ESCRITOS DE MI MEMORIA: Relato de un viaje en tren… - Dudas, por Carmen Tomás Asensio – Junio 2013
Antes de llegar a Cariñena, una lluvia
mansa y clara sacaba brillo a los campos y embellecía las flores en los
almendros. Poco a poco, se ha ido oscureciendo el cielo.
Como siempre que viajo, me gusta
ponerme al lado de la ventanilla y contemplar el paisaje. He hecho muchas veces
este recorrido, Zaragoza-Valencia, pero siempre encuentro vistas nuevas,
colores diferentes, según la época, el clima, la luz.
Nunca me parece igual.
Cada más fuerte, el agua se estrellaba
contra las ventanillas y yo apenas distinguía los árboles. Las montañas se
oscurecían y difuminaban. El cielo era ahora gris y se iba acercando a la
tierra como para cubrirla y borrarla.
La lluvia, en complicidad con el
viento, agitaba y rompía las hojas que habían brotado por la mañana. Pero la
tierra estaba sedienta y agradecía el agua que la empapaba. El arroyo aumentaba
su caudal: bendita y esperada lluvia.
Ayer mismo mirábamos el sol
esplendoroso, el cielo azul, que no cambiaba y lo árboles florecidos antes de
tiempo que presagiaban frutos. Pero todos sabíamos que, sin la lluvia, tanta
belleza se agostaría. Ya se preparaban rogativas a los Santos patronos para
atraer las nubes, henchidas de humedad. Y aquí están: plenas de la riqueza que
reparten, deseadas y oscuras.
La capa de polución que flota cae al
suelo, corre por los campos, las cunetas, los albañales en la ciudad.
Todo queda limpio y reluciente.
Brillante y perfumado.
Huele a humedad, se intensifica el
frío, que parecía haberse terminado. Pero sabemos que es bueno: cuando el sol
vuelva a calentar la tierra, lo encontrará todo renovado, todo limpio.
Son aún las 18’30 y el cielo está tan
oscuro que parece noche cerrada. Apenas se ven los contornos de las montañas.
Llueve con menos fuerza pero los campos están encharcados, en las orillas de la
vía. Más lejos, una negrura negra y amenazante. Ha llegado la noche antes de
tiempo, y cuando pasamos por un pueblo, apenas se perciben las luce débiles que
lo identifican.
No es niebla, es oscuridad, lluvia que tapa
los cristales y nos deja regueros brillantes que se deslizan y cambian de forma
a cada instante.
Después de unos minutos de espera, para
permitir un cruce con un tren de mayor velocidad, hemos llegado, a las 19
horas, a Teruel.
Durante la parada he estado con los ojos
cerrados. El ruido del motor era suave y el de la lluvia fuerte, y la mezcla de
los dos sonidos incitaba a la relajación. Casi acabo dormida.
Cuando recuperamos la marcha, llovía más
suavemente y el cielo se aclaró un poco.
Al pasar por la Fuente Cerrada estaba todo
tan oscuro que yo no he visto más luz que la del vagón. Fuera, apenas unos
puntitos de luz: he apurado en las sombras y apenas alguna mancha blanca,
contra los negros árboles, me indicaban que allí había vida. Eran casas de campo
y yo imaginaba a la gente recogida en el lugar más caliente, con las persianas
bajas para evitar la lluvia, la humedad, el frío.
Estos días son de mesa camilla y leche
caliente y narraciones, historias, sucedidos, imaginados… me trasladan a mis
años de niña, adolescente, en mi casa de Sevilla, con mi abuela, narradora
excelente; nunca se repetía, aunque contase la misma historia. Enriquecía y
variaba el argumento. Sobre todo en sus cuentos de miedo; mantenía la atención,
la tensión. Cambiaba el tono de la voz y hasta los gestos…
Yo me quedaba encogida, aterrada, incapaz
de ir a ningún sitio sola. Pero la escuchaba con verdadera admiración y la
provocaba a relatar, aunque se resistiera.
Seguramente mi padre, que también sabía
comunicar muy bien y con gracia e imaginación, lo heredó de ella.
Mi abuelo se llamaba Joaquín. Al contrario
de la jovialidad de mi abuela Mercedes, y seguramente por ser de la Guardia
Civil, que se consideraba un cuerpo serio, él lo era, y también muy religioso.
