban,
las gentes no parecían hacerle mucho caso.
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