Siempre rezábamos el Rosario con él y cuando lo encontrábamos por la calle le
besábamos la mano. Creo que era tierno por dentro, pero que mantenía su
autoridad con su distancia. Mi padre comentaba que, cuando jugaba a las prendas
con sus tres hermanos, lo más difícil era “ir
a darle un beso al padre” para rescatar una prenda. Murió antes que mi
abuela y por eso probablemente tengo menos recuerdos de él.
Mis abuelos viajaban a México cada año.
Vivían seis meses allí y seis en España, para no perder su pensión militar y
para estar con sus hijos. Allí tenían un hijo que era Monseñor (dicen que
camarero secreto del Papa, y no muy bien en qué consistía aquello estando tan
lejos de Roma). Y de sus viajes traían cosas maravillosas y desconocidas acá:
un olla exprés complicadísima, un reloj eléctrico de pared, la margarina, el
Nescafé soluble…
Había una estufa de carbón o troncos de
madera (en aquellos tiempos no había calefacción ni radiadores de ninguna
clase). Tenía una placa metálica encima y recuerdo que mi padre o el
dependiente de turno asaban chorizos envueltos en papel de estraza. Se hacían
unos riquísimos bocadillos como no he vuelto a probar nunca.
Recuerdo mi infancia a raíz del sueño de
esa noche (que anoto en otro lugar). La zapatería era amplia, con un gran
escaparte que daba a la calle San Juan. Al fondo estaba el mostrador y, detrás
de éste, la puerta que daba a la trastienda. Al final de la tienda, al lado
derecho, había, sobre un escalón, un escritorio con una pequeña cristalera
donde se abría una ventanilla para los cobros. En esa especie de diminuto
despacho hacía las cuentas mi padre. Tenía, bajo la mesa, un sitio para las
carpetas y cajones para los útiles de escritorio. Y recuerdo un tintero grande,
redondo y aplastado… aunque mi padre utilizaba habitualmente lápices y pluma
estilográfica.
Detrás de este despachito, había una gran
cristalera que lo inundaba de luz. Daba a la parte trasera del Banco de España.
La calle, hoy del padre Joaquín Tomás Lozano (mi tío), era estrecha, tanto que
los aleros de los tejados del Banco y de la casa de mis abuelos casi se tocaban
y los días de lluvia los niños podíamos seguir jugando allí casi sin mojarnos.
En la trastienda había una puerta que daba
a un pasillo, que a su vez comunicaba con un hueco bajo la escalera de la casa.
Por cierto, la casa era de mis abuelos, que vivían en los dos últimos pisos con
mi tía Carmen y su familia. Y lo que llamaríamos el desván, donde se colgaban
en el techo racimos de uvas, pequeños melones de invierno y peras de agua.
Algunas frutas pesaban mucho y caían al suelo, donde explotaban en dulces
charcos de jugo amarillento.
Y había otro lugar donde se “fabricaban”
lejía y jabones varios en grandes calderos de cobre, sobre un fuego de
chimenea, aprovechando grasas, sebos y restos de aceite. Eran para consumo de
la casa y se hacían una vez al año. Entonces venía una mujer para ayudar a mi
abuela. Era la misma que se llevaba la ropa al río o al lavadero y la traía
blanca, planchada, resplandeciente.
Recuerdo a esta mujer, a la que quería
mucho, inclinada sobre los brillantes calderos, removiendo su contenido con una
gran pala de madera. Por su oscura vestimenta, la postura, el humo de la
estancia, parecía una bruja haciendo conjuros. Pero yo que “sabía” bien quién
era y lo que estaba haciendo, no me asustaba. Cuando quería que la dejásemos
tranquila en sus quehaceres, intentaba asustarnos con relatos espeluznantes…
pero no lo conseguía.
Yo, la mayor de los hermanos, era muy
miedosa, pero estaba vacunada con los relatos de mi abuela Mercedes, que además
de buena narradora era una “actriz” total.
Me he desviado un poco de la tienda al
desván. Y aún me falta el palomar. Al final de la casa había una escalera de
madera de sólo cuatro o cinco peldaños. Estrecha, y creo recordar que se podía
quitar y poner en un hueco, para evitar que los pequeños subiésemos por ella.
Justo ahí, en esa escalera, acaban mis recuerdos precisos. Creo que mi abuelo
tenía allí arriba palomas o algún otro bicho volador en una buhardilla.
No recuerdo si subí o no, ni qué había
allí arriba. Pero la imaginación era capaz de crearme un mundo de fantásticos
seres y lugares, que cambiaban de identidad según mi estado de ánimo o mis
deseos. Nunca supe y nunca olvidé. Era un mundo maravilloso y así se conserva
en mi memoria.
Ya que estoy en la parte de arriba de la
casa, voy a entrar en la vivienda. No era un piso como los de ahora. Era grande
y espaciosa, con comodidades poco usuales en aquel tiempo, pero distintas a las
necesidades de ahora.
La cocina, por ejemplo, era enorme, y
tenía una puerta que comunicaba con un lavabo. Cosa en aquellos tiempos muy
corriente. Sobre una gran mesa con cajones, que estaba adosada en la pared,
dejaba mi abuela el dinero que nos entregaba los domingos. Mi paga era una perra gorda, oscura, grande, reluciente.
Un día se le olvidó dármela y yo, que la veía sobre la mesa, incitadora, la
cogí. Sabía que era para mí, pero no me atreví a gastarla. Me desvelé pensando
que había cogido algo “sin permiso” y no paré hasta devolver la moneda al lugar
de donde la había cogido. Así me sentí en paz con mi conciencia.
No recuerdo si alguien se dio cuenta, si
me dieron esa moneda o tal vez otra, si perdí mi paga semanal… Pero he
recordado este episodio toda mi vida, como mi primer pecado.
El comedor, igualmente amplio, tenía un
balcón. No eran tacaños los constructores de entonces con los espacios. Los
pasillos eran largos y anchos. Los de mis abuelos (tenían dos) estaban
ocupados, en uno de sus lados, por armarios empotrados hasta el techo.
En el pasillo que enfrentaba la cocina,
tenía mi abuela los comestibles. Se hacían entonces conservas de todo: aves
escabechadas, cerdo, tomates, mermeladas, frutas… En los altillos nunca supe
qué había. Mi abuela contaba las botellas de bebidas que le sustraían sus hijos
(mi padre a la cabeza). Para escarmentarlos, un día cambió los envases y el
lugar y aquí estuvo a punto de producirse un grave accidente. Mi padre bebió
apresurado un trago de que creyó era mistela y sin embargo era lejía. Lo
superó, pero no recuerdo si volvió a tomar mistela en su vida.
En el armario del pasillo que daba a los
dormitorios estaba la ropa. Recuerdos piezas enteras de tela blanca, que
quedaban del ajuar de mi tía. Y montones de sábanas y toallas. Un gran
despacho, al menos había una mesa de despacho allí y sillas y sillones. Vi allí
a mi abuelo y a mi tío Enrique escribiendo.
Había alcobas cuyas puertas daban a este
despacho. Tenían camas altas y anchas con bonitos cabeceros de bronce. El
balcón del despacho daba también a la parte posterior del Banco de España.
Es una descripción a vuelapluma y faltan
muchas cosas que recuerdo a ratos. Tampoco le interesaría a nadie. Y los que
podrían corroborar estos recuerdos ya no están para hacerlo.
Vuelvo a la zapatería, al dormitorio que
estaba habitado por el dependiente bajo el hueco de la escalera. Había una cama
alta, como todas las de entonces; seguramente porque tenía más de un colchón,
una estantería en la pared para libros y una mesilla de noche llena de cajones.
Seguramente la estancia era pequeña, pero para mi tamaño era un palacio. Entré
pocas veces y sólo si mi padre me enviaba a darle algún recado al chico, que se
llamaba Victoriano.
Me queda algo muy interesante. Junto a la
trastienda, a mitad de un pasillo, había una puerta que daba a una especie de
cueva donde había una temperatura muy baja. Allí se guardaba el vino, la fruta
y algunos alimentos que necesitaban eses frío. Luego, al comenzar la Guerra
Civil en el 36, se cavó bajo la calle y lo usábamos para protegernos en los
bombardeos. Cuando abandonamos la casa, obligados por la terrible ofensiva a la
que se vio sometido Teruel y nos refugiamos en el Banco de España, esta cueva
fue el principio de un largo túnel que hicieron los soldados para minar el
Banco.
En aquel momento se oyó un terrible
estruendo y todo lo que fue nuestra casa y la parte posterior del Banco se
desplomó con una densa nube de polvo y cascotes. Mi madre y mi tío quedaron
allí sepultados.
Mi padre supo enseguida lo que había
pasado; todos los mayores se dieron cuenta también. Los niños aterrados, pero
ya acostumbrados a la ausencia de nuestros seres queridos, no llegamos a
comprender la tragedia que acababa de suceder.
Cuando el miedo, el dolor, las carencias
(de comida, de agua, de un lugar donde descansar) se sufren a la vez, algo se
desarrolla en nuestro interior que nos anestesia el cuerpo y el alma. No es
insensibilidad, puesto que lo notamos, lo sufrimos, lo sentimos todo. Es una
especie de fatalismo, entre sueño y vigilia, la sensación de que todo se va
borrando a tu alrededor (y por eso lo comparo con la anestesia). Te vas
sumergiendo en la nada de una manera inconsciente, pero es lo que te permite
sobrevivir a tanto infortunio.
Fue una noche terrible. No teníamos luz,
los heridos gemían, los escombros nos impedían movernos. Nada que comer ni
beber. Por las derruidas paredes entraba un frío espantoso que no teníamos con
qué combatir. Ese invierno tuvimos veinte grados bajo cero.
Dieron orden de evacuar a los
supervivientes. Cruzando la plaza había una iglesia y un antiguo hospital que,
aunque muy castigados por los proyectiles, no habían sido minados y aún tenían
sótanos en que se podía proteger a la población civil.
Mi padre llevaba en un brazo a mi hermano
pequeño, de la mano a mi hermana Luchy y yo me agarraba desesperadamente a una
especie de capote que llevaba mi padre.
Recuerdo que el suelo estaba inestable.
Las tablas, los cascotes, incluso las personas que gemían bajo los escombros, a
las que no podíamos auxiliar, hacían el caminar muy difícil. Mi padre sólo
tropezaba, pero mi hermana y yo caíamos y nos levantábamos muchas veces.
En completa oscuridad, con la consigna de
no hacer ruido, para que los disparos no hicieran blanco. Estábamos tan
aterrados, ateridos, debilitados que aquella procesión no tenía fuerzas ni para
respirar. No lloraban los niños, no se quejaba nadie. Sólo los que agonizaban
bajo nuestros pies, pero su gemido era apenas un rumor.
Recuerdo que pensaba que alguien podía
agarrarse a mis piernas y un sudor frío y pegajoso me resbalaba por todas
partes. Si hubiera podido detener mi respiración, lo habría hecho. De mi padre
apenas un rumor: “No te sueltes.” Me
dolía la mano de apretar la rugosa tela del capote. Iba descalza porque se habían
podrido mis zapatos y sólo unos trapos atados con cuerdas protegían mis pies.
Todo me pinchaba, pero eso no era nada en comparación con el miedo a la
oscuridad, los disparos, el no saber dónde estaban los demás. Porque mi madre
no venía con nosotros.
Cuando llegamos al antiguo hospital (no sé
cómo ni cuándo) estaba casi derruido. Los sótanos ya estaban llenos antes de
que nosotros los saturásemos. Cerca del techo tenían unos respiraderos
enrejados que daban al ras de la plaza. Por allí entraba un aire frío,
endiablado, que nos hacía tiritar.
Nos dieron agua. Era nieve derretida y aún
así sólo llegaba para niños hasta doce años. Yo era más alta que los de mi
edad. Aunque estaba esquelética. No querían darme mi medida de agua porque no
creían que tuviese diez años, la medida equivalía a un vasito pequeño de licor.
Recuerdo que no tenía fuerzas ni para
llorar, ni para sentir nada. Era como un tremendo sueño del que no parecía que
fuésemos a despertar. No pregunté a mi padre; él no me habló tampoco. Mi madre,
mi tío, muchos de mis vecinos, de repente, ya no estaban. Eso era todo. Nadie
lo comentaba. No había lágrimas, sólo gritos, estupor y espanto.
La comida eran unas pocas galletas sólo
para los niños. Por los agujeros de las paredes entraba nieve. Helados de frío,
los mayores la recogían en recipientes y la fundían con el poco calor de sus
cuerpos amontonados.
Mi primo más pequeño tomaba aún del pecho
de su madre. El hambre y las calamidades le habían retirado la leche, así que
había que darle cucharaditas de Ceregumil disuelto en agua. Esa era la vida de
un niño de meses muy prematuro. Poníamos un puchero con nieve y nos acostábamos
alrededor para deshelarla y protegerla de los que necesitaban también de agua y
no podían cogerla.
Cuando al clarear una mañana fuimos a
sacar el líquido, nuestra consternación fue terrible: alguien se la había
bebido. Todos nos miramos atónitos: nadie hacía eso a nuestro niño. Nadie de
nosotros, pero ¿y alguien de fuera? ¿Cómo pudo hacerlo sin que nos diéramos
cuenta?
Al final todo se aclaró: el agua se había
pegado al fondo del cacharro convertida en un bloque de hielo. La “calefacción
humana” no había funcionado. Eso da una idea del terrible frío que hacía.
Un día tuvimos un extra, al menos los
niños: nos dieron tres galletas y una medida de vino dulce. Desmigamos las
galletas en el vino, y en nuestros estómagos vacíos aquello fue una bomba.
Mi padre me tendió en el suelo y yo empecé
a ver moverse en círculos el cielo encapotado, las paredes semiderruidas, detrás
de las cuales nos defendían los soldados. Un mareo terrible, una angustia
espantosa que me aflojaba los brazos y las piernas y me nublaba la vista. Nunca
olvidaré esta sensación de vacío.
En todo el hospital sólo había un wáter y
los niños hacíamos turno para las personas mayores de nuestra familia. Con lo
que comíamos y bebíamos no era frecuente la visita, pero el turno se llevaba a
rajatabla. Si venía algún militar, se le dejaba pasar antes, pues ellos tenían
que estar al tanto de aquella guerra. A nosotros nos daba igual dormitar en la
bodega que aquel pasillo que sólo tenía una pared; la otra se había derrumbado.
Mis últimos recuerdos están basados en
conversaciones posteriores a los hechos con mi padre y mis abuelos mientras
estuvimos refugiados en el Hospital de la Asunción.
Los civiles podían ofrecerse como
voluntarios para hacer incursiones a las casas de la ciudad que estaban bajo el
fuego de los soldados enemigos. Era tierra de nadie tiroteada por todos. Pero
se sabía que en algunos domicilios había comestibles o agua y los que estábamos
en el hospital no teníamos nada para alimentarnos.
Estos voluntarios, a los que se entregaba
un fusil para defenderse, aprovechaban la oscuridad de la noche y, arriesgando
su vida, iban a buscar algo aprovechable.
Mi padre cogió el cadáver de mi madre al
hombro y lo trajo donde estábamos refugiados. Antes había tenido que hacer
varios viajes, volver noche tras noche y dedicar mucho esfuerzo y tiempo para
descolgarlo. De mi tío Paco, que murió en el mismo lugar y momento, no se
encontró nada; seguramente lo cubrieron las ruinas.
Mi padre comunicó su hallazgo a mis
abuelos y tío, y me preguntó si yo quería ver a mi madre. Yo dije que sí, pero
mi abuelo opinó que no era conveniente. Aunque ella no estuviese en mal estado,
el resto de cadáveres que se amontonaban en el mismo espacio sí estaban, en su
mayoría, destrozados.
No vi el cadáver de mi madre. Me alegré
siempre de no hacerlo. Me gusta tener el recuerdo de una mujer joven y llena de
vida, siempre sonriente, que tan poco nos disfrutó a sus hijos y a la que
nosotros tampoco pudimos disfrutar apenas. Sólo tenía treinta años. Enterrada
en una fosa común o trasladada al Valle de los Caídos, nunca supimos qué fue de
tantas personas muertas en aquella ofensiva a Teruel.
En una guerra cruel que no arregló nada,
estuviera uno en el bando que estuviera.
DUDAS
Cerré los ojos
y miré la
oscuridad
de mi mente.
Aún dormida, sin
sueños,
sentí la soledad y
el miedo.
Quería encontrar
un soplo de
cordura,
en los rotos
rincones
de mi vida.
No encontraba
nada.
Ni una luz en la
niebla
de mi memoria
perdida.
Nada.
Entonces quise
regresar
al mundo de los
otros,
donde aún tenía un
hueco
que no habían
ocupado.
¿Alguien se daría cuenta
de que ya no
estaba allí?
De mi mundo,
en los sueños que
yo creaba
para escapar de la
rutina
y la soledad,
nadie conocía
nada.
Yo misma dudaba
del lugar donde
estaba
perdida en las
brumas
de mi imaginación.
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